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Mujeres de Golondrinas, Ecatepec: Sobrevivir, el primer acto de empoderamiento

Golondrinas es “el último rincón” de Ecatepec; un barrio construido precariamente que sintetiza la suerte que viven millones de personas en el mundo: pobreza extrema, manipulación política, exclusión, violencia... Emiliano Ruíz Parra narra las vicisitudes de sus habitantes en su libro "Golondrinas"
viernes, 1 de julio de 2022 · 14:40

CIUDAD DE MÉXICO (apro).- Golondrinas es “el último rincón” de Ecatepec; un barrio marginal construido precariamente sobre un terreno desecado del lago Xaltocan que sintetiza la suerte que viven millones de seres humanos en el mundo: la pobreza extrema, la manipulación política, la exclusión en todos los sentidos, la violencia y la muerte siempre latentes. El periodista Emiliano Ruíz Parra narra las interioridades de este barrio y las vicisitudes de sus habitantes en el libro Golondrinas (Ed. Debate), del cual se reproduce el capítulo “Mujeres”.

A Minerva Herrera le mataron cuatro hijas.

         A Martha Garrido, uno nada más.

         A Mari Licea le robaron tres.

         A Yolanda no le robaron ninguno. Ella los dejó.

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Voy por partes: Minerva Herrera vivía en su rancho y criaba gallinas, puercas, guajolotes y borregas. Su marido estaba enfermo de celos y por las noches llegaba a golpearla porque andaba de puta. Un día una de sus hijas se enfermó de fiebre y tos seca. Vomitaba sangre. “Ni creas que vas a salir porque te vas a ir de puta”, sentenció su marido. Sus otras tres hijas se enfermaron y murieron sin que las viera un médico.

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A Martha Garrido la casaron jovencita con Apolinar Herrera. Una de las golpizas de Apolinar aceleró su parto. El bebé nació moreteado de los golpes y murió a los pocos días. Martha tomó a sus dos hijas sobrevivientes y huyó de la casa donde vivía con Apolinar, en San Andrés de la Cañada, Ecatepec. Compró un terreno baldío en Golondrinas y llegó a un acuerdo con un líder del PRI: ella le llevaba gente a sus mítines y él le daba cemento y varilla. Su casa pasó de tener paredes de costal de azúcar a muros de cemento.

         Apolinar llegó una noche, le exigió la casa, y le pidió a una de sus hijas. La quería no como hija, sino como mujer: esposa. Martha fue al DIF, una dependencia del gobierno que tiene el victoriano nombre de Desarrollo Integral de la Familia, y ahí le dijeron: come mierda, es tu marido y tiene derecho a vivir en tu casa.

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Mari Licea tenía un esposo y tres hijos.

         No digo que haya sido a role model como mujer, quizá tampoco como madre. Yo la conocí alcohólica y esquizofrénica. De sus hijos sólo decía: “Mi esposo se los llevó y él era periodista, así que no me iba a poner con Sansón a las patadas”, periodista como si fuera político o policía judicial: un hombre poderoso que actúa en la impunidad.          

Mari Licea. Foto: Pablo Gasca

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A Yolanda no le robaron a sus hijos. Ella escapó de un marido golpeador y se fue sin ellos, de ocho, 10 y 11 años. Ella dice: “Ellos quisieron quedarse con él y no volví a verlos en 20 años”.

         Hasta que volvieron, adultos y con hijos, y convirtieron la culpa de Yolanda en pesos y centavos: “Cuando regresaron, les di todo y todo se llevaron: quebraron la tienda, remataron mi vocho, se compraron televisiones y me dejaron las deudas”.

         Qué ganas de decirle: no te sientas culpable, Yolanda, mándalos a la mierda otra vez.

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En Golondrinas hay dos lugares simbólicos para las mujeres: el terreno baldío conocido como La Laguna y el canal de aguas negras.

         En Golondrinas no había drenaje. Las pioneras cavaban hoyos en sus terrenos para instalar letrinas, se llenaban de caca, los tapaban y abrían otros. Pero era un riesgo vivir con la letrina, así que varias mujeres optaban por lo más natural: irse a defecar entre la hierba del terreno baldío. Pero eso lo sabían los violadores, que ahí las estaban esperando para atacarlas.

         Leti Solorio gritaba y chiflaba, pero “sabía que nadie me iba a hacer caso”.

         En Golondrinas, el Canal de Cartagena ya había sido usado como tiradero de cuerpos de mujeres: a las tres de la mañana un vecino se percató de que arrojaron a una mujer al canal desde un taxi. La sacó de entre las aguas negras y le salvó la vida.

         Este canal sigue su camino más allá de Golondrinas: atraviesa la avenida Recursos Hidráulicos; se interna en el barrio siguiente, Potrero del Rey; y se cruza con el Circuito Exterior Mexiquense, una carretera de alta velocidad, la más grande de la zona. De noche, cuando hay menos circulación, los camiones de carga tiran cascajo, muebles viejos, desechos químicos de las maquiladoras de ropa. Las aguas negras se atascan y los olores se potencian. En 2006 las vecinas de Potrero del Rey acudieron una y otra vez al ayuntamiento de Ecatepec a pedir el desazolve del canal. Por fin les hicieron caso.

         “Sacaron toda la basura, pero ahí aparecieron muchísimos cuerpos de mujeres y de jóvenes, pero más de mujeres. En total fueron 36 muertos los que aparecieron. Encontraban los cuerpos, llegaban patrullas y se los llevaban. Motivo no sabemos. Entre los vecinos decían: ‘¡Ya encontraron un cuerpo!’, y vamos, pero rápidamente llegaba la policía, nos hacían a un lado y se los llevaban. Esto no se hizo público. Nunca lo vi publicado en un periódico. En el canal, la última vez que supimos de un cadáver fue hace como año y medio. Era mujer”.

         El testimonio es de Juanita Jaramillo, vecina de Potrero del Rey.

         En esa esquina donde se encontraron los cuerpos se forman algunos islotes de lodo y cacharros. Sobre esos islotes se paran las niñas pescadoras. Son las hijas de los recolectores de basura y han desarrollado un oficio singular: pescan anillos, aretes, objetos valiosos con unas cañas que terminan en un ganchito. Juanita Jaramillo, que vive a un lado de los islotes, se ganó la confianza de tres hermanitos, dos niñas y un niño, pescadores, y les enseñó a leer. El padre golpeó a la madre cuando se enteró. Juanita lo entendió. Esa familia de recolectores de desechos vive bajo la continua extorsión de la policía: son los que deben guardar los secretos cuando se descubre un cadáver en el agua. Juanita me cuenta el final feliz de la historia:

         “El papá no los dejó venir, pero la señora y los niños insistieron, y, aunque grandes, fueron a la escuela y acabaron la secundaria”.

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Cuando Leti Solorio iba a hacer pipí o caca a La Laguna llevaba un garrote o una sombrilla para cuando un hombre se apareciera con los pantalones abajo; o mejor, salía con un bote de chile, comino y sal, listo para arrojarlo a los ojos de los violadores. Una vez uno de ellos la siguió hasta su casa y su hija Yesenia lo echó de un patadón cuando lo vio exhibir su pito flácido.

Leti Solorio. Foto: Pablo Gasca

         Martha Cuevas recuerda una historia similar: “Iba yo sola a hacer mis ejercicios (Martha usaba el terreno para trotar), y que sale el fulano, lo correteé, y cada que se caía, un garrotazo y en las milpas le fui dando de garrotazos hasta sacarlo, hasta me lo llevé a donde están construyendo las casitas. Y todavía me encuentro a un vecino y le digo: ‘Vecino, apóyeme, vamos a agarrar a este individuo?’, ‘Ay, si, vecina, es el que agarra a las muchachas y las viola’. Que agarro una piedra, y cuando se va acomodado los pantalones, se cae de cabeza y le doy otro garrotazo. Y ahí, llegando ahí tomó la pesera. No era de aquí”.

         Yo no lo conocí pero me hablaron repetidamente de un árbol tan alto y frondoso que era el lugar natural para las asambleas vecinales. El árbol era también el símbolo de la justicia: cuando alguien se pasara de listo lo iban a colgar de ese árbol. Y eso empezaba por los violadores que entraban a La Laguna.

         “Y que agarran a uno que estaba haciendo de las suyas. Traigo la soga, una polea y recuerdo que andaba con un perro, que hasta el perro lloraba. En los pantalones se hizo el tipo. Y llegó la policía:

         “--¿Sí lo van a colgar?

         “—Si.

         “—Pues no lo vamos a permitir.

         “Se lo llevó la policía, pero ¡será que el fulano va a volver a pasar por aquí?”.

         El testimonio es del maestro José Encarnación.

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Golondrinas fue la segunda oportunidad para algunas mujeres que llegaron a habitarla. Minerva Herrera escapó de aquel marido que alguna vez la persiguió con una escopeta. Se juntó con otro marido, don Pano, con quien construyó un jacal a la orilla del Canal de Cartagena. Pano murió de viejo.

         “No vuelve a nacer el hombre que me pegue”, decía ella.

         Minerva quedó a cargo de la tienda “Mi Ranchito” y del hijo que tuvieron, Elías, un joven de ojos claros. Minerva hablaba de Elías con un amor profundo, enamorado. Para ella era un artista, un músico, un arquitecto. Y es verdad que Elías habría sido bueno para cualquiera de esas profesiones. Dibujaba mangas en su cuaderno. Tocaba la guitarra. Diseñó unas columnas griegas para la casa de su madre, que se veían insólitas sobre el piso de tierra, sosteniendo un techo inexistente en un patio que imaginó como estancia. A Minerva le dolía que Elías arrancara sus enredaderas de jitomate, que ella sembraba dentro de la casa, pero aún así lo amaba y se refería a él como su hijo pródigo.

         Y Leti Solorio, siempre cabrona, me contó de su marido: es borracho, pero al menos no me pega. “Yo soy el que me lo traigo a raya”, me dijo.

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