Las tierras sagradas, bajo acecho

domingo, 5 de febrero de 2017 · 07:22

A Isidro Baldenegro López, líder social tarahumara.

In memoriam.

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Dakota del Sur se ha convertido en un productor importante de petróleo en Estados Unidos. Con el propósito de llevar el energético a la zona industrial del estado de Illinois, la empresa Dakota Access LLC construye el oleoducto Bakken, que tiene una extensión de casi mil 800 kilómetros y colinda con la reserva de la tribu Sioux de Standing Rock, territorio situado al oeste del río Missouri y de las colinas negras, que ese pueblo considera sagradas. La construcción del ducto ha provocado múltiples protestas, ante las cuales el gobernador Jack Dalrymple convocó a la Guardia Nacional, que arrestó a más de 140 personas. El 16 de noviembre del año pasado se realizó incluso una movilización nacional contra el tendido del oleoducto, el cual rememora las épocas de confinamiento indígena de finales del siglo XIX. Las tierras sagradas de los pueblos Sioux de Standing Rock están protegidas por el tratado de Fort Larami, suscrito entre éstos y el gobierno estadunidense, lo que obliga a respetarlas. El Ejecutivo federal fue condenado por la Suprema Corte de Justicia (US v Sioux Nation of Indians. 448. US 371. 1980) al pago de una indemnización a raíz de la ocupación ilegal de las colinas negras motivada por la fiebre del oro. Hasta la fecha, sin embargo, esos recursos no han sido tocados por los pueblos Sioux, cuya pretensión es que se les restituyan sus tierras sagradas. Las posturas gubernamental y comunitaria reflejan dos lenguajes excluyentes. El pasado 24 de enero el Ejecutivo federal estadunidense suscribió una orden ejecutiva que decreta la revisión y autorización, en su caso, para concluir el oleoducto y modifica la del 4 de diciembre último, que proponía una ruta de construcción alterna (Proposed Dakota Access Pipeline Crossing at Lake Oahe). Los pueblos Sioux ya manifestaron que recurrirán la nueva medida en las cortes. Una batalla similar se libra en Canadá, específicamente en la cuenca de Athabasca, ubicada al norte de las provincias de Saskatchewan y Alberta. Ahí se halla, entre otras, la mina McArthur River, que provee el 20% de la producción mundial de un tipo de uranio reputado por su pureza. Ese territorio alberga al pueblo indígena Denésoliné (pueblo de los eriales), que forma parte en aquel país de las llamadas Primeras Naciones (First Nations). Era esperable la colisión entre dos aproximaciones radicalmente distintas. Para las compañías mineras, la apropiación de estos territorios participa del concepto de tierra de nadie (terrae nullius), que ha legitimado la colonización en Canadá y desdeña el vínculo indígena con la tierra. Aquellas empresas están prontas a descalificar cualquier concepción indígena, que consideran un obstáculo para el progreso, pero desde luego contrario a sus intereses. Para las comunidades originarias, empero, esa concepción desarrollista deriva en vínculos disfuncionales –minas abandonadas, contaminación de ríos, fusiones de reactores y desechos nucleares altamente tóxicos– que confrontan sus tradiciones. En las profecías indígenas, la remoción indebida del uranio convoca a los espíritus malignos. Esta idea corresponde a una costumbre ancestral del pueblo Denésoliné, que prohibía el contacto con la roca negra. La sacralización de la tierra Se ha sostenido con razón que gran parte de las guerras civiles ocurridas en el siglo XX tuvieron como motivación las disputas por la tierra. Una reflexión relevante en el contexto descrito consiste en interrogarse sobre la forma en que los pueblos sacralizan la tierra, divinización ésta que ha generado múltiples conflictos no sólo como los anteriormente narrados, sino similares a los que se observan en otras regiones del mundo, como en Kashmir, Sri Lanka, y desde luego, a los que están presentes en la disputa palestino-israelí. Así, el argumento central de la tierra prometida consiste en sostener que el ser humano no puede contradecir el mandato divino, en virtud de que ésta le pertenece a la divinidad, por lo que los seres humanos no pueden restituirla o alterarla. La concepción de la tierra sagrada es una construcción social que no se reduce a su simple expresión geográfica; se asocia a una narrativa que resulta inverificable, pero que también es infalsificable (Roy A. Rapport). Así, esa sacralidad se vincula a personajes ancestrales místicos en cuyo entorno gravitan mitos sobre épicas gloriosas. La tierra sagrada se erige por lo tanto como el umbral que da acceso a un reino supranatural. Una vez identificada una hierofanía, le asegura a la tierra su carácter sacro. Las religiones han demostrado su adaptabilidad a diferentes entornos y organizan sus principios jerárquicamente. Es el caso de la Shahada, el Shema o el Vandana Tisarana en el islamismo, del judaísmo y el hinduismo, respectivamente. Al margen de estos principios, que se estiman inmutables, se encuentran, entre otros aspectos, axiomas secundarios que reflejan diversas cosmologías y ritos sociales, los cuales se adecuan a su vez a los diferentes entornos. Las religiones, por lo tanto, tienen inflexiones importantes en función de los entornos socioeconómicos y las condiciones ambientales. Es por ello que los misioneros tienden a retener con presteza las fechas de las celebraciones paganas. Sin embargo, una vez que la sacralización de la tierra ha sido interiorizada, su mutabilidad es prácticamente imposible (Richard Sosis). Otra de las características de la tierra sagrada es su indivisibilidad, lo que es asimismo una construcción social. Esta peculiaridad constituye una noción abstracta que no forma parte del territorio, y menos de una conciencia colectiva. De acuerdo con el presente análisis, existe una clara diferencia entre la tierra, el espacio y los objetos sacros. Estos últimos pueden ser amuletos, reliquias, cálices, libros e instrumentos que ameritan un trato distinto al de los profanos. Los espacios sagrados son sitios en donde convergen ritos que expresan significados religiosos. Así, la Vía Dolorosa, el Monte del Templo o Explanada de las Mezquitas, así como la mezquita Al Aqsa, conviven en la tierra sagrada que es Jerusalén. Las características son fácilmente identificables: en los espacios sagrados domina la mano del ser humano. Las construcciones que al efecto se erigen resultan permanentes por su concepto y su exclusividad, lo cual impide el acceso a los profanos. En la tierra sagrada, sin embargo, es la presencia divina, sin la asistencia del ser humano, lo que trasciende. A diferencia de los espacios públicos, la tierra sagrada no puede ser destruida; en ella predomina el mito que amalgama a la comunidad con sus ancestros. Y es precisamente este último el que vehicula la sacralización de la tierra con la memoria colectiva de la comunidad y sitúa a la tierra en el centro de su cosmogonía. El mito asocia el pasado con el presente, pero también con el futuro, como es el caso de la religión judía con el advenimiento del Mesías. En el espacio sagrado domina el símbolo, que resulta icónico. Las pinturas del Kaaba o del Kotel que atavían las casas de los islámicos y de los judíos, respectivamente, conllevan el poder del símbolo y provocan en sus moradores intensas emociones. Los ritos en las sociedades y comunidades son estructurales; son los métodos primarios a través de los cuales se interioriza la sacralización de la tierra y se delimita el territorio geográfico, cuya conformación es siempre ambigua. Los ritos alcanzan una permanencia mayor que los propios mitos o incluso los símbolos. En las comunidades indígenas la ortodoxia de los primeros se observa menos riguroso que en aquellas religiones con vocación universal. El rito relativo al agua es ilustrativo porque es un común denominador en todos los credos; para el profano, sin embargo, el agua tiene el mismo aspecto, sabe igual y posee los mismos componentes, pero a través del rito se le sacraliza. Hostigamiento cultural Los conflictos territoriales que encuentran su origen en elementos intangibles son de mayor complejidad que los asociados al patrimonio cultural material. Cuanto más presencia exista de elementos intangibles, como sitios sagrados y vínculos de identidad, resulta más complejo resolver las disputas mediante la violencia institucional. Los paisajes etnocéntricos constituyen la territorialización de la memoria colectiva. Este contexto permite explicar los conflictos en el noreste de Huehuetenango, Guatemala, residencia de los pueblos mayas Qánjab, Choj y Acateco, asentados también en el sureste chiapaneco. El programa hidroeléctrico de la región mesoamericana, auspiciado por el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (Banco Mundial), forma parte del Proyecto Mesoamérica, que sustituyó al Plan Puebla-Panamá, desprestigiado y plagado de corrupción. Esta iniciativa tiene como principal objetivo bajar los costos de la energía y comprende también 22 proyectos mineros en territorio mexicano. Las controversias que han surgido respecto de ese proyecto son evidentes, pues se asienta en territorios de comunidades indígenas con profundas tradiciones. El programa tiende a perpetuar el racismo estructural de la región, originado en la época de la colonia. En el caso de Guatemala, los agravios usuales en la zona mesoamericana, como la persecución, la intimidación y la cooptación, derivaron finalmente en la masacre del río Negro, perpetrada por militares para sofocar el rechazo a la construcción de una hidroeléctrica en el río guatemalteco Chixoy. La condena de la Corte Interamericana de Derechos Humanos al Estado guatemalteco es contundente; da cuenta de los innumerables crímenes cometidos por éste: afectación de los valores religiosos y culturales de la comunidad maya; privación del derecho de los menores a vivir conforme a su cultura, su religión y a hablar su propia lengua; el quebrantamiento del derecho de las comunidades a vivir en su entorno natural y cultural. La masacre referida impidió a las comunidades mayas sepultar a sus muertos conforme a sus ritos y tradiciones (Caso Masacres de Río Negro vs Guatemala). El caso de México amerita por sí sólo un análisis particular, en el cual predomina una cultura hegemónica impuesta con la ausencia de respeto por nuestra diversidad cultural. Un precedente en este sentido es el del pueblo Huichol, que se denomina Wixárika y se asienta en la Sierra Catorce, en San Luis Potosí. A efecto de lograr una mejor protección de las tierras sagradas de los wixárika, en junio de 2007 el gobierno de San Luis Potosí estableció el Plan de manejo del área natural protegida bajo la modalidad del sitio sagrado natural de Wirikuta y la Ruta histórico cultural del pueblo huichol, en los municipios de Catorce, Villa de la Paz, Matehuala, Villa de Guadalupe, Charcas y Villa de Ramos. Wirikuta es uno de los cinco puntos cardinales que, conforme a la tradición wixárika, marcaron la formación del universo. Es ahí en donde nacieron los dioses de ese pueblo, bajo la influencia poderosa del dios Tau (el Sol), a quien consideran el pilar de la vida y cuya destrucción equivaldría al fin de la humanidad. En el recorrido de la ruta sagrada wixárika existen ciertos lugares que son denominados puertas, las cuales tienen que ser abiertas por un Mara’akame. Esto se debe a que el viaje a Wirikuta se realiza en forma física y espiritual, aunque el camino espiritual está vedado a los profanos. Para entrar a Wirikuta hay que abrir y atravesar cinco puertas; las dos últimas se encuentran en territorio potosino. La ejecución del proyecto minero Real del Catorce conforme a las concesiones otorgadas a las compañías Mineral Real de Bonanza, Minera Real del Catorce y First Majestic Resources Mexico obligó al pueblo huichol a ampararse y buscar la protección de la justicia federal (amparo 819/2011-VI y sus acumulados 1397/2012-III y 1394/2012-8) ante la pretensión de reubicar a esa comunidad, lo que es todo un despropósito. El argumento de fondo es que la explotación de las concesiones destruye al pueblo wixárica. Esta situación tiende a agravarse con la promulgación, en diciembre del año pasado, de la Ley General de Asentamientos Humanos, que no se sometió a la consulta previa, libre, culturalmente informada y de buena fe de los pueblos y comunidades indígenas, a lo que obligan la Constitución y la jurisprudencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, no obstante el reiterado énfasis en su articulado de que deben respetarse los derechos humanos. No hay duda: las tierras sagradas se contabilizan dentro de las graves omisiones de esa ley. *Doctor en derecho por la Universidad Panthéon-Assas. Este ensayo se publicó en la edición 2100 de la revista Proceso del 29 de enero de 2017.

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