La diáspora de los tesoros precolombinos (Primera de dos partes)

sábado, 11 de mayo de 2019 · 09:48
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- En 1588 Fernando I de Medici comisionó al florentino manierista Ludovico Buti para que pintara alegorías de nobles indígenas rodeados de pájaros tropicales exóticos. Uno de los frescos, que quedaron trazados en el plafón de la sala de armería del fastuoso palacio de los Uffizi, en Florencia, ilustra la Conquista de México y batallas entre paganos y cristianos. Ese salón estaba destinado a hospedar, entre otros, objetos provenientes del Nuevo Mundo. El propósito de los frescos con motivos precolombinos era proveer de un escenario a la colección, que se inició con el reinado del propio Francisco I, gran duque de Toscana, quien la integró en 1570. Los coleccionistas italianos se vieron favorecidos por los cánones estéticos de los conquistadores, propios del medioevo y conforme a los cuales se despreciaba cualquier pieza que careciera de valor crematístico en Europa. La mentalidad española estaba gobernada por estas categorías, impregnadas de cosmogonía religiosa, tal como la revelación divina y el indefectible discurso sobre el origen de la humanidad. El paganismo fue el concepto que prevaleció en la clasificación de las culturas precolombinas, y cualquiera de éstas era relevante sólo como prueba de su existencia. El influjo del medioevo Cualquier análisis que pretenda explicar satisfactoriamente la travesía de las piezas mexicanas antiguas debe abordar inicialmente las especulaciones y actitudes propias del medioevo, que incidieron de manera importante en el coleccionismo europeo de los siglos XVI, XVII y XVIII. En los acervos iniciales se distinguen las reliquias atribuidas a mártires y apóstoles, las cuales adquirían esa condición por considerarse que estuvieron en contacto con ellos. Creencias como éstas motivaban peregrinaciones que, a su vez, dejaban importantes derramas económicas. Desde luego, esta última consideración bastaba para propagar los milagros y las revelaciones. En la Edad Media y en el Renacimiento, por lo tanto, las reliquias eran valuadas por sus cualidades maravillosas o milagrosas, que condensaban su reputación mágica; motivo adicional para adornarlas con metales preciosos y sofisticadas artesanías. Desde el Concilio de Arras de 1025 se decidió que los iletrados, impedidos para leer las Sagradas Escrituras, tuvieran acceso a la divinidad mediante la contemplación de las pinturas. Esta premisa resultó válida para la comprensión de las colecciones, en donde el orden no era lo relevante. Para los coleccionistas lo trascendente eran las curiosités, consideradas así por sus características u origen excepcionales, como el caso de las reliquias. Otros criterios estéticos en el medioevo que pudieran haber influido en la acumulación de las colecciones o en la clasificación de los objetos resultaban vacuos. Fue hasta la época renacentista cuando los coleccionistas empezaron a definir sus objetivos y a legitimar sus actividades, pero empleando aún los criterios intelectuales de la época anterior. Inicialmente, en el Renacimiento se aceptó el significado de las colecciones conforme al pensamiento medieval; posteriormente el razonamiento teológico fue sustituido por el secular. Fue precisamente en esa época cuando aparecieron obras novedosas en el mercado del arte, muchas de ellas provenientes del mundo precolombino. Además de atraer la atención de los coleccionistas europeos por su exotismo, suscitaron nuevas interrogantes en torno a los criterios sobre la formación de las colecciones; una de ellas consistía en inquirir si esas obras eran realmente coleccionables. Las colecciones italianas Las pocas piezas originarias de México que pudieron realizar la travesía a Europa lo hicieron a través de rutas clandestinas cuyo puerto de entrada era predominantemente Italia. Es significativo que los bienes culturales mexicanos figurasen en los catálogos e inventarios de las colecciones más reputadas de la época en esa nación, como las de Ulisse Aldrovandi (1527-1605), Antonio Giganti (1532-1598), el marqués Ferdinando Cospi (1606-1686), Stefano Borgia (1731-1804) y, desde luego, de los Medici. Borgia tuvo un papel especialmente destacado en la tarea de integración de las colecciones precolombinas en Italia, pues durante sus cargos como secretario, primero, y después como prefecto de la Sagrada Congregación para la Propagación de la Fe, mantuvo contacto con todos los misioneros del Nuevo Mundo, lo que le permitió formar y enriquecer su colección privada de objetos prehispánicos (Anthony Alan Shelton). Giganti por su parte fungió como secretario del arzobispo y humanista Ludovico Becadelli (1501-1572), cuya colección heredó; posteriormente lo fue del cardenal Gabriele Paleotti, obispo de Bolonia. Giganti fue uno de los primeros coleccionistas en organizar sus acervos en forma armónica; entre las piezas de las que disponía estaban dos penachos, una pintura y una mitra de arte plumario tarasca, así como partes de un códice mexicano. Aldrovandi tenía una formación diferente. Académico de la Universidad de Bolonia, empleaba su colección con fines didácticos. Su ánimo estaba muy lejos de darle armonía o simetría a su acervo, que se orientó a enriquecer el estudio de la medicina y su desarrollo. Como médico estaba más interesado en investigar nuevas opciones terapéuticas y su posible aplicación en Europa, como eran las plantas mesoamericanas. La orientación dada por Aldrovandi a su acervo representa uno de los primeros intentos por darles a las colecciones una utilidad científica y por desplazar al enciclopedismo medieval, especialmente en el siglo XVII. En 1603 donó al Senado boloñés su colección, en la que destaca el catálogo Musaeum metallicum, compuesto por alegorías mexicanas. Cospi no hizo menos; obsequió su acervo a la Universidad de Bolonia en 1667 y solicitó su catalogación a Lorenzo Legati, en la época profesor de griego de esa institución. Esta colección se sumó a la de Aldrovandi; ambas fueron preservadas en el Palazzo Pubblico de Bolonia hasta 1747, cuando fueron trasladadas al Palazzo Poggi. Es revelador que en el catálogo elaborado por Legati se encasillara a las deidades precolombinas, junto con las egipcias, bajo el rubro de idolatría. Entre los objetos donados se encontraba el Códice Cospi (Codex Bologna), que se distingue por la exquisitez de sus caracteres pictográficos. Una de las colecciones más destacadas en su época fue la de Lorenzo Pignoria, que se concentra en Le vere e nove imagini de gli dei delli antichi, el célebre apéndice de Vincenzo Cartari, publicado en 1615, donde desarrolla un estudio comparativo entre las mitologías japonesa, china y mexicana. En este trabajo Cartari subsumió en un solo rubro culturas tan disímbolas como la azteca, la tolteca, la mixteca y la maya, con lo que trató de ilustrar las diferentes mutaciones del paganismo. Las colecciones mexicanas se enriquecieron con jardines botánicos; Fernando I de Medici reorganizó el de Pisa y edificó un museo de historia natural que muy rápido se convirtió en centro de investigación científica. En armonía con esta tradición, Cosme I de Medici fundó la Accademia del Cimento, en donde se llegaron a cultivar plantas mexicanas y se fomentaba su empleo para fines medicinales. El arte plumario Las creaciones realizadas a base de plumas se situaron entre las que más embelesaron a los europeos, aun cuando es evidente que los cánones estéticos medievales de los conquistadores obligaban a los indígenas a reproducir motivos religiosos católicos en ese arte. Se tienen registros de que en 1539 Cosme de Medici, fundador de esta dinastía florentina, poseía una colección importante de arte plumario, mientras que su hijo Fernando tenía dos pinturas plumarias que regaló a Bianca Capello Sforza, segunda esposa de Francisco I de Medici. Cuando Fernando de Medici sucedió a Francisco I, le fueron obsequiadas dos mitras obispales ataviadas con arte plumario; muchas de ellas se extraviaron y algunas se conservan aún en el Museo degli Argenti en Florencia; una pieza fue enviada por Felipe II al palacio El Escorial; otra pertenece a los tesoros de la Catedral de Milán y, conforme a lo que llegaría a convertirse en tradición, fue obsequiada a Pío IV por indígenas mexicanos de reciente conversión. Otra de las mitras se encontraba en el Castillo de Ambrás, al sur de Innsbruck, propiedad de los Habsburgo y que migró posteriormente a Viena. Unas más, cuya proveniencia se desconoce, se localiza en el Museo de los Tejidos y de Arte Decorativo de Lyon en Francia, otra en la Catedral de Toledo. Una última, integrada inicialmente a la colección privada Hohentwiel en Alemania, pertenece ahora a la Sociedad Hispana de Estados Unidos en Nueva York. Sobre las pinturas plumarias de las que se tiene registro, algunas representaban a San Jerónimo, a San Ambrosio, a San Agustín y a San Gregorio y se conservan en la Santa Casa de Loreto, situada dentro de la Basílica de Ancona, en las Marcas, Italia. Fueron un regalo que el obispo Pietro Lanfranconi (1596-1674) hizo en 1668 a este santuario. La riqueza de la colección de los Medici no deja de sorprender. En ella se alojaba el Codex Vindobonensis Mexicanus I, escrito en mixteco y que consigna un calendario ritual y genealógico del siglo XIV, así como el Códex Magliabecchiano, también del siglo XVI y de origen azteca, el cual fue pintado al inicio de la colonización española. Perteneciente al grupo de códices Magliabecchiano, éste es eminentemente religioso y muestra un glosario de elementos cosmológicos. Con la decadencia de la dinastía Medici se inició una de las grandes diásporas de bienes culturales prehispánicos en Europa. En la actualidad resulta sumamente complejo trazar la ruta que siguió ese material, que ahora figura en las colecciones de museos como el Nacional de Prehistoria y Etnografía Luigi Pigorini de Roma, el Etnológico de Berlín y el Nacional de Copenhague. De especial relevancia también es el manto de arte plumario albergado en los Museos Reales de las Bellas Artes de Bruselas, que fue inicialmente atribuido a Moctezuma. La pieza ilustra cómo los atributos culturales de los objetos fueron totalmente ignorados y provistos de una narrativa que subsumía las diferencias en categorías generales, como la del paganismo. Epílogo En su Historia general de las cosas de Nueva España, Fray Bernardino de Sahagún da cuenta de obsequios hechos por Moctezuma a Cortés que hicieron el trayecto a la Metrópoli. Este dato resulta empero insuficiente para identificarlos en forma indubitable. A diferencia de esta narrativa, las colecciones italianas de la época y sus archivos proveen de indicaciones invaluables que procuran dar una mejor perspectiva en cuanto a la formación inicial de acervos precolombinos en Europa y de su interpretación en esa época. *Doctor en derecho por la Universidad Panthéon-Assas. Este ensayo se publicó el 5 de mayo de 2019 en la edición 2218 de la revista Proceso

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