Menos fármacos y más Corelli

sábado, 12 de enero de 2013 · 20:36
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Para aquel que visite el célebre Panteón de Agrippa --construido, en realidad, en tiempos del emperador Adriano-- en Roma, será una sorpresa descubrir la tumba de un músico, ya que el edificio --primer templo pagano que se adscribe al culto cristiano-- alberga los sepulcros de príncipes de la Iglesia, de reyes, y de los personajes más prominentes de la aristocracia romana; la otra excepción a la norma ocurrió para un par de miembros de la Accademia dei Virtuosi --confraternidad de artistas patrocinada por el Vaticano?, entre los que encontramos, nada menos, que a Rafaello Sanzio y a Jacoppo Vignola.([1]) ¿Qué compositor pudo granjearse el derecho de habitar los escaños de la vida eterna al lado de tantas eminencias? ¿No nos ha enseñado la historia que los músicos pertenecen a la casta de lacayos y siervos e, incluso, que han de tratarse como parásitos de la sociedad? ¿No ha sido así, salvo casos muy aislados, a lo largo de las centurias y en todos los ámbitos del planeta…? Hablamos, pues, de Arcangelo Corelli (1653-1713), quien llegó a considerarse como un Orfeo redivivo y cuyo corpus musical se cuenta entre aquellos que mayor influencia ejercieron en su tiempo y a posteriori. Bach, Vivaldi, Händel, Haydn y Rachmaninoff, por citar algunos, abrevaron sin reticencias en su legado, y a eso podemos agregar la cifra colosal de ediciones y reimpresiones que sus obras acumularon en vida y póstumamente. Por dar un ejemplo, sus sonatas para violín del Op. V, aparecidas en los albores del XVIII, alcanzaron para 1800 medio centenar de ediciones, mismas que vieron la luz en las principales capitales de Europa y fueron consumidas por un público que nunca se cansó de alabar sus méritos. Diversos ejemplares de las ediciones italianas llegaron a Madrid y de ahí partieron para la Nueva España, donde también fueron divulgadas con asiduidad y fascinación.([2]) Pero, ¿quién fue este privilegiado individuo que tantos elogios obtuvo y dónde radica la trascendencia de su música? Es más, ¿por qué tendríamos que ocuparnos ahora de él? Las respuestas son múltiples. Empecemos por la inmediata. El pasado 8 de enero se celebró su tercer centenario luctuoso y a este respecto hay que comentar que a partir de 1713 y hasta principios del decimonónico, todos los ochos de enero se realizaron conciertos en el Panteón dedicados a su obra; en muchos de ellos era costumbre que desde el óculo de la imponente cúpula se lanzaran pétalos de rosas, mientras los asistentes regocijaban sus almas al son de sus melodías. Hoy, en su propia patria se llevaron a cabo esmirriados festejos ante públicos indiferentes, dando fe del acelerado deterioro educativo de la que otrora fuera cuna del arte sonoro; esto nos basta para dejar atrás la puntual efeméride en pos de destacar un rasgo importante de su personalidad; de hecho, habría que hacerlo con fuegos de artificio, sobre todo en esta era en que la dignidad de los músicos de concierto yace aún en entredicho, no obstante los prodigiosos medios de comunicación que tiene a su servicio. Ahí radica una parte del problema: en esta época los músicos egresados de los conservatorios podrían hacerse oír por millones, pero de éstos, el porcentaje que se interesa por los frutos de su quehacer decrece. No es de sorprender que el gremio padezca una depresión crónica y que ya ni siquiera perciba lo deprimido que vive. Antes de explayarnos en este delicado asunto, es necesario recurrir a los exiguos datos biográficos para sopesar el propósito. Corelli tuvo todo a su favor y en grandes proporciones: talento, buenos maestros, nobleza de espíritu, apoyo familiar derivado de una cuantiosa fortuna, capacidad de lucha y reconocimientos ilimitados de sus logros. Su buena estrella podría parangonarse a la de Félix Mendelssohn --sería más bien a la inversa--, cuya riqueza patrimonial no oscureció un ápice a su genio, al contrario, fue la instigadora de su precocidad y la gestora de su enorme cultura. Ambos son casos anómalos en el panorama histórico que conocemos, puesto que contradicen la regla de que la adversidad forja el carácter y que las comodidades lo reblandecen. Ninguno de los dos se consagró a la música por necesidad y trabajaron con vehemencia para obedecer, meramente, las directrices de sus pulsiones creativas. Fuera de ellos lo que abunda son hambre, privaciones, desazón y los sempiternos apuros financieros que subordinan la manera de relacionarse con el prójimo. En cuanto a las aportaciones del maestro nacido en Fusignano, debemos acotar lo que se ha repetido hasta la saciedad: cual gérmenes de un futuro imaginado, sus composiciones emanan una suntuosa delicadeza y están ornamentadas con una aristocrática elegancia. Podemos precisar los términos para situarlas en un contexto menos ambiguo: con sus seis opp --los primeros cuatro son colecciones de tríos sonatas, el quinto son las citadas sonatas para violín, y el sexto contiene una docena de Concerti Grossi([3]) Corelli acaba de acuñar la forma y el fondo de la música instrumental que el Occidente sigue presumiendo. A partir de sus experimentaciones, la consolidación de esos géneros será un proceso imparable al que habrán de afiliarse todos los sucesores. Las sinfonías y las sonatas del clasicismo serán una derivación natural de los modelos afirmados por el impetuoso italiano. Y así sucesivamente. Mas vayamos al tópico anunciado. Corelli pudo darse el lujo de respetarse a sí mismo y, lo más relevante, exigió el respeto de los otros para su trabajo, no importando que estos fueran hombres de Dios u hombres de alcurnia. Curiosamente, aquí podemos ampliar la analogía con Mendelssohn: en sus inicios como director de la fabulosa orquesta de la Gewandhaus de Leipzig, Mendelssohn tuvo las agallas para demandar que el público guardara silencio mientras discurría la música. Algo nunca entonces logrado que sentó el precedente para la consecuente etiqueta de las salas de concierto. En el caso de Corelli, la negativa para hacer concesiones fue igual de inflexible. Desde q         ue dejó su tierra natal y se afincó en Roma, fue hospedado y remunerado ininterrumpidamente por el alto mando del clero y, sin embargo, jamás se prestó para musicalizar textos sacros. Simplemente no le era congenial. Si lo requerían para dirigir desde el violín alguna orquesta, imponía un determinado número de ensayos que permitiera la amalgama total de los involucrados; resultaba impensable, por ejemplo, que consintiera la menor discrepancia en los arcos y las arcadas. Si no lo aceptaban él no dirigía. Para eso estaban los genuflexos al servicio de los poderosos… Abundemos. Durante una fiesta que se organiza en el Palacio del cardenal Ottoboni, uno de los mecenas y supuestos patrones de nuestro personaje, se convoca al Papa Alejandro VIII para deleitarlo con la insuperable calidad de la música. Corelli ataca la primera obra y a poco de haber iniciado se hace audible el cotilleo de los voceros de Cristo. Entonces, como heraldo de reinos invisibles, el indómito maestro baja el violín y para en seco la música. Ante el estupor, sus palabras descorren los cerrojos de una conciencia que nos todavía nos rehuye: Nada señores, temí solamente que nuestra música disturbara sus negocios… Yvinieron las disculpas. Para concluir intentemos algún cuestionamiento: Ante el agobio colectivo, ¿no sería deseable que los músicos de concierto --metáfora de los hombres que trabajan-- se pusieran de acuerdo para exigir el respeto que su profesión merece? ¿No deberían fungir los modelos corellianos, perfectos e imperecederos como el Panteón de Agrippa, de guías para rescatar la dignidad perdida? Si así lo fueran y la depresión no cesara, al menos algo de aprecio se habría bosquejado en sus enmudecidas existencias.


([1]) A éste creador hemos de recordarlo por su tratado Regla de los cinco órdenes de la arquitectura y por haber proyectado, entre otras, la primera sede de los jesuitas en la Ciudad Eterna.
([2]) En los archivos de la Catedral metropolitana, por ejemplo, subsisten copias que datan del Siglo de Las Luces.
([3]) Se sugiere la audición de la Sonata XII op. 5 y del Concerto grosso X op. 6. Encuéntrelas en la página proceso.com.mx

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