El Salvador: La ruta de la paz

viernes, 8 de enero de 2010 · 01:00

SAN SALVADOR, 8 de enero (apro).- En medio de la crisis económica global, con un impacto importante en este país, muchos salvadoreños se aprestan a observar, con una tímida sonrisa optimista, un nuevo aniversario de los acuerdos que pusieron fin a la guerra civil –firmados el 16 de enero de 1992 en México--, porque al fin y al cabo “con sólo que haya paz, nosotros estamos felices”.

La frase pertenece a Candelario Landaverde, uno de los personajes centrales del proyecto Ruta de la Paz, con varias iniciativas turísticas en el departamento de Morazán, ahí mismo donde ocurrieron algunos de los episodios más sangrientos del conflicto entre las fuerzas estatales y los guerrilleros del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN).

         La Ruta de la Paz comprende atracciones turísticas alrededor de los pueblos de Perquín, Arambala, Villa El Rosario, Joateca, Cacaopera y Corinto, en el verdísimo noreste de El Salvador. Y junto a proyectos como la Ruta de las Flores, el camino arqueológico maya y los Pueblos Vivos, la Ruta de la Paz es ampliamente difundida por el Ministerio de Turismo de San Salvador, aun cuando las historias que ahora se esconden en el pasado tengan que ver mucho más con el dolor que con el placer.

         Landaverde recuerda que el proyecto que dirige, Ecoturismo La Mora, en la zona del cerro Guazapa, “nació entre 2004 y 2005”. Se trata de cabalgatas o caminatas por el cerro, donde todavía se pueden ver los cráteres de las bombas que el ejército lanzaba contra los guerrilleros, o los escondites donde los campesinos se refugiaban para escapar de proyectiles o de los soldados.

Ecoturismo La Mora surgió de “la idea de potenciar el lado económico de las familias” de la zona. “No es un proyecto para sobrevivir de eso, sino que complementa los ingresos de los pobladores locales, que son netamente agrícolas”, dice a Apro el exmiliciano del FMLN, ahora desde la tranquilidad de su casa.

Y mientras un cerdo se ocupa de registrar sus ronquidos en la cinta del grabador del reportero y un gallo hace lo mismo con sus cacareos, Landaverde no se cansa de repasar con orgullo la historia de su pueblo. Se queja de un persistente dolor de espalda, y el calor imperante lo obliga a sacarse la camisa, pero esos no son obstáculos significativos para los habitantes del lugar.

         El objetivo del proyecto es mantener la historia de lo que fue el conflicto armado, con la idea de dar a conocer a los extranjeros, sobre todo a los jóvenes, qué sucedió y por qué sucedió”, comenta con firmeza el líder local.

“Nos ocupamos de decir que las comunidades, los pueblos, no tienen que olvidar su historia, porque si nos olvidamos de la historia podemos regresar al pasado”, asegura.

         Landaverde recuerda que la historia de los años 80 en esta zona está plagada de sangrientos episodios: choques entre soldados y guerrilleros, y represión a manos de las fuerzas armadas. La angosta carretera sobre la cual se ubica el centro comunitario al que pertenece el exguerrillero era conocida como El Rayo de la Muerte.

         Allí, abajo del cerro, apenas un puñado de guerrilleros bastaba para emboscar patrullas enteras del ejército, recuerda. Pero la satisfacción de cualquiera de esos pequeños éxitos militares duraba poco, admite ahora, porque los militares volvían con más fuerza y los campesinos debían retornar a esconderse arriba, en las alturas del Guazapa.

         Landaverde es una institución en la zona. Los operadores turísticos salvadoreños lo conocen bien y saben que pueden traer a sus clientes a vivir una experiencia singular en el Guazapa.

Don Candelario fue retratado recientemente por el periódico estadounidense The Christian Science Monitor, que lo presentó como “un exguerrillero transformado en guía de turismo”, en la zona “donde combatió durante casi una década”. Los archivos periodísticos lo encuentran también entre las páginas de The New York Times, en un reporte de mayo de 1991 sobre el tortuoso camino hacia la paz.

         “Diario de Guazapa: bajo el volcán, ahora es el momento de la erupción de las escenas pacíficas”, tituló la nota el diario neoyorquino en aquella oportunidad.

         Pero en 1991 estaban todavía frescos los recuerdos de la sangre y el dolor en la zona. Landaverde recuerda que, para los pobladores, todo comenzó con una serie de reclamos básicos.

“Se pedía mejor trabajo, tierra para trabajar”. E en los años 80 parte de la Iglesia católica “apoyó muchas iniciativas de las comunidades, y sacerdotes fueron perseguidos” en el país de monseñor Romero, continúa.

         “Los campesinos fuimos perseguidos, masacrados, por exigir nuestras reivindicaciones”, dice don Candelario sin rastros de rencor en su voz o su rostro. Ya a principios de los años 80, rememora, “esta población perdió legalidad, y quedó en medio de un frente de guerra y se volvió un objetivo militar”.

Los militares, cuenta, “no respetaban a los niños, a las mujeres, a los ancianos ni a los animales”, y “la población se las ingeniaba para sobrevivir”. Cerca de cada casa había un “buzón”, adonde “las familias corrían con sus niños a refugiarse cuando sobrevolaba un avión o tronaba un cañoneo”.

         Cuando en lugar de bombas era el turno de operativos militares de tierra, “las fuerzas guerrilleras estaban abajo, en sus posiciones, y las poblaciones escapaban hacia arriba, huyendo a las montañas, porque si los atrapaban, era el final”, relata.

         Buscando una solución a lo que ya no tiene solución, Landaverde dice que, en su pueblo, “nosotros todavía decimos que el conflicto se pudo haber evitado si el gobierno en ese entonces hubiera hecho énfasis en los pedidos de los obreros, de los campesinos”.

         Pero la respuesta del gobierno, añade, “fue persecución y masacres, y la única alternativa que le quedaba al pueblo era defenderse de los ataques”.

         De acuerdo con el exguerrillero, las cosas empezaron a cambiar en 1986, cuando comenzaron a regresar algunos de los pobladores que habían escapado de la guerra. “Pero ellos ya venían con cierta legalidad”, y de la mano de esos sobrevivientes “se fueron repoblando las comunidades”.

         Con la paz casi al alcance de la mano, esas comunidades comenzaron a negociar acuerdos, ya no solamente con autoridades de San Salvador, sino con la fuerza detrás de ellos: el gobierno de Washington. “Aquí a La Mora vino, por ejemplo, el embajador de Estados Unidos, William Walker”, quien estuvo al frente de la misión diplomática entre 1988 y 1992.

Walker, cuenta Landaverde, “vino a una reunión con la comunidad”, de la que también participaron representantes del FMLN y un coronel norteamericano de apellido Hamilton.

         “Nosotros hablábamos con ellos (los estadounidenses) porque ellos determinaban la guerra en el país, no era el gobierno de El Salvador, que se limitaba a pedir ayudas. Quienes sostenían la guerra eran los norteamericanos”, afirma.

         Según Landaverde, “el mismo Walker nos dijo: ‘miren, nosotros invertimos 6 mil millones de dólares en esta guerra’”.

         “Si ustedes paran las ayudas, entonces nosotros creemos en las pláticas de paz", respondieron los guerrilleros, relata don Candelario.

“Sí –retrucó Walker, accesible pero amenazante-, pero el que no firma los acuerdos de paz, ese va a perder.

         “A partir de ese momento, con el involucramiento directo de Estados Unidos y de la ONU, empezamos a creer más en los acuerdos de paz”, añade.

Irónicamente, aquellos “buzones” donde se escondían los pobladores ahora sirven para ganarse algún dinero de la mano de los turistas. La iniciativa tiene incluso un sitio en internet y cuenta con prolijos folletos a todo color, donde se explica que un recorrido de tres kilómetros por la zona de La Escuelita, un exrefugio guerrillero, cuesta 16 dólares por persona o solamente 12 dólares cada uno si se trata de grupos de más de tres visitantes.

De paso se pueden conocer las bellezas del lago Suchitlán y las comunidades rurales de El Aceituno.

         “Durante el trayecto –se lee en el folleto, escrito en inglés–usted escuchará directamente de un excombatiente cómo era la vida para los guerilleros” en aquellos años. También “visitará los lugares que les sirvieron de hogar y protección”, además de poder “entender”, en contraste, “cómo es la vida hoy” o aprender “cómo hacer tortillas” de maíz.

         “A los turistas se les ofrece una cabalgata o una caminata, en el estilo del turismo de aventura”, abunda don Candelario, quien reconoce que “a mucha gente le gusta más la parte histórica”. A ellos, dice, “les mostramos los cráteres de bombas, los ‘buzones’ donde se refugiaban las personas, los cimientos de las viviendas destruidas, una reproducción de los campamentos y trincheras”.

También se les lleva a visitar los “cementerios donde están enterrados algunos compañeros”, precisa.

         Landaverde evalúa la marcha de los acuerdos firmados en Chapultepec y estima que “algunos programas de los acuerdos de paz no se cumplieron, pero otros sí”. Por ejemplo, pasa lista, “el de viviendas para los excombatientes no se cumplió, también faltan aquellos de desarrollo económico”, pero sí se cumplieron las cuestiones de derechos humanos, el desmantelamiento de las fuerzas de elite, la creación de una nueva policía.

         “Pero con sólo que ‘haiga’ paz, nosotros estamos felices”, dice Landaverde, con un tono que no deja lugar a dudas. “Nuestros ideales, por los que luchamos, por ellos llegamos a este momento”, cuenta el exguerillero.

Y describe que antes de la guerra vivían en las partes altas del cerro, “porque estas tierras estaban en pocas manos, de los hacendados, eran propiedades de los coroneles”.

         Allí arriba en el Guazapa, recuerda, “sólo teníamos la parcela de vivienda, no teníamos servicios sociales, había que madrugar a las tres de la mañana, iluminarse con un candil, para ir a buscar agua”.

         Landaverde dice que a partir del regreso de los pobladores, a finales de los años 80, “las condiciones empezaron a cambiar: la gente se consiguió cuatro láminas y empezaron su chacrita y empezaron a vivir” de manera estable en la zona. Luego, con los acuerdos de paz, siguieron los programas de transferencia de tierra, de concesiones de créditos y comenzó el proceso de desarrollo”.

         Algunos ex combatientes eligieron las bolsas de estudios, otros el dinero en efectivo. Gente como Landaverde prefirió las tierras y el impulso a proyectos agrícolas y turísticos.

En La Mora, continúa, “ahora tenemos el sostén diario, el maíz, los frijolitos, pero nos quedamos cortos con otras cosas, como lo intelectual”. En esta comunidad, dice, “queremos que nuestros jóvenes tengan la oportunidad de estudiar, de ser profesionales”.

         Cuando se le pregunta por el gobierno del presidente Mauricio Funes, en el poder con el FMLN, Landaverde reconoce inmediatamente la “afinidad”. En su comunidad, dice, “pensamos que arrancó con un buen gobierno, ha sabido manejar la parte política y está comprometido con la parte económica”.

         Pero “el gran problema”, admite mientras reparte algunos brochures de la empresa de ecoturismo, es que “no podemos pedir mucho al gobierno, porque el país quedó hecho un desastre económico tremendo”. Funes, completa, “arrancó bien, pero consideramos que en cinco años no va a poder hacer todo lo que pretende, necesitamos más tiempo”.

         La excomandante Marisol Galindo, una de las participantes de las primeras reuniones del proceso de paz y ahora activa en organizaciones no gubernamentales, entre ellas algunas dedicadas a la promoción turística de la zona de Morazán, estima que “la gran mayoría de combatientes se adhirió a los acuerdos” y “participó de los programas de reinserción a la vida civil y productiva”.

         Se trató, dijo Galindo cuando se le consultó sobre los proyectos de la Ruta de la Paz, de un “elemento muy fundamental para darle sostenibilidad al cese del fuego y lograr la estabilidad del acuerdo de paz”.

         Y recuerda, 18 años después de la firma, que “algunos antiguos guerrilleros y también soldados del ejército nacional  desconfiaban de los acuerdos de paz, pensaban que su seguridad corría peligro y por esa razón no participaron de los programas de reinserción”.

         Pero fue una minoría, afirma la excomandante. De la mayoría que se adhirió, alrededor del 70% se incorporó a la opción agrícola (incluía una parcela de tierra, capacitación para labores agrícolas, paquete de aperos agrícolas e insumos y crédito para las primeras producciones) y el restante 30% se dividió entre los que optaron por beca para estudios de bachiller, técnico o universitarios (que fueron los más jóvenes).

         “Por cierto, muchos de ellos y ellas son ahora profesionales en distintos campos”, declara la exguerrillera a Apro.

 En cuanto a la Ruta de la Paz, Galindo asegura que “muchos de los guerrilleros que estuvimos en el norte de Morazán durante la guerra ya reconocíamos los atributos y potenciales turísticos de la región”.

Rememorando aquellos tiempos duros, dice que, “además, siempre se discutía cómo se haría ya en la paz para reconstruir la economía de estas poblaciones y buscar salida a la pobreza ancestral de estas zonas”.

         A esto se sumó que “un grupo de compañeros inició el proyecto Museo de la Revolución que está en Perquin, y esto se convirtió en un atractivo que dio lugar a un flujo turístico que fue creciendo. Así logramos aprender que el atractivo principal era la historia contemporánea de la zona y del país, además de que la interacción con protagonistas de los hechos se vuelve muy atractiva”, agrega.

         El proceso de reinserción, incluyendo historias como las de Landaverde, dice Galindo, “no es, naturalmente, una historia color de rosa para ninguno de los que fuimos guerrilleros por 10 o 20 años, y menos para aquellos que ingresaron al movimiento siendo unos infantes, que venían con sus padres a las zonas controladas por la guerrilla huyendo de la represión gubernamental”.

         Hubo que conseguir documentos, como actas de nacimiento y carnet de identidad, construir asentamientos o colonias donde vivirían los grupos de desmovilizados, poner en marcha los procesos de capacitación y asistencia técnica para lograr convertir en productores a los antiguos combatientes, muchos de los cuales “nunca habían trabajado, manejado dinero ni contado con un presupuesto personal o familiar”, recuerda.

         Pero el esfuerzo valió la pena, porque en la zona norte de Morazán, que fue uno de los frentes donde se dio el fenómeno de incorporación de familias campesinas enteras que se refugiaban en los campamentos guerrilleros con sus hijos, muchos de aquellos “niños de la guerra” ahora trabajan como guías turísticos, concluye.

 

cvb

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