La demagogia a lo Trump de la ultraderecha colombiana

lunes, 27 de junio de 2016 · 13:10
BOGOTÁ (apro).- Aunque en el extranjero pudiera parecer increíble que alguien en Colombia esté en contra del acuerdo que pone fin a la guerra con las FARC y que compromete a esa guerrilla a dejar las armas y a transformase en un partido político legal, eso está ocurriendo en el país. Y, además, el rechazo de la ultraderecha al pacto que firmaron el pasado jueves en La Habana el gobierno colombiano y las FARC para silenciar en definitiva los fusiles, se está expresando con una campaña que apela al miedo de los ciudadanos y con argumentos delirantes. Según el exmandatario colombiano Álvaro Uribe, el más enconado adversario del proceso de paz junto con el procurador general Alejandro Ordoñez, el presidente Juan Manuel Santos está “aliado con las FARC para implantar en Colombia el castro-chavismo”; ha “legalizado el narcoterrorimo”; quiere acabar con las fuerzas militares, y hará un “cogobierno” en el campo con esa guerrilla. El procurador Ordoñez, quien es considerado por el grupo neonazi colombiano Tercera Fuerza como “el último hombre en pie con sentido común”, ha acusado a Santos de “someter de forma dictatorial al pueblo colombiano a la voluntad de las FARC” y ha advertido, al igual que Uribe, su estrecho aliado político, que un acuerdo final con las FARC acabará por producir más guerra. Los aliados de la paz han denunciado que la campaña de la ultraderecha contra el proceso de paz con las FARC está plagada de mentiras, demagogia y de una deliberada exacerbación del miedo y de la intolerancia. En estos rasgos, tiene muchos puntos de confluencia con la campaña que desarrolla en Estados Unidos el precandidato republicano a la presidencia Donald Trump, un demagogo que promueve el miedo a los inmigrantes mexicanos y que, en cambio, según palabras de su contrincante demócrata Hillary Clinton, tiene una “extraña fascinación” por dictadores como el norcoreano Kim Jong-un. En el caso de Trump, psiquiatras de todo el mundo han señalado que sus aspiraciones políticas son parte de una personalidad narcisista y megalómana. En Colombia, la embestida de la ultraderecha contra el proceso de paz con las FARC tiene mucho más que ver con el extremismo ideológico y con intereses políticos y económicos que con personalidades con rasgos patológicos. Si bien hay un amplio sector de colombianos que legítimamente han mantenido una actitud escéptica y de rechazo frente a las FARC por los excesos que ha cometido esa guerrilla –secuestros, asesinatos de civiles y atentados contra población desarmada--, todos los sondeos muestran que la mayoría del país quiere la paz con esa guerrilla y que está dispuesta a aprobar en las urnas el ya cercano acuerdo final. Tan es así que en la medida en que han avanzado las negociaciones de paz en La Habana –sede de los diálogos— y ha crecido el apoyo de los ciudadanos, los ataques de Uribe, Ordoñez y sus aliados políticos contra el proceso son cada vez más retóricos y desargumentados. Al fustigar el acuerdo de fin de la guerra, el jueves pasado, Uribe dijo que este equivale a la “validación del paredón de Fidel Castro, su dictadura comunista y la tiranía sanguinaria de Chávez y Nicolás Maduro”. Además, repitió 14 veces que con ese acuerdo “la palabra paz queda herida”. Un tuitero comentó que si el presidente Santos no gana el Premio Nobel de la Paz por poner fin al conflicto armado con las FARC, el expresidente Uribe podría ganar el Premio Nobel de Literatura por su inspiración poética. Pero haciendo a un lado el sarcasmo, ese es el nivel y el tono del discurso contra el proceso de paz, contra Santos y, desde luego, contra las FARC. Oposición a ultranza Hasta antes del jueves, el foco de los ataques de Uribe y el procurador general había sido el acuerdo de justicia que permitirá que los jefes de esa guerrilla que hayan cometido delitos graves paguen sentencias de hasta ocho años, pero no en cárceles, sino en comunidades rurales en las que tendrán restricción de movimiento y trabajarán en obras de beneficio social, como construcción de infraestructura. Esa fórmula, que se basa en el concepto de “justicia restaurativa”, no les gusta a los colombianos, pero la mayoría está dispuesta a aprobarla en las urnas como parte de los acuerdos para lograr la paz con la insurgencia más poderosa de América Latina. Lo mismo ocurre con el punto que permitirá a los jefes de las FARC participar en política y ser elegibles a cargos de votación popular. Pero como el cierre del conflicto con esa guerrilla está por concretarse –la paz será firmada por Santos y el comandante en jefe de las FARC, Timoleón Jiménez, Timochenko, entre agosto y septiembre, aseguran fuentes cercanas a las negociaciones-- y el país está entusiasmado, los adversarios de los acuerdos se han aferrado al libreto de la diatriba. Ya no sólo se trata de un rechazo, sino de una oposición a ultranza a la posibilidad de que Colombia logre una solución negociada a una guerra que no ha podido resolver por la vía militar a pesar del gasto monumental –mayor incluso que el presupuesto educativo– que ha empleado en ese propósito. “No es que a la ultraderecha no le gusten los acuerdos, sino que no le gusta la paz. Creen que la paz va afectar sus intereses”, dice el senador y negociador del gobierno en La Habana, Roy Barreras. A Uribe la paz con las FARC le quitaría su principal bandera política: su rechazo a los acuerdos. Al procurador, que quiere ser presidente de Colombia y que reivindica el más rancio conservadurismo confesional homofóbico y anticomunista, se le acabaría su único tema de precampaña: la maldad diabólica e izquierdista de esa guerrilla. Y para la ultraderecha de los caciques regionales, de los terratenientes y de los ganaderos latifundistas que están aliados con las bandas criminales herederas del paramilitarismo, la paz sería un pésimo negocio porque amenazaría el modelo de acumulación de la tierra que ha prevalecido en este país desde el siglo XIX. Esto, porque uno de los acuerdos incluye una reforma agraria y un plan de desarrollo rural orientado a los campesinos más pobres. Además, porque el fin de la guerra con las FARC haría irreversible el proceso de restitución de los ocho millones de hectáreas de tierra que fueron despojadas por paramilitares y terratenientes a sus legítimos propietarios entre 1995 y 2010. En la defensa de esos intereses, la ultraderecha rural, que está agazapada en los proyectos políticos de Uribe y Ordoñez, no sólo suele ser furiosa, sino violenta y despiadada. Organismos de seguridad colombianos señalan que esos intereses son los que están detrás de los asesinatos de líderes sociales, militantes de izquierda y sindicalistas, que aumentaron en 35% entre 2014 y 2015. Esa tendencia se mantiene este año, lo que está relacionado directamente con los avances del proceso de paz. Con la firma del acuerdo del fin de conflicto, que se pondrá en marcha al firmarse la paz, el gobierno colombiano tiene a sus agencias de inteligencia y a una unidad elite de la policía en alerta ante la amenaza de que los sectores de la derecha radical planifiquen actos terroristas, magnicidios o alteraciones encubiertas del inminente cese al fuego encaminados a sabotear el proceso con las FARC. Históricamente, la ultraderecha colombiana ha defendido a sangre y fuego sus intereses.

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