Tras 50 años seguimos con nueve medallas olímpicas, lamenta Queta Basilio

viernes, 12 de octubre de 2018 · 13:03
Enriqueta Basilio Sotelo, la primera mujer en encender el pebetero de los Juegos Olímpicos, habla sobre la hazaña que consiguió hace 50 años en el estadio de Ciudad Universitaria. En entrevista con Proceso, acepta que no sabía “el gran significado” de la responsabilidad que le confirieron en ese momento, presume la antorcha que portó en el suceso histórico y reprueba que México no pueda superarse a así mismo en justas deportivas internacionales. CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Cinco décadas han transcurrido de un año de contrastes en México. 1968 está marcado en la memoria de la nación por aquel 2 de octubre en el que la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco vivió uno de los episodios más sangrientos en la historia del país. El Distrito Federal albergó 10 días después la inauguración de los XIX Juegos Olímpicos en el estadio de Ciudad Universitaria.  El graderío lucía pletórico. En el tradicional desfile de deportistas fueron representados 112 países –según cifras del Comité Olímpico Mexicano– ante la mirada del presidente en turno, Gustavo Díaz Ordaz, quien posteriormente hizo la declaratoria inaugural.  De los 5 mil 516 atletas inscritos en las competencias 781 eran mujeres. Muestra fiel del momento que se vivía a nivel mundial en materia de equidad de género.  La antorcha olímpica siguió la ruta que tomó Cristóbal Colón el 3 de agosto de 1942 para llegar a América; 2 mil 778 relevos que iniciaron el trayecto el 23 de agosto de 1968 recorrieron 13 mil 620 kilómetros hasta que el fuego de la justa llegó a su cita con la historia.  Norma Enriqueta Basilio Sotelo nació el 15 de julio de 1948 en Mexicali, Baja California, y 20 años después se convirtió en el último relevo de esa travesía. Pasó a la historia como la primera mujer en encender un pebetero de los Juegos Olímpicos modernos, luego de subir 93 escalones ante el júbilo de más de 70 mil personas que atestiguaron el suceso. Hoy, con 70 años, Queta Basilio –como le dicen de cariño– recibió a Proceso en su domicilio en la colonia Narvarte. Mostró un par de álbumes que atesoran parte de la historia atlética de una niña que a los 15 años experimentó el salto de altura y los 400 metros planos, pero a quien los ­obstáculos la sedujeron hacia el combinado nacional de atletismo que se formó en mayo de 1967, previo a los juegos de verano. Basilio viste una blusa naranja que combina con su pantalón jaspeado entre tonos blancos y negros. Tomó asiento apoyada en el comedor café que tiene para ocho personas. Recorre minuciosamente los álbumes y expone página por página fotografías de su familia, de su infancia y juventud, pero sobre todo de aquel año en el que el mundo volteó hacia México. Son las imágenes de una mujer que se convirtió en un ícono no sólo deportivo, sino de equidad de género en años “difíciles para México y el mundo”, como lo describe. “No saben qué viajes tan hermosos”, dice con nostalgia sobre aquellas horas en ferrocarril partiendo desde Mexicali. Con voz entrecortada también revive su primera competencia nacional a los 15 años en Puebla, donde obtuvo un segundo lugar.  También presume una fotografía en la que aparece junto a José Pedraza Zúñiga, El Sargento Pedraza, ganador de la medalla de plata en la prueba olímpica de los 20 kilómetros de caminata. “Él es Pepe Pedraza, estábamos cantando el Himno, yo creo”. Al cerrar sus álbumes se dirige al recibidor de la casa. La exatleta está atenta a cada una de las preguntas de la entrevista y recuerda cómo fueron para ella los años finales de la década de los sesenta. Sueño perdido Para la generación de Enriqueta Basilio los finales de los sesenta fueron muy difíciles. “Lo fueron hasta para llegar al Centro Deportivo Olímpico Mexicano porque a mí me dejaron llegar al CDOM hasta el (año) 67. Antes me había solicitado un entrenador polaco que ahí estaba, que me vio competir en los juveniles, pero mis papás no me dieron permiso”. Revela que hasta hace poco pudo ver unos documentos en los que se enteró que el entrenador polaco la había requerido para que hiciera unas pruebas físicas para integrarse al equipo de atletismo de primera fuerza en 1966…  –¿Qué se siente encender un pebetero olímpico y ser la primera mujer en la historia de los juegos modernos en protagonizar ese episodio? –Es un impacto muy impresionante porque hicieron muchas pruebas los hijos de los atletas que estaban colaborando con el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez en la organización de los Juegos Olímpicos y veían que no era fácil. El cambiar la tradición de que un hombre siempre portaba la antorcha pues era un capítulo muy difícil para las mujeres.  “Mi sueño era llegar a unos Olímpicos y competir en nuestra Olimpiada de la Juventud”, agrega con voz baja.  Al hablar de su preparación durante un año en el Distrito Federal y sobre las marcas que obtuvo para ganarse un lugar en los Juegos Olímpicos de 1968, Enriqueta Basilio confiesa que “cuando me dijeron lo de portar la antorcha no sabía el gran significado que tenía. (Era) mayor el compromiso por ser la primera mujer (en encender el pebetero) en la historia de los juegos olímpicos”.  También reconoce que sus marcas no eran suficientes para ganar una medalla, pero destaca que su generación nunca declinó en sus sueños porque eran jóvenes y porque, en su caso, tenía un gran entrenador polaco. “Fue una llamada a despertar”. Sin embargo, con la mirada clavada en sus recuerdos pero sin titubeos denuncia: “Se olvidaron de darle continuidad a esa historia, donde todos los niños querían ser Felipe Muñoz, Pedraza y hasta ‘Quetos Basilios’”.  La antorcha, en sus manos A pocos días de cumplirse medio siglo de aquel momento en el que vestida de blanco ascendió hasta la parte alta del estadio para darle vida a la llama olímpica, Enriqueta Basilio presume que está en su poder la antorcha con la que encendió el pebetero.   “Esa la tengo yo y la tengo guardada, pero puedo darles una sorpresa hoy”, dice entre risas. La mujer hizo una pausa, fue por ella y regresó a mostrarla: se trata de una pieza de 45 centímetros y 800 gramos que erizan la piel. El mango es negro y el metal luce sin brillo por el paso de los años. En la parte superior tiene grabada la leyenda: “MÉXICO 68” acompañada por los aros olímpicos. “Se siente lo máximo porque Dios me permite estar aquí enseñándoles la antorcha después de 50 años”, responde al preguntarle sobre la pieza en sus manos y el encendido del fuego en el estadio de CU. “Estoy muy contenta de haber sido la primera. Estábamos en unas fechas muy difíciles en México y en el mundo con problemas sociales. Aquí estamos para festejar los jóvenes de aquella época y los jóvenes de ahora”, dice.  Queta Basilio saca una anécdota. Resulta que después de encender el pebetero unos ingenieros que por ahí estaban se ofrecieron a apagar la antorcha. “Y no los dejé. No la tocó nadie después. Yo la apagué en la arena y me dijeron: ‘Te la limpiamos’. Les dije que no y que así la dejaran cochina”.  Ahora con la antorcha entre sus brazos, esta histórica mujer asegura que aquellos juegos que albergó México demostraron al mundo que nuestro país puede hacer lo que se propone. Basilio Sotelo recuerda que la Olimpiada “era muy importante para nosotros. Los compañeros que estaban apoyando al movimiento estudiantil estuvieron también apoyando y fueron edecanes, guías y quienes atendían a los extranjeros. Fue una Olimpiada sin problemas. Todo el mundo se quedó muy conforme, feliz y con ganas de regresar”. –Después de la ceremonia, ¿a dónde se dirigió? ¿Con quién habló? ¿La recibió el presidente? –No lo vimos (a Díaz Ordaz) hasta que se terminaron los Juegos Olímpicos. El día que yo me iba con mi mamá a Mexicali nos regresaron del aeropuerto porque el presidente quería convivir en un aperitivo con nosotros en el Castillo de Chapultepec.  Tarea inconclusa Sobre su infancia en el norte de México, en el llamado Valle de Puebla en Mexicali, Enriqueta Basilio dice que los primeros años de su vida los vivió entre parcelas, canales de riego y animales porque su papá era ejidatario.  “Teníamos tanta libertad porque no había carros que te obstruyeran para correr. Y yo corría mucho, sobre todo cuando a mi mamá la veía con la chancla”, comenta entre risas.  También recuerda que disfrutaba jugar softbol, con una pelota y a los quemados. En especial, dice, se divertía a lo grande con la matatena. “Mi mamá nos ganaba a todos”. Sobre su acercamiento al deporte menciona que en la primaria ejecutaba tablas gimnásticas y que posteriormente practicó basquetbol y atletismo, donde destacó en el salto de altura.   “Fui campeona juvenil cuatro años o tres. Después me gustó mucho correr vallas y fue mi principal prueba. Siempre gané en los años en los que competí en juveniles”. Agrega que en el quito año como juvenil dio la marca de primera fuerza con la cual se aproximaba hacia algo inimaginable: clasificar a los Juegos Olímpicos. Para Enriqueta Basilio, si bien el atletismo es una disciplina que siempre ha dado resultados, aún falta mucho por hacer porque los logros obtenidos son gracias a los padres de familia.   “Hay muchos atletas que han podido llegar porque los papás los impulsan, pero tenemos 50 años y todavía seguimos con nueve medallas que se han ganado en unos juegos olímpicos”. Lamenta y sube el tono de su reclamo: “¡No es posible!” Enriqueta Basilio portó nuevamente una antorcha olímpica como relevista previo a los Juegos Olímpicos de Atlanta 1996. Después de 1968 tuvieron que pasar 32 años para que una mujer volviera a encender el pebetero de la llama olímpica. El honor fue para la australiana Cathy Freeman en los juegos de Sídney 2000. En Atenas 2004, Basilio volvió a portar la antorcha como relevista.   Esta entrevista se publicó el 23 de septiembre de 2018 en la edición 2186 de la revista Proceso.

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