El frac de Ícaro

viernes, 17 de julio de 2009 · 14:40

     Como ejercicio de imaginación es posible recrear una historia de la que podría derivarse una espléndida novela. El esfuerzo bien lo vale y sus implicaciones también. Pese a que el personaje central pudiera atribuirse a la pluma de Dostoyevski, es pertinente aclarar que en este 2009 habrían de conmemorarse las cuatro décadas de su deceso y que, ni esta conmemoración ni las subsiguientes, tendrán lugar jamás...

      En una casa de la colonia Roma en la ciudad de México un grupo de personas se reúne para escuchar música y degustar las viandas que preparó la mujer del tenor aficionado que ofrece la fiesta. Todos se divierten excepto una pareja y su hija Olga, a quienes se les percibe como sobrevivientes de una colosal tragedia íntima. Desentona su semblante y más aún la escualidez de sus ropas. Lamparones de grasa trasparentan los esmirriados vestidos que portan Olguita y su madre. El traje del señor está luido y ni siquiera lleva corbata. Un halo de miseria y sordidez los pone en relieve. De pronto se anuncia que este hombre, ajado de muerte por sus excesos, interpretará en el violín una joya de su repertorio. La pregonada ejecución debe ser el manjar principal de la noche, mas la dificultad con la que el sujeto se mantiene en pie presagia mala música. Cuando el barullo de la concurrencia amaina, el violinista afina su instrumento pero su mano derecha se crispa dejando caer el arco. La comensal que se agacha a recogerlo hace una mueca de disgusto al notar el aliento alcohólico que envuelve la palabra de agradecimiento. Emergen cuchicheos. Una inclinación de cabeza sirve de señal para que el pianista digite los acordes iniciales de una sonata tocada hasta la saciedad.[1] El lirismo de las frases del violín se desvanece desde el primer compás. Del instrumento salen chirridos; en sucesión infame las notas se apelmazan. Lo que resta del vibrato es un rescoldo caricaturesco. Del supuesto virtuosismo quedan cenizas que nunca más levantarán el vuelo. El martirio auditivo cesa a mitad de la sonata y el perplejo auditorio no sabe si apiadarse o recurrir al sarcasmo. Cuesta trabajo creer que el rascatripas hubiera cautivado a los públicos más exigentes y que por sus manos hubieran desfilado fortunas. Nadie podría pensar que ese ser abyecto hubiera compuesto obras de suma belleza. En lugar de aplausos surge un tronido de copas que son empinadas para brindar por la salud del maestro a quien ya no le palpitan las venas por el oprobio. Peores ridículos hizo a lo largo de su vida mientras indecibles vergüenzas le carcomían la dignidad. No es fortuito que se haya transformado en un fantasma de sí mismo; fueron muchos años de sortear los abismos de sus compulsiones. El alcohol no es el único germen de su devastación; a su otro vicio nunca lo consideró dañino. Cuando guarda su violín, un melómano se le acerca para esbozar un elogio pero el músico ya no escucha nada, un torbellino de recuerdos lo aísla del flagelo… Aparece entonces un niño de ocho años vestido con moño y pantalones cortos que debuta con un concierto de Bach[2] en un teatro de su nativa Ucrania. La interpretación es tan sorprendente que abre las arcas del futuro. Según la leyenda que circula tras bambalinas, sus dos hermanos mayores, ambos violinistas, habían perecido por neumonía después de tocar en una boda en las montañas del Cáucaso a la que habían acudido desabrigados, y esa pérdida determinó a la madre a cargar de expectativas al crío restante. Transformado en hijo único tenía que convertirse, al precio que fuera, en un violinista excelso. En vez de ir a la escuela había encierros prolongados frente al atril, los juegos se suplían por sartas interminables de escalas. Ya se desquitaría con creces de esas pequeñas privaciones. Después del exitoso debut se programa una tournée por las principales ciudades de Rusia. Los críticos publican que el niño es uno de los talentos más formidables de que se tenga noticia. Con apenas diez años debe trasponer fronteras. Después de tocar en Viena, el emperador Francisco José se despoja de su anillo de rubíes para sufragar el viaje del infante y su madre al lugar donde se ensamblan las estrellas. Avecindados en Washington D. C. la señora no tiene empacho en pararse día tras día en la Casa Blanca hasta que se le conceda audiencia. La primera dama escucha tocar al prodigio y se encarga personalmente de que se le beque para estudiar en la mejor escuela del planeta.[3] Finalizados los estudios gana el prestigioso Loeb Price y está listo, ahora sí, para hacer su ingreso en el Carnegie Hall de Nueva York, templo iniciático en donde se dictan las leyes que rigen al concertismo del naciente siglo XX.  Los destellos de sus zapatos de charol matizan el brillo de sus acrobacias instrumentales; su dominio del violín es absoluto.  El teatro se viene abajo por la ovación e ingresa al camerino un estupefacto admirador que le obsequia un maravilloso Stradivarius.[4] Meses después desposa a la hija del millonario que fundara el emporio Sharp & Dohme. Sus méritos artísticos le granjean los nombramientos como director titular de las Sinfónicas de Pittsburgh y Minneapolis de donde recibe jugosos salarios. A los 19 años puede darse el lujo de divisar el horizonte desde las alturas. ¿Podía querer algo más? Sí, naturalmente, su existencia está trunca sin el vértigo del azar. Comienza pues su carrera paralela en los casinos. En poco tiempo ya no hay cifras que alcancen; para solventar las apuestas desliza los primeros cheques sin fondos. Sobreviene el divorcio por instancias del suegro. A punto de la encarcelación por fraude decide huir al país vecino en donde es inicialmente bienvenido. Una vez en México se dedica a componer bandas sonoras para cine y rehace su vida con una abnegada mujer mexicana. De esta nueva unión nace una niña cuyo nombre será habitual en marquesinas. Los emolumentos percibidos por sus conciertos tampoco bastan para saciar la pasión por el juego. Empedernido vuelve a las andanzas. Una larga condena en las Islas Marías es el resultado de sus postreros cheques sin fondos. Durante la reclusión escribe su testamento musical que se titula La isla de los muertos. El exconvicto se llamaba Elías Breeskin. Para su modesto entierro se le vistió con un frac polvoriento cuyas colas se fueron deshilvanando por un sol inclemente.


[1] Se sugiere la audición de la sonata en La Mayor para piano y violín de Cesar Franck (1822-1890). Obra que, efectivamente, fue mancillada en esa noche de abril de 1967.
[2] Se recomienda la escucha del concierto en Mi Mayor BWV 1042 de Johann Sebastian Bach (1685-1750). Fue la obra elegida para el debut del  niño prodigio en el año 1904.
[3] Se trata del  Institute of Musical Arts que después se transformaría en la Julliard School.
[4] Se habla del Stradivarius Rougemont de 1703, asegurado actualmente en 7 millones de dólares. Dicho instrumento fue restituido por el violinista durante el crack financiero de 1929 al donante para que éste pudiera saldar sus deudas.

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