Adelanto de Libros

Beatriz Espejo y su prosa en "Los eternos dioses"

Tardó poco más de medio siglo en plasmar literariamente “Los eternos dioses”. Publicado por Editorial Lectorum, esta obra histórica de impecable prosa, desarrollada en 158 páginas por la afamada novelista y ensayista veracruzana, versa sobre Cornelia, “La africana”, hija de Escipión “El africano”.
lunes, 27 de febrero de 2023 · 08:34

CIUDAD DE MÉXICO (apro).- En el marco de la 44 Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería, este 4 de marzo a las 16 horas, la UNAM presenta en la Galería de Rectores “Cuando la vida era risueña”, compilación de la poeta neozelandesa Katherine Mansfield, en traducción de Beatriz Espejo y Aída Espinoza.

Además de excelente traductora y profesora universitaria, Beatriz Espejo Díaz (quien a sus 83 años no cesa de escribir) publicó recientemente “Los eternos dioses”, libro del cual ofreceremos un adelanto para nuestros lectores.     

Poema narrativo y novela epistolar, Beatriz Espejo tardó poco más de medio siglo en plasmar literariamente “Los eternos dioses”. Publicado por Editorial Lectorum, esta obra histórica de impecable prosa, desarrollada en 158 páginas por la afamada novelista y ensayista veracruzana, versa sobre Cornelia, “La africana”, hija de Escipión “El africano”, madre de los reformadores Cayo y Tiberio Graco. Fue la primer mujer a quien Roma Antigua le erigió una estatua alrededor del año 115 antes de Cristo.

Espejo declaró que "Sólo me falta el Premio Nacional de Literatura” (Proceso 2414):

“Mira, yo admiro mucho a las mujeres que saben educar a sus hijos; creo que, por lo menos en México, mucha de la educación de los hijos recae en la madre. Y en el caso de Cornelia, ella dio al mundo dos héroes trágicos que fueron figuras históricas trascendentales: los hermanos Cayo y Tiberio Graco.”

Con su prosa diáfana y descripciones impecables, el jocoso pasaje sobre una fiesta de la Roma Antigua en casa de Apio Claudio y su mujer Antistia, por las primeras páginas de “Los eternos dioses”, ilustra la excelsa capacidad narrativa de Beatriz Espejo para deleite de nuestros lectores, adelanto de su reciente noveleta. Esta carta transcrita enseguida incluye el poema de Espejo que, en voz del filósofo y poeta Cayo Blosio (Cumas, cerca de Nápoles, siglo II a. C.), culmina una deliciosa lectura tal como aparece en el tomo Lectorum.

De “Las cartas y otros apuntes”

Apio Claudio puede conducirse torpemente en muchas cosas, pero sus nexos con la aristocracia y su origen patricio le han dejado la sutileza de gran señor capaz de complacer a sus huéspedes. Nos distribuyó en grupos de cuatro. Livia Faustina y el poeta quedaron junto a mí.

Pagué el gusto con la vecindad de Cayo Carbón que tanto me antipatiza. Repruebo su cobardía política al actuar en diferentes bandos sin comprometerse con ninguno. Algo en él me repugna, como si adivinara un futuro traidor. Su escasa franqueza se traduce en un trato incluso elemental. Parece evitar la mirada de sus interlocutores y, aunque según se me asegura mantiene estrechos vínculos con varones de bien, presiento en él a un enemigo. Por fortuna, como muchos de su ralea que se agazapa antes de herir, habla poco.

La gracia de Faustina contagia hasta los necios. Para amenizar la reunión recitó pasajes de Sófocles y Eurípides. Lo hizo como la actriz más consumada, y Cayo Carbón logró algunas intervenciones ingeniosas.

Me consta que condenas la ligereza de Faustina sin poder negarle su inteligencia siempre despierta. Te confieso que esa noche estuvo magnífica utilizando su encanto. Blosio se veía feliz de coincidir con ella en la reunión y ambos mantenían unas conversaciones chispeantes en la que los otros servíamos como simples comparsas.

Apenas recuerdo el motivo, caímos en una especie de juego que pretendía encontrar y establecer parecidos entre los animales y los hombres. Apio Claudio se levantó para escuchar un epigrama que festejaba otro grupo y, al pasar, se nos figuró un sapo próspero por sus gruesas facciones de batracio y sus párpados caídos. El vientre le crece al ritmo de una respiración trabajosa. Reposaba una mano sobre el estómago, cosa habitual en los gordos. La blancura de sus dedos alargados contrarrestaba con una fisonomía grotesca, como si llevara consigo las manos prestadas de otro hombre.

Faustina me encontró algo de león furibundo y arrogante, inmune a la camaradería. A pesar de mi consabida falta de humor, el contacto con criaturas perspicaces mejoraba mi carácter y acepté sonriente la comparación. Antistia, nuestra anfitriona, sonreía mostrando una dentadura fuerte. Su rostro nos sugirió el de una yegua eufórica y satisfecha con su pastura. En ese momento gustaba un enorme plato de aves cocidas con manzanas.

En la pálida y delgada Claudia imaginamos un pajarito temeroso cuyo rasgo menos firme se establece en unos ojos casi suplicantes. Tu amado Cayo, quien repetidas veces volteó hacia nosotros buscando a Faustina y casi reprobándola con una mirada entre fría o apasionada, nos recordó a una pantera púber.

En el animal correspondiente a Marco Octavio todos coincidimos en un cuervo de nariz aguileña, cabellos muy negros y vista penetrante. Juzgamos la lubricidad de Tulio como de reptil, quizás una serpiente fascinadora situada cerca de Marcia, convertida en una abeja ática incansable en el ejercicio de su punzadura. A Cayo Carbón lo convertimos con un zorro por su movilidad; pero no lo aceptó y a riesgo de las consecuencias dije que al zorro se ofendería con la broma. No recuerdo con qué animales comparamos a Publio Sauterio y a Lucio Rufo. No debieron ser gentiles.

Desde luego hubo un momento desconcertante que Faustina rompió al preguntar: “¿A qué animal me parezco yo?” Blosio contestó que a una gacela africana y halló mi asentimiento. Ella sin admitirlo dijo con cierta coquetería que se considera simple y doméstica. El vino le daba mejillas rosadas y una sonrisa fácil. Algunos rizos le caían sobre la nuca y se veía que disfrutaba la noche: “Me parezco, afirmó, a mi perra una cachorra de cierta raza oriental que me regaló Marco Octavio. Cuando le gusta algo, simplemente mueve la cola. A la menor provocación sabe lamer con su fina lengua roja. Si se aburre ladra o juega. No esconde sus sentimientos y se entrega al amor con frecuencia. Queriéndola aprendí lo que sé de zoología.”

Reímos como si dijera cosas muy graciosas. Ya entonces todos nos encontrábamos medio borrachos. “En ese caso –opinó el poeta—también me parezco a mi perro, un animal deforme. Uno de mis esclavos me lo entregó para enseñarme a un monstruo. En lugar de la uña que sobre la pata les crece a los canes, a éste le salió una protuberancia parecida a un racimo de uvas encarnadas”. Y como para ilustrar su plática tomó unas cuantas uvas de las que había sobre la mesa y comenzó a comérselas despacio.

“Cuéntanos más de ese animal extraño, ¿por qué lo recogiste siendo tan feo?”, insistió Faustina. “¿Y quién sino yo lo hubiera hecho?”, respondió Blosio reventando una uva. “Es demasiado independiente. Aunque le prodigues mimos y caricias o pongas ante sus fauces pedazos de carne cruda, no logras coartar su libertad. En mi casa todos llevamos marcados sus colmillos. Si me encuentra escribiendo algún poema, me arrebata el estilo y sale corriendo. Por supuesto eso demuestra conocimientos artísticos sólidos, dignos de envidia”. A los presentes nos divertía el tono irónico y modesto que usaba nuestro amigo. Él, correspondiendo a la simpatía que le demostrábamos, continuó: “Si a mi perro le pides que regrese, sin vacilar destroza lo robado porque no obedece la voz de su amo. En mi biblioteca causa verdaderas catástrofes. Luego descansa satisfecho en medio de la pieza observando la hecatombe con su mirada plebeya. Le reprocho: ¡Desgraciado cómo no comprendes que por mí no te arrojaron a la cloaca! Pero no le conmueven las presiones morales”.

Cuando parecía divertirse mucho, Cayo Carbón se quedó serio, y doblado sobre sí mismo rodó al suelo. Los esclavos no habían retirado los saleros y aquello podía estimarse de mal augurio para alguno de los presentes. Blosio aludió a ello entre bromas sarcásticas. Faustina perdió la alegría y yo, supersticioso como buen soldado, me sentí incómodo. El poeta debió notar los efectos negativos que un detalle adverso causaba porque dejó a un lado los comentarios y pidió tablillas para escribir:

         Contemplaba asombrado la naciente aurora y me había detenido,

         cuando de pronto a la izquierda Faustina se levanta.

         Amiga a la que amo, no envejezcas.

         Que el tiempo pase junto a ti sin tocarte.

         Me sea lícito, Oh Celestes, decir con vuestra venia

         que el de un mortal es más bello

         que un rostro divino…

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