Un pensador de nota
“Mientras que la autoridad permanezca aislada de un lado y las artes y la ciencia de otro, los sabios no concebirán grandes cosas, los gobernantes menos las ejecutarán y los pueblos continuaran siendo viles, corrompidos y desgraciados. En cuanto a nosotros, hombres comunes, a quienes el cielo no ha dotado de tan grandes talentos y a quienes no ha destinado a tanta gloria, permanezcamos en nuestra obscuridad; no corramos tras una reputación ilusoria. ¿A qué buscar nuestra felicidad en la opinión de los otros si podemos encontrarla en nosotros mismos? Dejemos a otros el cuidado de instruir a los pueblos en sus deberes y concentrémonos nosotros en cumplir bien los nuestros; no tenemos necesidad de saber nada más.”[1]
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Lo anterior fue escrito por uno de los individuos más contestatarios y polémicos que ha dado la civilización occidental; un hombre cuyo espíritu crítico fue tan punzante que sus libros fueron quemados en plazas públicas y su persona proscrita en diversas naciones. Hablamos del suizo Jean Jacques Rousseau quien viera la luz el 28 de junio de 1712 en la ciudad de Ginebra. Nadie en su sano juicio dudaría ahora, en el tercer centenario de su alumbramiento, del impacto que ha tenido su obra y de la eminente actualidad de su pensamiento. Habrían bastado las meras publicaciones de su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres y su Contrato Social para procurarle fama imperecedera, empero, su inteligencia abordó campos en apariencia disímbolos encontrando entre ellos conexiones deslumbrantes. Además de haber sido considerado por los ideólogos de la Revoluciónfrancesa como el verdadero filósofo de la misma, fue un ardiente defensor de los niños, por ende un educador nato,[2] un moralista a menudo contradictorio, un doctrinario del amor, un agudo estudioso de la naturaleza y, sobre todo, un connotado músico. Esta última faceta, la menos conocida y valorada de todas, puede servirnos de pretexto para sumarnos a la conmemoración rindiéndole tributo a su desbordante genialidad. No estaría de más agregarle un agradecimiento genuino ya que el controvertido personaje manifestó en su Ensayo sobre el origen de las lenguas una inusual simpatía por los pobladores del México Antiguo. Anotó al momento de disertar sobre la evolución de la cultura y en analogía con las aportaciones de egipcios y sumerios que “La primera manera de escribir no era dibujando los sonidos, sino los objetos mismos, como hicieron los mexicanos, a través de figuras alegóricas.”[3] Ya entrados en materia, debemos recurrir a su propio testimonio para poder aquilatar el peso que el arte sonoro tuvo en su existencia y lo que hizo para favorecerlo. En los diálogos consigo mismo que publica un año antes de morir, donde “Rousseau juzga a Jean Jacques”, apunta: “Él nació para la música. […] descubrió maneras de aproximarse a ella más claras y sencillas, mismas que favorecen la composición y la ejecución de instrumentos. […] No veo a nadie tan apasionado por la música como él.” Amén de que en sus Confesiones la música pulula en sus páginas, comenzando por el recuerdo de las canciones que su tía –la mujer que colaboró en su crianza debido a la prematura muerte de su madre- le cantaba a diario y las animadas danzas que le deleitaban el ánimo infantil durante las fiestas callejeras, hasta la significación que tuvo para él en los recurrentes alejamientos de sociedad y amigos, declarando que era ella “La consolación para las durezas de la vida”. Efectivamente, puede rastrearse en la influencia de la tía el crisol de su encantamiento musical y, quizá, el interés por desentrañar los secretos que la música ejerce sobre las pasiones humanas. Aprende a tocar la flauta, seguramente con maestría, pues deja para la posteridad una interesante transcripción de La Primavera de Vivaldi para flauta y clavecín que publica en 1775,[4] cuando está haciendo las sumas de sus haberes ante la cercanía de la muerte. Todavía en plena pubertad y sin haber contado con una instrucción teórica sólida, organiza su debut como compositor, del que queda lastimado, mas le sirve de acicate para replantear sus procesos de aprendizaje, ya que hasta entonces todo lo había intuido. Una vez que se decide a abandonar su terruño es acogido por una aristócrata -que funge tanto de madre como de mecenas-, quien lo encamina definitivamente por la profesión de músico. Tras un intenso periodo de estudio autodidáctico, concibe un osado sistema de notación musical que presenta en 1742 ante la AcademiaRealde Francia como Proyecto concerniente a nuevos signos para la música, en el que sustituye notas por números, representando con éstos los intervalos y con distintas comas y apóstrofes los ritmos. Los académicos quedan impresionados pero no lo suficiente como para reemplazar el sistema tradicional, sin embargo le recomiendan que no ceje en sus empeños. Son los años donde sobrevive como copista de partituras y profesor de música a domicilio. Hacia 1743 encuentra el aplomo para componer su primer melodrama –Las musas galantes- para el que escribe también el libreto. Con esta dúplice vocación inaugura la senda que un siglo después será enarbolada por Wagner como responsable de una concepción unitaria. Cuando estalla en Paris la Querella de los Bufones (entre 1752 y 54) se inclina hacia el bando italianizante que propugna una renovación de la música nacional, incluida la supresión del idioma. Tiene el desenfado de “demostrar” que: “no hay melodía en la música francesa, porque la lengua no lo permite; el canto en francés no es más que un ladrido continuo, insoportable para oídos no entrenados; su armonía es ruda, sin expresión. […] De ello concluyo que los franceses no tienen música y que, si acaso llegaran a tenerla, será peor para ellos.” De forma paralela trabaja en su monumental Diccionario de la música y redacta por petición de D´Alembert las voces que conciernen a la música para la gran Enciclopedia que está en curso. Azuzado por el éxito que le depara su segunda ópera –El adivino de la aldea[5]- se lanza en pos de una propuesta sin precedentes dentro del melodrama; estrena en 1770 su melólogo Pygmalion, rompiendo con los esquemas dramáticos hasta entonces esgrimidos. Así lo define: “Imaginé un tipo de drama en el cual las palabras y la música, en lugar de proceder juntas, se escuchan sucesivamente, y donde la frase hablada es preparada por la frase musical.” En otras palabras, Rousseau pone a los cantantes a hablar con una música de fondo que no tiene asideros con lo que se dice sino con lo que se experimenta anímicamente. Tal técnica es una anticipación de lo que habrá de hacer la cinematografía, pero en su tiempo genera una conmoción inenarrable. Mozart es uno de los sorprendidos, cosa que lo obliga a desarrollar su versión personal –llamada singspiel- en la que llega al extremo de hacer que la declamación discurra sin música. Senda proeza sería suficiente para que el filosofo dispusiera de un sitial de honor en la historia del Arte Sonoro, mas su animadversión por los detentadores de la propiedad privada, los falsos profetas y los voceros de Dios hicieron el resto. Quedémonos con una paráfrasis rousoniana irrefutable: Dejemos a otros la responsabilidad de aleccionar –entiéndase también gobernar- a los pueblos en cuanto a sus deberes y dispongámonos nosotros a cumplir bien con los nuestros. Con eso basta y sobra.