Los vuelos de Jimbo

sábado, 25 de agosto de 2012 · 23:49

A mi hija Alondra.

Desde que la memoria se afianzó en su corazón, recordaba a su padre contándole cuentos y fábulas antes de dormir. Por lo general, y por eso eran imborrables, se acompañaban de música. Algunas veces, ésta precedía las narraciones; otras, las más solicitadas por la criatura, eran aquellas donde las imágenes sonoras corrían al parejo de las palabras. ¡Cuántos personajes definieron su carácter a través de temas melódicos que podían, según las circunstancias y el estado de ánimo de su papá, oscilar entre lo sublime y lo grotesco! Para el ciempiés que había perdido el uso de sus patas sonaba una marcha cuyos tiempos fuertes eran delicados glissandi que se detenían en un horroroso acorde. Los cantos de la cigarra que no pensaba en el futuro eran ilustrados con motivos frívolos que invitaban a la pereza. Para dibujar el deslizamiento y los resplandores de un cardumen de peces con escamas de oro1 surgían arpegios sobrenaturales, que nadie podría haber igualado en su originalidad. ¡Cuántas risas, cuánta algarabía, pero también, cuánto dolor contenido! Los cuentos que más atención recibían eran los del elefantito que llegaba volando a París para escapar de la maldad de su entorno. Nunca terminaban igual y, casi siempre, se prolongaban en los sueños de la infanta que ya no percibía cómo su progenitor le acomodaba las cobijas y le besaba la frente antes de abandonar la habitación. Aunque también los inicios podían diferir, variando los sitios donde el paquidermo había visto la luz: a menudo nacía en la sabana africana, otras en la India y, ocasionalmente, provenía de Tailandia o Borneo y, para cada localidad, su diestro papá improvisaba sonoridades con sabores, colores y aromas tan distintos entre sí, tan exóticos, tan anómalos, que costaba trabajo creer lo que sus oídos escuchaban. Aquello que no cambiaba era la edad y el tamaño: era siempre un ejemplar joven y, lo más importante, era que jamás decaían sus ansias de volar. En ciertas noches, la pequeña se despertaba llorando porque las desventuras de la pobre bestia habían cobrado en su imaginación dimensiones de espanto. ¿Cómo era posible que la gente pudiera ensañarse con un animal que no le hacía daño a nadie? ¿Por qué el hombre encontraba placer en infligir sufrimientos y, sobre todo, en seres indefensos? ¿Qué gusto podía haber en cazar, enjaular, amaestrar y exhibir a animales cautivos? ¿De veras la raza humana podía considerarse superior a las demás? ¿No era obligatorio que la supuesta inteligencia que distingue al homo sapiens se encaminara al servicio de los más débiles? ¿Por qué era al revés?... Frente a las lágrimas de Claude-Emma, llamada así por la unión del nombre de sus padres, el único recurso para sosegarla era retomar la ilación de la historia recién contada hasta lograr que el elefante estuviera nuevamente a salvo. La solución consistía en atarlo a un globo para que surcara cielos y mares hasta ser conducido a la capital francesa. Invariablemente, la afilada torre Eifel era la señal de que el viaje estaba por concluir; faltaría acaso algún trecho donde se divisara la Île Saint- Louis, o el promontorio de Montmartre, y en un segundo, el elefante descendía con la levedad de una pluma en el jardín de casa, situada en la avenida Bois de Boulogne. La alegría de Claude-Emma era para su padre el mejor aliciente para luchar contra las adversidades de la existencia. Era su única hija y, como solían decir sus allegados, era la única persona a la que realmente amaba sin trabas. Las malas lenguas aseveraban que su amor paterno venía en segundo lugar después de su amor por la música y por sí mismo, mas no había faltado ocasión en que asegurara que si no se había suicidado era por la presencia milagrosa de la nena. Para ella fluían sin cesar límpidos torrentes amorosos y en pos de sus sonrisas se aplazaba cualquier cosa. Incluso, había llegado al extremo de dominar su temperamento para enseñarle a leer las notas en el pentagrama, a ubicarlas en el teclado y a ponerse a estudiar con ella. Eso era realmente una proeza, pues el afamado maestro odiaba dar lecciones de música y, menos a niños. Perdía la paciencia con demasiada facilidad. No era raro escucharlo decir que sus congéneres se comportaban como idiotas, sietemesinos y débiles mentales. Quizá tenía razón, aunque los males que lo aquejaban agravaban sus percepciones de la realidad y de los seres que la habitan. Dentro de esa realidad aparente entraban en juego los objetos, en los que encontraba inagotables fuentes de inspiración sobre las cuales encausar sus pasiones. Amándolos evitaba el riesgo de quedar atrapado por la forzosa reciprocidad que demandan las relaciones humanas. Previsiblemente, la pequeña Claude-Emma tenía un sobrenombre: Chouchou; y al cabo de las innumerables narraciones protagonizadas por el elefante, a éste también se le bautizó con un nombre que habría, merced al genio creativo del señor, de inmortalizarlo: Jimbo. Resultaba más cercano y le granjeaba el puesto en familia que habrían tenido los hermanos que nunca aparecieron. Para dicha de Chouchou, Jimbo estaba representado en varios dibujos hechos por su padre, en muchas figuras de tela que rivalizaban con sus muñecas y en una composición que le fue dedicada, junto a otras cinco, en una Suite titulada Children´s Corner. Así, en inglés.2 A la pieza de Jimbo correspondía una Lullaby, o canción de cuna. Sin embargo, en la sala de casa yacía una talla en marfil que su papá se había auto regalado para uno de sus cumpleaños y que había dado lugar a violentas discusiones. Había sido un 22 de agosto cuando apareció con el bulto envuelto en periódicos. No hubo tregua para el pleito. Costaba muchos francos, francos que se escatimaban para cosas más urgentes y, lo peor, es que resumía la crueldad e hipocresía que tanto se criticaba. ¡Qué mal ejemplo le das a tu hija…!  Y, ¿para qué tanto grito?, ¿No precedían las teclas de los pianos, asimismo, de esos colmillos?... Fue devastador para Chouchou enterarse de la terrible noticia. ¿Cómo podía comprenderse que tras los bellos sonidos que producía su padre hubiera residuos de esa saña que le quitaba el sueño? ¿No era lo correcto que esas dentaduras amarillentas dejaran de ser tocadas? ¿No era el caso de levantar la voz por quienes no la tenían? Más llantos se escucharon desde el baño donde papa Claude profería alaridos. El cáncer colorectal estaba próximo a llevárselo al sepulcro, empero, reunió fuerzas para ingresar a la recamara de su pequeña Chouchou. Le contaría otro cuento dejando que ella imaginara la música: “Hace muchos años, en una hermosa llanura del África negra, nació un elefantito que habría de labrarse un destino luminoso. Se llamaba Jimbo y además de ser juguetón era muy amable. Le gustaban mucho los niños de las tribus cercanas y no perdía ocasión para ayudarlos a llenar baldes de agua. Se sentía orgulloso de saber que su trompa podía mitigar los estragos de la sequía. De su padre nunca supo nada, salvo que unos cazadores se lo habían llevado. A su madre vio como una poderosa red la arrastraba hacia un jeep. Trató de impedirlo, pero un dardo se le clavó en el lomo. Afortunadamente, sus amiguitos vinieron en su ayuda y le ataron la trompa a un globo. Jimbo, aún en la pesada somnolencia, comenzó a ver cómo los árboles se hacían chiquitos y cómo las nubes se desintegraban a su paso. Después de un largo vuelo divisó el cauce del Sena y las construcciones que lo bordeaban. En una casa había una linda niña que lo esperaba para acercárselo a su pecho y dormir, para el resto de sus días, abrazada a él. Con su sedosa trompita le susurró al oído que los sacrificios eran parte de la vida y que éstos podían tener sentido, sólo si se transmutaban en una belleza que le hiciera bien a muchos inocentes.” Claude-Emma Debussy, hija del creador del impresionismo musical, moriría un año después que su padre, con apenas catorce años de edad. Sus restos reposarían en la misma tumba del cementerio de Passy. En la indisoluble cercanía que los ha hecho inmortales, resuenan otros cuentos y otras músicas para otros padres que aman sin quebrantos a sus hijas.
  1. Se recomienda escuchar los Poissons d´or, del segundo libro de Images de Claude Debussy (1862-1918). Pulse el audio 1 (Pascal Rogé, piano. DECCA, 1980)
  2. En la dedicatoria se lee: “Para mi querida Chouchou, con las tiernas excusas de su padre por lo que sigue”. Para escucharla pulse el audio 2 (Claude Debussy: Jimbos´s Lullaby. Pascal Rogé, piano. DECCA, 1980)

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