Las disonancias culturales del Congreso

domingo, 21 de mayo de 2017 · 09:22
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- En el año 280 a. C., Pirro, rey de Epiro, cuyos dominios se ubicaban al noroeste de Grecia, se enfrentó a las legiones romanas en la ciudad de Heraclea, al sur de Italia. El empleo de elefantes, desconocidos por los romanos, dieron el triunfo a los griegos. Si hemos de dar crédito al historiador Dionisio de Halicarnaso, las bajas de estos últimos fueron cuantiosas: aproximadamente 13 mil de ellos cayeron ante las legiones imperiales que, comandadas por Publio Valerio Levino, perdieron a su vez más de 15 mil soldados. Si bien Pirro salió victorioso, fue de tal magnitud el costo en vidas que debió sufragar para erigirse vencedor que exclamó: “¡Otra victoria como ésta y seremos destruidos!” La batalla de Heraclea dio origen a la locución victoria pírrica. Esta expresión describe con puntualidad la nueva Ley General de Cultura y Derechos Culturales, que el 27 de abril último aprobó con inusitada prontitud el Congreso de la Unión. La misma contiene una escritura tan laxa que admite un sinnúmero de lecturas, y su generosidad da abrigo a las más contrapuestas ideologías, lo que explica el estruendo y la apología que se hizo de ella en el Legislativo. Pródiga en propósitos y buenas intenciones, magra en responsabilidades y sanciones, complace con magnificencia a la más intransigente compulsión política. El rito republicano se cumplió al solemnizar esta ley, destinada a consumar los propósitos más variados, pero cuya consecución frente a tal diseminación de objetivos, y ante la astringencia de recursos impuesta, es todo un reto para cualquier imaginación. El ciclo se clausuró y la creación de la Secretaría de Cultura federal transfiguró al Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) en una autoridad en la materia. La concepción de un Ministerio de Cultura es de origen francés y se le atribuye a André Malraux. El Congreso mexicano la replicó y reformó para ello la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal, con lo que germinó una dependencia burocrática, una más, en la plétora de agencias federales. El Congreso no reparó empero en las tensiones, tan naturales como complejas, que en la misma Francia se han suscitado entre el Ministerio de Cultura y de Comunicación y el de Educación Nacional, Enseñanza Superior e Investigación; menos aún se acompañó de una matriz que legitimara la creación de la Secretaría. En temas tan delicados como el fomento de la lectura, que ya en sí mismo constituye un grave problema nacional, la solución se prevé difícil para esa dependencia. ¿En qué forma ésta puede diseñar un programa ad hoc sin la concurrencia de su homóloga de Educación Pública? Las interrogantes se pueden multiplicar. Jamás se previeron las consecuencias de legalidad al crear la Secretaría, y los actos de este oxímoron burocrático –autoridad cultural– están sujetos a la Ley General de Transparencia y Acceso a la Información Pública, al control constitucional del Poder Judicial federal a través del juicio constitucional de amparo por sus actos de autoridad, y a las recomendaciones de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) por eventuales transgresiones en la materia concerniente a este organismo. Ninguna otra razón que no fuera la meramente burocrática se antepuso a la creación de la Secretaría; su conformación se restringió ante la falta de tiempo para su debida atención. Peor aún, el titular de la Secretaría, en tanto que ésta es una dependencia federal, responde única y exclusivamente, en lo jurídico y en lo político, al titular del Poder Ejecutivo federal. Carece, pues, de cualquier mandato democrático y, por lo tanto, sus actos tienen fatalmente una carencia total de legitimidad cultural. En lo que respecta a la travesía de la Ley General de Cultura del Senado a la Cámara de Diputados, una de las observaciones que destacan prima facie es que el dictamen correspondiente acusa rasgos disfuncionales. Queda en evidencia que la parte de exposición de motivos que sirvió para fundamentar y motivar esta legislación fue elaborada en gabinetes legislativos separados, en tanto que la parte dispositiva, que es la trascendente, proviene de los escarceos y confrontaciones que se sucedieron en la arena política. En casos muy señalados, esta última parte no encuentra ninguna correspondencia con la primera. Centralismo cultural La nueva ley reconoce la tendencia evolutiva del sistema jurídico observable en los últimos tiempos, cuya nota distintiva es una acentuada centralización. Inserta irremisiblemente en esta tendencia, la ley faculta a la Secretaría para la conducción de la política cultural nacional (artículos 4° y 19-I). Al adscribir al apparatchik cultural federal su dirección, afinca el centralismo cultural. Es un modelo que se origina en la cúspide y se impone a la base, que se implanta desde el centro a la periferia y que tendrá sin duda efectos deletéreos, mayores de los que ya padecemos. El modelo impuesto refleja en forma evidente un sistema político monocultural y homogéneo cuya nota distintiva es su configuración vertical dominante, en contraposición a lo que dispone la misma ley, la cual pondera las manifestaciones y expresiones culturales que florecen en forma rizomática. Este modelo centralista se caracteriza por una pronunciada jerarquización, y su efecto indeseable es la petrificación de nuestra diversidad cultural, y con ello, la inhibición de su desarrollo. El Congreso optó por contener, así fuera de manera artificial, la dispersión del poder cultural, centralizándolo, en oposición a todo principio de democracia cultural. A las estructuras nacionales las somete en forma indebida a una subordinación cultural emanada directamente del poder del Ejecutivo federal. Los estados y los municipios, así como las alcaldías de la Ciudad de Mexico, deberán tener muy presente que los convenios de coordinación deberán ser suscritos precisamente con la Secretaría como la terminal activa contractual (artículos 19 y 23). Con estos convenios, a los municipios y a las alcaldías de la Ciudad de México, como sujetos pasivos contractuales, se les reduce a meros coadyuvantes de la observancia de aquéllos (ar­tículo 20). Cualquier convenio sinalagmático queda por lo tanto excluido. Se puede augurar que la multiplicación de este tipo de acuerdos cree una madeja sin cuenda de difícil evaluación y altamente propicia para el obsequio, con cargo al erario, de prebendas políticas. Lo que resta es que al menos se pudiera esperar la desconcentración de servicios y la descentralización de competencias hacia las entidades federativas, los municipios y las alcaldías de la Ciudad de México. El Ejecutivo federal debiera ahora generar una eclosión de la política cultural y una redimensión del poder cultural. Carente de legitimidad en la materia, la Secretaría está ahora obligada a procurar el consenso social que evite un cuestionamiento natural por su falta misma de vocación democrática. Hasta ahora, el modelo cultural centralista ha consistido en una acumulación de obras y de conocimientos implantados por la fuerza de una cultura dominante a las comunidades y grupos culturales, cuando éstos rebosan de una gran riqueza en expresiones y patrimonio. La legitimidad en cuanto al diseño de políticas públicas en la materia que nos ocupa no proviene solamente del sufragio, sino de la participación de los diversos actores sociales involucrados en la acción pública. Es precisamente este mecanismo el que legitima la mencionada acción de los agentes gubernamentales en el ámbito de la cultura. Conforme a este modelo, al poder cultural centralista le asiste en los hechos la fuerza para difundir una oferta estandarizada y culturizar coactivamente a los grupos y comunidades. El proceso empero debería haber sido el inverso: ir al encuentro de sus aspiraciones y sus necesidades. La cultura es parte de la vida cotidiana, cuyos únicos protagonistas son esos grupos y comunidades culturales. Este otro modelo implica un desarrollo cultural endógeno que encuentra su origen en aquellos conglomerados, lo que requiere de un trabajo social alejado de las oficinas burocráticas y exige técnicas de formación culturales tan extensas como sea posible. Sólo este método, y sólo él, puede dar un sentimiento de pertenencia cuyo bálsamo sea la cultura. El paradigma de la democracia cultural, que tanto exaspera a los mandarines culturales, demanda una participación activa en función de las elecciones de las comunidades y grupos culturales como única vía para mejorar su calidad de vida. Del discurso político se debiera esperar una narrativa de ideas, valores y normas de política pública que desarrollen la función cognoscitiva y normativa del gobierno con el fin de hacerla comprensible y de cumplimiento obligatorio para los agentes gubernamentales y que posibilite el escrutinio público. Astringencia presupuestal La lectura de los artículos 24-I y 5° transitorio es inequívoca: se somete a la Secretaría a una astringencia presupuestal severa y los objetivos de la ley quedan subordinados a la Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria. Hubo una aceptación obsequiosa y sumisa de estos textos, lo que resulta sorprendente; más lo es si se atiende al dictamen del Senado de la República: en el año fiscal 2014, el sector cultura representó el 2.8% del PIB, con un valor estimado de 450 mil 683 millones de pesos, que generó más de 1 millón de empleos; de ese porcentaje, el 2.1% corresponde a bienes y servicios del mercado y 0.7% a las actividades de la economía informal, como es la producción cultural doméstica. Sujeta ahora a restricciones presupuestales inflexibles, en lo sucesivo el apparatchik cultural necesariamente tendrá que acompañar sus proyectos de indicadores que permitan apreciar si sus programas han contribuido, y en qué medida, a los objetivos previstos en la ley y que satisfagan desde ahora las expectativas de la dirección de la política cultural nacional bajo la exclusiva responsabilidad de la Secretaría. La evaluación de esta política nacional, si hay que darle crédito a la nueva ley, no puede reducirse a la constatación de la ejecución o a la realización de uno o varios eventos, sino a la estimación de su rentabilidad social. Debe permanecer claro en nuestro ánimo que existe una diferencia específica nítida entre las realizaciones culturales y sus resultados sociales. Así, un fracaso estrepitoso lo fue el programa Cultura en Armonía para Michoacán, del antiguo Conaculta, cuya evaluación social se ha remitido a las candelas griegas. Desde sus inicios, ese boceto careció de uno de los principios básicos de toda política pública: la coherencia entre los objetivos del programa, su metodología para cumplirlo y los instrumentos a emplear para su consecución. En su confección era imposible determinar los marcos de cumplimiento y las acciones específicas a las que debía ceñirse la burocracia cultural, así como proveerlas de los elementos correspondientes de análisis. Para mencionar lo obvio, la acción pública cultural debe organizarse dentro de un marco que potencie el universo cognoscitivo de los agentes gubernamentales. En estas páginas se ha repetido incansablemente que el diseño de estas matrices de política pública cultural comporta un proceso cognoscitivo, y a la vez prescriptivo, para sus destinatarios, que obligue a su cumplimiento y posibilite evaluar la eficacia de su ejecución. La dirección de la política nacional cultural obliga ahora a la Secretaría a regirse por disposiciones que le den sentido al programa político y determinen la forma de realización del mismo y la manera en que habrán de evaluarse sus objetivos. A su vez, la astricción presupuestal obliga a la Secretaría a justificar los costos asociados a los objetivos específicos preestablecidos, evidenciar resultados concretos y determinar de manera precisa los indicadores que justifiquen las elecciones realizadas. Los costos tendrán que sujetarse a una contabilidad que permita apostillarlos y analizarlos bajo la supervisión de la Auditoría Superior de la Federación. Con motivo de la promulgación de la Ley General de Cultura, la eficacia en cuanto al gasto de los recursos presupuestales se encuentra ahora en el centro del debate. Así, la dirección de la política cultural nacional exige una pronta respuesta de la Secretaría. En lo sucesivo los programas culturales deberán ser elaborados en forma veraz. Pero, además de la veracidad administrativa, que es el centro de gravedad de los círculos de calidad, la ley obliga ahora a la Secretaría a la veracidad cultural. No obstante ello, se puede agregar que el cumplimiento de los objetivos de la ley se prevé desde ahora complejo, toda vez que a la carencia de indicadores culturales se añade la resistencia oficinesca del apparatchik cultural a ser evaluado. ¿Cómo justipreciar por lo tanto el acatamiento de los propósitos de la ley? La astricción de los recursos presupuestales impone la necesidad de un cambio en la perspectiva cuantitativa y el trazo de una nueva política administrativa. Los riesgos Contrario a los tiempos que estamos viviendo, el Congreso optó por la yuxtaposición de un modelo vertical impuesto a realidades culturales heterogéneas y diversas cuya única racionalidad es la del control del poder. Ahora serán los mandarines culturales federales los que señalarán el rumbo y el devenir de la cultura mexicana. Los enunciados de la ley empero son preocupantes. Con base en ésta, la Secretaría tendrá la conducción de la política cultural nacional y la misión de propulsar la suscripción de los convenios de coordinación en la materia. Al disponerlo así, el Congreso debilitó la interlocución cultural entre las entidades federativas y los municipios y las alcaldías de la Ciudad de México, y legitimó la intromisión de la Secretaría en la soberanía cultural de los estados. Si se atiende al actual statu quo, éste se sustenta en un orden social cultural que dista mucho de ser la expresión de una política legítima, cuando justamente el espacio público necesita constituirse en un lugar de expresiones sociales con nuevos vínculos entre las comunidades, los grupos culturales y la acción pública. La ley tiene un alto grado de incertidumbre en su puntual observancia. En este ensayo se ha dado cuenta de algunas variables que hacen su ejecución impredecible. Sin embargo, el gran riesgo de esta ley radica en que las políticas en la materia, muchas de ellas articuladas en beneficio de la cultura de élite, generen una mayor estratificación social. *Doctor en derecho por la Universidad Panthéon-Assas Este ensayo se publicó en la edición 2115 de la revista Proceso del 14 de mayo de 2017.

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