Trincheras cotidianas
MÉXICO, D.F. (Proceso).- En plena segunda Guerra Mundial, la BBC de Londres lanzó al aire un programa que, con el discurrir del tiempo, se vuelve paradigmático e imprescindible. Se titula Desert Island Discs, y la premisa de su origen en 1942 fue la de interpelar a figuras públicas sobre la elección que harían, si encallaran como náufragos en una isla desierta, de 8 obras musicales que habrían de servirles para sobrellevar un exilio definitivo de la sociedad. Acorde con la idea germinal de Roy Plomley, su hacedor, en la hipotética ínsula se dispondría, valga la ilusión, de luz eléctrica y de un tocadiscos con una dotación interminable de agujas; agregándose otras diatribas como las de prepararse para el aislamiento seleccionando un libro y un artículo de lujo. Con respecto a la lectura, a los naufragantes se les garantiza que, de cajón, contarán con una Biblia y todo Shakespeare.
Ciertamente, la brillante iniciativa ha encontrado eco en muchas radioemisoras del planeta,([1]) pues conmina a quienes someten su juicio a tales decisiones, a una revisión profunda de lo que aman y de lo que, en una situación extrema, podrían prescindir. Sobra mencionar que al cabo de siete décadas de existencia, el programa ha acumulado una riqueza de información que, desde donde se le observe, da cuenta minuciosa de los movimientos sociales que transfiguran a la psiquis colectiva, o viceversa. (Hay constancia de que los archivos han recolectado 22 mil selecciones musicales emanadas de casi 2 mil entrevistados).([2]) Como es de suponer, por sus micrófonos desfilan personajes de toda laya, en su mayoría británicos, que van desde premios Nobel y políticos hasta actores y deportistas; en suma, no se excluye a priori ninguna actividad humana, basta con que sus representantes sean de clara fama.
Ahora bien, si nos adentramos en el porqué de su éxito inicial, nos resulta de fácil atribución, no sólo a la hondura de su cuestionamiento, sino al hecho de que Inglaterra, en aquellos años, era por sí misma una isla que enfrentaba la amenaza de quedar arrasada por la fuerza aérea nazi; en ese contexto, para cualquier radioescucha o entrevistado, la perspectiva de fallecer al minuto siguiente por la explosión de una bomba les confería a sus decisiones un pragmatismo que, difícilmente, habrían obtenido en situaciones ordinarias. ¿Qué haría uno si, en realidad, quedara atrapado en un paraje solitario para el resto de sus días o, peor aún, si creyera a pie juntillas que éstos están contados y que su caducidad podría tener visos de inminencia? (¿No es así de cualquier manera?) ¿Cómo podría uno pertrecharse para el fin de la vida? ¿Con que música querría uno exhalar el último aliento?...
A reserva de que cada quien se interrogue sobre sus propias elecciones musicales, es digno de asombro notar cómo las circunstancias que se vivieron en el Reino Unido durante ese cruento lustro de guerra no difieren mucho de lo que hoy experimentamos en México. En 5 años de acciones bélicas se registraron, allá y aquí, 60 mil muertes de civiles, y los horizontes vitales de ambas latitudes quedaron signados por la aflicción. Podríamos abundar en los paralelismos, como la ineptitud de Chamberlain, el primer ministro a quien tocó en suerte bregar con los albores de las hostilidades, pero eso nos alejaría más del propósito de este texto, esto es, proponer algunas obras que vendrían a pelo para encarar la sobrevivencia dentro de nuestros propios exilios.
Para redondear el tema hemos de decir que en las encuestas de la BBCse verifican constantes que encontrarían similitudes si se realizaran en México. Por ejemplo, quedó como obra más socorrida la Sinfonía Coral de Beethoven y en orden decreciente de preferencias por autor aparecen Mozart, Bach, Schubert, Verdi, Rachmaninov, Tchaikovsky y Puccini. Previsiblemente, no hubo un solo invitado que no se pronunciara por algunas músicas de su identidad sonora. La pieza oriunda favorita es, con holgura, la canción patriótica Land of Hope and Glory que se deriva de la marcha Pomp and Circumstance Nº 1 de Sir Edward Elgar (1857-1934). Aunque sea fútil equipararla con una predilección nacional de ese calibre, proponemos como obra alternativa el poema sinfónico Tierra de temporal de José Pablo Moncayo (1912-1958),([3]) a quien se le conoce básicamente --y habría que ver cuánto-- por el Huapango que, digiérase la ironía, es la única composición cuyos méritos melódicos no le conciernen: Moncayo se concretó a orquestar una serie de sones autóctonos bajo la encomienda de representar a nuestro país en un concierto encuadrado como Traditional Mexican Music que se celebró en Nueva York en 1941.
Sitio privilegiado dentro del favoritismo británico ocupa la variación Nimrod que pertenece a las Enigma Variations también de Elgar y, hay que subrayarlo, es imposible no adherirse a la pertinencia de la elección.([4]) Para decirlo poéticamente, pocas obras musicales de la literatura de Occidente reúnen en sus acordes, con tanta benevolencia como ésta, los latidos de un océano que acaricia sin distinciones las playas de una conciencia donde se acomunan suspiros y sortilegios. Es sintomático de su potencia curativa el hecho de que su autor la haya dirigido en un concierto para los familiares de las víctimas del Titanic (1912). Sobre su génesis hay que anotar que Sir Edward la compuso en señal de agradecimiento a su amigo Augustus J. Jaeger, su editor en Novello & Co., pues había sido el responsable directo de que en un momento de crisis no abandonara la música. Según la historia, Jaeger visitó a Elgar sin previo aviso, y al encontrarlo sumido en una depresión atroz, no atinó a otra cosa más que a hablarle de las desgracias que circundaron a Beethoven. Para duplicar el efecto de sus palabras canturreó un tema de la Sonata Patética espetándole sin miramientos: “Esto es lo que tienes que hacer, sobreponte a tus miserias y sigue el ejemplo del divino sordo, que sin importarle sus amarguras compuso música cada vez más hermosa”.([5]) Sobre su título, hay que recordar que Nimrod fue un patriarca que el Viejo Testamento describe como “Un poderoso cazador frente a Dios”; el nexo estriba en que cazador, en alemán, corresponde al apellido del volitivo editor, es decir, Jaeger.
Es casi inevitable traer a colación las admitidas selecciones del físico y cosmólogo Stephen Hawking (1942), cuyo natalicio fue contemporáneo al lanzamiento de la emisión radial. Nadie más acreditado que él para disertar sobre las privaciones que trae aparejadas el exilio, para él dentro de su propio cuerpo, y para la valoración del milagro de existir. La música para Hawking representa el venero donde sus limitaciones --padece una esclerosis lateral amiotrófica que lo mantiene inmovilizado de pies a cabeza y tampoco puede articular palabra-- se expanden hacia el infinito haciéndolo sentir, por segundos inextinguibles, pleno y saludable. A través del estudio del universo --es uno de los creadores de la teoría del Big Bang y un experto en los Hoyos Negros-- encontró su razón de ser, pero gracias al arte sonoro descubrió la belleza de lo invisible. Además del Gloria de Poulenc, del Requiem de Mozart, de la ópera Turandot de Puccini, del Acto I de Las Valkirias de Wagner, del Concierto para violín de Brahms, de la canción Je ne regrette rien de Edith Piaf y de Please, please me de los Beatles, afirma que el movimiento lento del Cuarteto op. 132 de Beethoven([6]) es la obra que escucharía antes de que una ola gigante borrara su isla del mapa…
Ahí tenemos el lector de discos compactos con batería solar, no carecemos de artículos suntuarios, empero nuestros islotes cada día se hunden más en la incertidumbre; dispongámonos a revisar nuestras actitudes para que en las forzadas trincheras de nuestra subsistencia resuene una música que nos renueve la alegría de estar vivos.
([1]) En radiodifusoras de muy diversas nacionalidades han aparecido programas que han emulado al original. Para no ir más lejos, la estación Opus 94 del IMER (Instituto Mexicano dela Radio) lanzó su propia versión titulándola Música para un naufragio.
([2]) La incongruencia numérica se debe a que muchas obras elegidas contienen varios movimientos.
([3]) Para la audición de ésta y el resto de las obras referenciadas diríjase al sitio proceso.com.mx
([4]) Su titulo inicial fue Variations on an Original Theme y les corresponde el número de opus 36.
([5]) No es de fácil reconocimiento, pero las primeras notas del tiempo lento de la Octava sonata para piano de Beethoven, fueron simiente de tal variación.
([6]) Además de haber sido compuesto con el oído interno únicamente, Beethoven lo utilizó para describir una fase crítica de sus padecimientos, junto a la dicha por recuperar temporalmente la salud. El subtítulo de este movimiento Molto adagio lo esclarece: “Una canción sacra de agradecimiento a la divinidad por un convaleciente, en modo lidio.”