Una música perenne
A las 10 de la mañana del 26 de septiembre de 2001 el ritmo cardiaco del multifacético artista Fernando Pereznieto (Cd. de México, 1938) se detuvo en una corona, es decir, quedó suspendido en el signo musical que dilata a voluntad el flujo del tiempo. Al carecer de medida, podía tratarse del temible compás abierto que se abisma en el silencio desorbitando a la razón, sin embargo, para aquellos que lo conocían no era otra cosa que una tregua momentánea impuesta por un umbral a punto de ser atravesado. Si la partitura de su existencia concluía en amorosa plenitud, ante su envoltura corpórea se manifestarían acordes incognoscibles para que el peregrinaje de su alma se efectuara según los designios de su fantasía y las certezas de sus sueños.
Expectante y compasiva lo había aguardado la materia que había recibido vida de su mano generosa. Había concebido a lo largo de varias décadas de apasionante trabajo creativo un ejército de músicos que habrían de reunirse en su derredor para acompañarlo en su tránsito con melodías transparentes que revolotearían en el aire con la tersura del cristal. A la vera de su cuerpo exánime tremolarían los cantares que había insuflado desde su mundo interior para ser recogidos en esa hora postrera por su oído nuevamente virgen. Las pinturas inconclusas abrirían pasadizos inundados de promesas, la piel de sus esculturas se despojaría de ímpetus para trocarse en caricias sonoras inaudibles para los demás. Para muchos sería sólo eso; un silencio espeso que presagia la altivez mortuoria pero, ¿no sabían sus seres queridos que para él la inmaterialidad del porvenir podía cifrarse en oleajes armónicos? ¿No les había dicho que el presentimiento de otra dimensión podía ser una pulsión tangible de la nada?... Para una inmensa mayoría, es la visión de una luz benévola el acicate para recorrer la distancia final de una existencia que zozobra, en el caso de Pereznieto era la música aquella que acudía para ayudarlo a separar de sus miembros los grilletes que lo retenían en tierra. Y así como rezuma de poesía, el hecho no era de extrañar. Los sonidos bien ordenados habían cincelado los pilares de su sensibilidad de melómano desde que había vadeado la niñez. Nunca había aprendido a leer notas ni a pulsar instrumentos, mas eso no impidió que las delicias del arte sonoro influyeran en su ánimo infantil reclutándolo como adepto para las vidas que le quedaran por delante. Rememoraba con fervor las vacaciones que había transcurrido en casa de su tío Juan Vicente Melo en Veracruz, en las que llegó a coincidir con el insigne Pablo Casals, que abandonaba anualmente su exilio en Puerto Rico para vacacionar, él también, en el puerto jarocho. Impensable para Melo que el afamado catalán se hospedara en otro sitio que no fuera su morada. A su entera disposición ponía servidumbre y un espacio sosegado para descansar haciendo música. Fernando quedaba subyugado atrás de la puerta escuchando los deambulares sobre el diapasón del violonchelista, quien concluía su estancia ofreciendo un concierto íntimo a manera de agradecimiento. Ecos de esos recuerdos de infancia encontrarían asidero una vez concluida la carrera de arquitectura en la UNAM. La residencia Pereznieto sería diseñada como sala de concierto y en ella se programaría con tesonera regularidad la participación de músicos de comprobada maestría y de procedencias diversas. Tampoco es de sorprender que su esposa hubiera sido guitarrista y que su nombre fuera Corazón. Hacía ella fluyeron en torrente sus caudales amatorios y como fruto de esa unión aún indisoluble surgieron, amén de la procreación de dos hijos que fueron educados como príncipes, incontables obras de arte y cuantiosos mecenazgos para la promoción de la buena música en México. Merced a su apoyo se organizaron los concursos internacionales de guitarra Manuel M. Ponce en sus cuatro ediciones y los certámenes juveniles Yollotl para el mismo instrumento. Para el matrimonio Pereznieto-Otero en consonancia con lo leído en Platón y lo experimentado en el hogar, la música fue una suerte de ley moral que anima al universo, que le pone alas a la mente, vuelo a la imaginación, encanto y júbilo a la vida y a todas las cosas… Tocante a su inventiva como arquitecto, habría de decirse que Pereznieto se ciñó a la idea de crear espacios favorables a la mística y la reflexión. Sus construcciones denotaron ritmos abultados y armonías de inspiración medieval y renacentista. Incluso, su propia personalidad fue receptiva al influjo de los hombres del Renacimiento. ¿Acaso ellos habían constreñido su furor creativo en un mero subseguirse de obrajes delimitados, si colores, palabras, texturas y formas clamaban por volverse realidades paralelas unificadas en una totalidad impalpable pero verídica? ¿No era coherente utilizar la arquitectura como vehículo? Imperativa fue la consigna: Alcanzar una bonanza económica que permitiera la cristalización de proyectos personales y, una vez alcanzada, atemperarla en pos del conocimiento de sus motivaciones y de una convivencia irrestricta con su familia. Vinieron entonces los estudios de pintura en el taller de Edgardo Coghlan, de grabado en la Villa Schifanoia de Florencia y de dibujo en la sección específica de la galería florentina Degli Uffizi. Las continuas estancias en Italia evolucionaron hacia la compra de una Villa Medicea en Fiesole. Muy pronto comenzó la acumulación de distinciones y el vértigo de los viajes. Exposiciones individuales en innumerables ciudades del orbe darían testimonio de su perseverante originalidad. En la galería Teorema de su adoptiva Florencia, al culmine de una de éstas, un individuo barbado se extasió en la contemplación de sus cuadros y después de hacerlo le entregó un libro que llevaba bajo el brazo. Adosado al regalo le dijo: “Quiero que sepa usted que ha pintado lo que yo acabo de escribir.” En el lomo del libro se leía Il nome della rosa. Su autor, Umberto Eco. En 1984 obtuvo el primer premio Nazionale di Pittura en Italia, galardón rara vez otorgado a extranjeros. En 1988 fue acreedor al premio Incontri D´Arte de Roma. En 2001 la Bienal de Pintura de Florencia lo distinguió con el premio por la trayectoria artística más destacada. En México, por supuesto, el Museo de Arte Moderno y Bellas Artes lo consideraron indigno para presentarlo dentro de sus salas. Asimismo, vieron la luz veinte libros de arte publicados tanto en Italia como en México en donde plasmó su amor por la cultura patria y su dócil asimilación a lo admirado en Europa. Verosímilmente, muchos compositores se sintieron atraídos por sus pinturas, dejando constancia del impacto emocional que les causaron. Además del cubano Harold Gramatges y los estadunidenses David Grimes y Anthony Sidney, sobresale el compatriota Julio César Oliva que trasvasó en sonidos 25 de sus obras.[1] En un luminoso verano de 1993, paseando en bicicleta por la campiña Toscana Pereznieto sintió el pinchazo. El veredicto medico adelantó que el cáncer tenía metástasis en varios órganos vitales y que le restaban pocos meses de vida. La noticia recaló hondo pero no lo derrumbó, al contrario; había aprendido a morir, viviendo de la forma más intensa posible. Jamás se había permitido dejar nada importante por hacer. Apeló a su amor por la vida para ponerse metas cercanas que lo hicieran convivir con sus tumores de manera civilizada. Presenciar el nacimiento de su nieto… Los dolores arreciaron y al cobijo de Mozart divisó un alivio. Parido el niño resolvió que tenía que pintar, grabar y hacer escultura a marchas forzadas pero sin escatimarles tiempo a sus amigos. Editó tres años después su libro Mi sueño de Oaxaca. Advino posteriormente Música en Silencio y después de éste, en 2000, Varias voces para un mismo canto. Cuando estaba en prensa su testamento artístico, el libro Pensamientos, empezó a difuminarse por sus oídos una música sublime circundada de presencias. Con una sonrisa en el rostro escuchó las campanadas de las 10 de la mañana del 26 de septiembre de 2001…