Alemania: El estigma de ser turco

viernes, 2 de diciembre de 2011 · 20:10
BERLÍN (apro).- “Llegamos a Berlín de noche, todo me parecía muy lindo, la entrada de la casa tenía azulejos con figuras hermosas. Todo estaba muy limpio, había una estufa revestida de cerámica, que nosotros no sabíamos que era una estufa, y los baños, que tampoco conocíamos”, recuerda Leyla Çelic. “Fue muy linda la primera impresión –dice–. También cuando empecé a ir a la escuela. La ciudad era muy diferente del pueblo.” Era finales de noviembre de 1978. Leyla Çelic tenía entonces siete años. Acababa de llegar a Berlín, junto con su madre y hermanos. El padre llevaba entonces 10 años en Alemania. “Su sueño era trabajar duro, ahorrar algo de dinero, regresar”, cuenta Leyla en entrevista con Apro. El lugar para el regreso era el de origen, Kuruca Köyü, una aldea situada en el este de Turquía, muy cerca de la frontera con Irán, a un día de distancia de Estambul en auto. Durante todos esos años, el padre había enviado a su familia gran parte de lo que ganaba, primero en una fábrica de ladrillos y luego como operario en la fabricación de marcos alemanes en la Imprenta Federal. Cada vez que le daban algunas semanas libres visitaba a su mujer y sus hijos, que ahora ya sumaban cinco. “No sé, quizá mi padre disfrutaba estar solo acá, sin niños –dice Leyla. El hecho es que mi madre se dio cuenta de que él ya no quería volver y que ella no quería quedarse allá sola con los hijos.” Ante un problema de salud de una de las niñas, la madre insistió en hacerla ver en Alemania. Días después apareció en Berlín con cuatro de sus hijos, ya que la mayor de las mujeres se había casado e ido de la casa. “Para mi padre fue un shock –cuenta Leyla–, porque vivía en un apartamento de una sola habitación, cocina y baño. Allí estuvimos seis meses, hasta que mi padre consiguió un apartamento más grande.” La madre se empleó en el sector de limpieza de una universidad. El pensamiento que aún reinaba en la familia era trabajar, poder darse algunos gustos, ahorrar para construirse una casa bonita en Turquía, a donde un día habrían de regresar. La misma idea de estadía transitoria, mirada desde el interés opuesto, motivaba la decisión alemana de atraer fuerza de trabajo extranjera. Los Gastarbeiter La vergüenza es uno de los motores menos considerados de la historia. A ella se debe, en gran medida, que la Alemania de la posguerra, una nación sepultada bajo escombros morales y edilicios, se transformara, en poco más de 10 años, en una de las más ricas del planeta. A comienzos de los sesenta, el empeño de los alemanes por olvidar y trabajar había llegado al cenit. El extraordinario crecimiento de la República Federal de Alemania había hecho que los sueldos se fueran por las nubes. El obrero quería ganar lo que antes ganaba un ingeniero. Alemania necesitaba mano de obra barata. La búsqueda se concentró primero en los europeos del sur. Los italianos, griegos, españoles y portugueses se quedaron unos años y volvieron mayoritariamente a sus países tan pronto como pudieron. En octubre de 1961 se firmó el acuerdo entre la RFA y Turquía. A los inmigrantes turcos se les asignaron puestos de trabajo poco calificados, en los que podían ser ignorados sin mucha dificultad. El rótulo llegó con ellos: Gastarbeiter, “trabajadores huéspedes”. La denominación oficial del gobierno alemán para estos hombres y mujeres implicaba que podían ingresar al país, sí, pero para dejarlo, como todo buen huésped, en el momento en que se les indicara. “Pedimos mano de obra y nos llegaron personas”, resumió el escritor suizo Max Frisch, concentrando en una frase buena parte de las agonías del inmigrante. “Trabajamos 40 años en la construcción. En varias empresas hicimos los trabajos más duros, los que nadie más quería hacer”, cuenta a Apro Dursum Guizel, un jubilado de 66 años, residente en Berlín. “Al comienzo vivimos en barracas, en condiciones casi inhumanas –dice–, trabajamos en turnos rotativos, pagamos impuestos, pero como trabajadores no calificados recibimos una renta de apenas 600 euros.” El único que en su momento pareció reparar en esta realidad fue el periodista Günter Wallraff. Menudo de cabello, bigotes y lentes de contacto negros, Wallraff se transformó, de 1983 a 1985, en Ali Levent Sinirlioglu, un trabajador turco prototípico, empleado en las tareas insalubres y mal pagadas junto a otros inmigrantes reales. El libro que publicó sobre sus experiencias –Ganz unten, (Bien abajo), traducido al español como Cabeza de Turco– sorprendió a sus compatriotas. Se evidenció que estos inmigrantes realizaban los peores trabajos y eran brutalmente explotados. Pero el éxito editorial de Wallraff sirvió más bien para ver a los inmigrantes turcos como víctimas, no como ciudadanos. País de inmigración Quizá el mayor intento de modernizar la consideración que la sociedad alemana tiene de los extranjeros en general, y de los turcos en particular, fue esbozado por el gobierno socialdemócrata-verde de Gerhard Schröder y Joschka Fischer (1998-2005). En el año 2001, el gobierno intentó declarar a Alemania como país de inmigración, algo que los conservadores han vetado hasta el día de hoy. Dicho gobierno propuso modificar el fundamento de la nacionalidad alemana, trocando el “derecho de sangre” –se es alemán si el padre o la madre lo son– por el “derecho de suelo”: se es alemán por haber nacido en Alemania. Este esfuerzo quizá habría avanzado un poco más si no se hubiese atravesado el 11 de setiembre de 2001. A partir de entonces muchos alemanes parecieron descubrir que el turco era musulmán y que sus pañuelos en la cabeza, sus mezquitas, su idioma y sus costumbres podían ser, en el fondo, un arma contra Occidente. Organizaciones gubernamentales y no gubernamentales, medios de comunicación masiva, fundaciones, conferencias y mesas redondas, programas estatales y privados, comenzaron a hablar del “turco” como problema, de su falta de integración y reconocimiento del “sistema de valores occidentales”, del sometimiento de las mujeres, de obligar a sus imanes a predicar en alemán y no en un idioma incontrolable. Esta visión del turco como posible enemigo sirvió a la nueva generación de jóvenes turcos para esbozar una muy estilizada cultura de la resistencia y cultivar una imagen de sí mismos como héroes de una tradición amenazada. Lo que estos muchachos ahora saben sobre la patria de sus abuelos, sin embargo, son módicos conocimientos que a menudo provienen del folklore alemán. “Si llamas inmigrante al nieto de un trabajador huésped, estás cometiendo un error lingüístico, porque los inmigrantes son personas que se mueven de un país a otro, pero ellos no se han movido desde hace dos o tres generaciones”, comenta a Apro el escritor Zafer Senocak, quien llegó junto a su padre a Múnich, a la edad de nueve años, proveniente de Estambul. Un hito dentro de esta escalada fue el libro Deutschland schafft sich ab (Alemania se suprime a sí misma), el mayor best seller de los últimos años en el país, publicado en 2010 por Thilo Sarrazin. Político socialdemócrata y exmiembro del Banco Central Alemán, Sarrazin cree ver una continua pérdida del “capital intelectual” de Alemania a consecuencia de los inmigrantes. Estos son, a su juicio, menos preparados e inteligentes que los alemanes, pero se reproducen más, elevando así, asevera, el nivel de estupidez de la sociedad alemana. El valor metodológico de las tesis de Sarrazin es casi nulo. Sin embargo, las expuso con seriedad y calma en todos los foros. El debate que produjo el libro hizo visibles muchos puntos de vista sobre la inmigración, incluyendo el de los propios turcos. “Si hay problemas en la sociedad, hay que tratarlos como problemas y no irse directamente a buscar el ‘origen nacional’ que tiene esta persona o aquella otra y hacer del trasfondo de un sujeto lo determinante, como si eso fuera lo que está en primer lugar. Esa tendencia seguramente ha lastrado toda la discusión”, argumenta Zafer Senocak. Célula neonazi El mayor golpe contra quienes abogan por el diálogo y la convivencia fue el descubrimiento en las últimas semanas de la así denominada “Célula Nacionalsocialista”, una especie de escuadrón de la muerte, formado por neonazis, que en los últimos 10 años asesinó a ocho turcos y a una agente de la policía alemana. Este grupo representa la más sistemática y brutal forma de racismo que se ha visto en la Alemania moderna. Los miembros del grupo extremista –dos hombres, que al parecer se suicidaron, y una mujer– provienen del este de Alemania. Allí el porcentaje de extranjeros es ínfimo, pero la hostilidad contra ellos es parte del programa de varios partidos. Entre ellos está el partido neonazi, NPD, que tiene representación en los parlamentos de dos de sus estados federales y al que se le atribuyen conexiones con el grupo. El gobierno alemán pidió disculpas por la serie de negligencias que habían permitido que este grupo asesinara con la misma arma a nueve personas, a pesar de haber sido detectado hace mucho tiempo por los servicios secretos alemanes. El papel de los propios agentes que infiltraban a las organizaciones extremistas es cuestionado. Se consigna su presencia en cercanías de los lugares donde se produjeron los asesinatos. Las hipótesis de las autoridades en su momento, como también frente a la bomba que los mismos neonazis hicieron estallar en 2003 en el barrio turco de la ciudad de Colonia, fue que se trataba de un ajuste de cuentas entre bandas de extranjeros rivales. Que no se haya visto un móvil racista en el asesinato de ocho extranjeros con la misma arma es parte del sabor amargo que aún hoy sienten los inmigrantes turcos en Alemania. Éstos y sus descendientes suman hoy casi 3 millones de personas. Su presencia está tan extendida que el experimento de imaginar una Alemania sin ellos suena tan absurdo como la de pensar en una ciudad sin automóviles o árboles. Pero los turco-alemanes siguen sufriendo el estigma de ser un proletariado, puesto que se les asignó hace 50 años. Salir de ello no es fácil, ni para ellos ni para el resto de alemanes.

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