Tres centurias de melodrama

sábado, 3 de diciembre de 2011 · 18:58
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Reza la historia que en 1711 el Palacio Nacional, entonces Palacio Virreinal de la Nueva España, sirvió de escenario para el montaje de una ópera; la primera, se dice, que fue compuesta por un natural del continente americano, sin embargo, como todo lo que ha acontecido dentro del recinto máximo del gobierno, sus circunstancias son oscuras y abren boquetes que desbordan suspicacias. Que el poder supremo tratara de orear sus miserias a través del canto suena, por sí mismo, como argumento operístico, pero lo es más el hecho de constatar la circularidad calendárica. Hoy como antaño, los que no alcanzamos boleto para la función seguimos perpetuando la mudez de nuestra rabia y continuamos a la espera de que se nos haga participes de los festines que se orquestan a nuestra espalda. Estamos hasta el gollete de que la ficción siga triunfando sobre nuestra cruenta realidad. Tomemos asiento en una butaca que no nos corresponde aunque la hayamos costeado con sangre. Así opera la ópera. Hace espectáculo de la simulación y apela a las pasiones para contrarrestar su falsedad intrínseca; como las malas políticas que ejercen nuestros descerrajados mandatarios. En el caso de aquella que se escenifica en la sede de la gobernatura –y no es la única- podemos acertar que va más allá de hacer teatro dentro del teatro: convierte al melodrama en otro asunto de Estado. Leamos primero la poca información disponible. El drama musical en cuestión se intitula Partenope, y es un producto subrogado de una divorciada autoria. El creador del libreto, un tal Stampiglia, mejor conocido en su patria como Palemone Licurio, ignora que sus versos hayan caído en manos de un advenedizo que no le pidió autorización para musicalizarlos. Licurio lo escribió en 1699 por encargo del virrey de Nápoles para encomiar la vapuleada feminidad de su esposa, valiéndose de la mítica fundadora de la urbe del mar Tirreno. La previsible trama versa sobre los enredos amorosos que suscita la protagonista, quien quedó retratada, por orden del virrey, conforme a los atributos que su abnegada mujer, María de las Nieves,[1] no posee en la medida que él hubiera deseado, es decir, le falta cognición, bondad y prudencia. El hacedor de la música abusiva, un compositor diestro de dudosa nervadura moral, se llama Manuel de Sumaya y, al parecer, es oriundo de la capital novohispana. Sobre los méritos melódicos de la obra no podemos decir nada porque la partitura se vuelve perdidiza y nadie será capaz de recordarla, menos aún de ponerla a buen recaudo. Lo que sí sabemos es que además de Sumaya hubo otros compositores que se sirvieron de los versos de Licurio para su propia música. La lista es larga, mas citando a algunos podemos restarle peso a los malos manejos de nuestro compatriota: Luigi Mancia, quien trabajó conjuntamente con el libretista para el estreno napolitano, después vinieron Leonardo Vinci,[2] Händel,[3] Alessandro Scarlatti y Vivaldi.[4] La puesta en escena trae un retraso de cinco meses con respecto a la fecha exacta en la que tenía que haberse estrenado. Estamos en mayo y debió estar lista para el 19 de diciembre del año pasado, día del cumpleaños del animoso Felipe V, a quien se pretendía homenajear. Complicaciones de toda laya han concurrido a la demora, destacando los trabajos de reconstrucción de Palacio después del saqueo e incendio que sufrió en 1692 por culpa de una turba de “indignados”, amén de la animadversión de la que goza Sumaya entre sus colegas.[5] Visiblemente airado, el virrey Alencastre[6] duda sobre el éxito de este trajín. La idea de mandar componer esta ópera no es suya sino de su esposa, quien la escuchó en Nápoles –con la música de Mancia- y pensó que a ella también debería rendírsele tributo como una mujer ejemplar que tolera las intemperancias y deslices de su consorte, quien ha venido a Las Indias por orden del Rey para recaudar con premura y sin miramientos una cantidad importante de oro y plata que rellene las arcas de Madrid que están exhaustas porla Guerra de Sucesión, eso sin contar los dispendios habituales en los que incurrela Corte española. Echemos un vistazo al elenco de cantantes y al distinguido público. Salvo un tenor, al resto de los personajes masculinos lo encarnan tres castrados que el Arzobispo ha puesto a disposición, distrayéndolos de sus oficios religiosos. Adobados con sus mejores ropajes y sus pelucas recién peinadas, ministros, clérigos e invitados especiales se regodean en saber que también ellos disfrutan de los mismos placeres que se organizan en la MadrePatria, particularmente ahora, cuando el Rey Borbón, no obstante sus ataques de locura y melancolía, quiere proyectarse como mecenas de las artes, en concordancia con lo hecho por Luis XIV, su inigualable abuelo. Todo este numerito que podemos situar dentro del género de la Opera seria tiene más de comicidad que de heroísmo. De cualquier manera, a ninguno de los presentes le importa la música. Sirve nada más de marco sonoro para el coqueteo, las intrigas, las partidas de naipes y el cotilleo desenfrenado de los hombres –peninsulares en su mayoría- que rigen el destino de la colonia ultramarina. En nada desentona con el muladar que reina en otras áreas de palacio en las que encontramos una vinatería,  una fonda, un salón para juegos de azar, una pulquería, además de las habitaciones de los comerciantes, quienes disponen de bodegas dentro del mismo inmueble para amontonar sus mercancías. Olor a fruta podrida y riñas de perros por los mendrugos que pululan por doquier completan la descripción del ambiente palaciego. Como ya dijimos, no sobrevive ninguna fuente que nos aporte otros particulares de la velada artística. Subsiste, nada más, una copia del libreto empleado por Sumaya en una edición bífida de italiano y español. Obviamente, la ópera hubo de cantarse en la lengua de Dante pues, en ese sentido no podía haber todavía un acatamiento contrario. El melodrama que nace en Florencia a finales del siglo XVI como vehículo para colmar el tedio de los poderosos vuélvese, ya en Venecia a partir de 1637, en un espectáculo comercial idóneo para adocenar al vulgo en cuanto a las bondades de ser regido por personajes magnánimos –a veces siniestros- como los que representa la ópera. Imposible aún su contravención lingüística dentro de nuestras fronteras. Tampoco podemos dejar de mencionar los decretos papales que hacen del melodrama un instrumento de proselitismo católico en el que se proscribe, por orden divina, cualquier participación mujeril. De ahí el surgimiento del “pecado noble” de castrar niños para sustituir sus indeseables voces. (PROCESO 1736) Debemos anotar otro dato significativo. A pesar de la falta de consenso sobre su índole genérica, en agosto de 1708, esta vez bajo el patrocinio del virrey Fernández de la Cueva, se monta otro “drama” de Sumaya, de nueva cuenta en el Palacio Virreinal. Los musicólogos están atorados en sus indagatorias, limitándose a publicar que se titula El Rodrigo y que se lleva a escena para celebrar el primer cumpleaños del príncipe Luis I de España, primogénito del Rey demente. La posibilidad de que se trate de un drama musical es plausible, de otra manera no se habría contratado a Sumaya. De esta guisa, hablamos de otra apropiación hecha por nuestro paisano de un libreto escrito en 1700 por Francesco Silvani que es puesto en música por Marc Antonio Ziani para un teatro veneciano y por Händel, en 1707,[7] para un montaje florentino. La relación de su argumento lo hace aún más intemporal. Rodrigo, caudillo de los visigodos en la antigua Bética, hoy Andalucía, accede al poder de forma espuria, apoyándose en una campaña del miedo a la que se suscriben los nobles. Una vez entronizado, el cuestionable gobernante encuentra dificultades para mantener a raya sus inclinaciones, tanto por la bebida como por la lujuria. Su vida marital es un desastre, siendo su legítima consorte un adorno incómodo frente a las obligaciones del puesto. Al cabo de muchas torpezas en su guerra contra los malvados que amenazan con invadirlo todo, cae muerto en la última batalla. A partir de su deceso comienza la dominación de los “malos”. (Léanse musulmanes) Cualquier parecido con la realidad es mero artificio melodramático…


[1] Su nombre completo fue María de las Nieves Téllez Girón y Sandoval, Duquesa de Medinaceli, siendo la dedicataria del libreto con su música original. Estuvo maridada con Luis Francisco dela Cerda y Aragón, quien fungió como virrey de Nápoles entre 1695 y 1702.
[2] De no confundir con el “verdadero” nacido precisamente en el poblado de Vinci enla Toscana. El operista nació en 1690 en un pueblo de Calabria y fue envenenado en Nápoles en 1730.
[3] Se sugiere la audición del aria L´amore ed il Destin que la prima donna Partenope entona en el primer acto de la ópera haendeliana, con el número de catálogo HWV 27. Pulse el audio 1 (Rose Mary Joshua, soprano. Early Opera Company, Christian Curnyn , director. CHANDOS RECORDS Ltd. 2005)
[4] Estos dos últimos pusieron en música el mismo libreto de Stampiglia, pero bajo el nombre de Rosmira Fedele.
[5] El encargo había recaído inicialmente en Antonio de Salazar, maestro de Capilla de Catedral, quien defenestró a su segundo de abordo, declinando a favor de su ayudante Sumaya. Sumándose los arrumacos de éste con la deleznable casta gobernante.
[6] El 35° virrey de México se llamó Fernando de Alencastre Noroña y Silva y estuvo al cargo desde el 13 de noviembre de 1710 hasta el 16 de julio de 1716.
[7] Se sugiere la escucha del dueto Prendi l´alma e prendi il core (Toma el alma y toma el corazón) encomendado a Rodrigo y su esposa Esilena del tercer acto de la ópera Rodrigo de G. F. Händel sobre un libreto de F. Silvani.  Pulse el audio 2. (Gloria Banditelli y Sandrine Piau, voces. Il Complesso Barrocco, Alan Curtis, director. VIRGIN RECORDS, Veritas. 1999)

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