El lucro político de la muerte

jueves, 12 de mayo de 2011 · 01:00

MÉXICO, D.F., 12 de mayo (apro).- En octubre de 2006, el entonces presidente de Pakistán, Pervez Musharraf, reveló a la cadena CBS que a través del subsecretario de Estado, Richard Armitage, Estados Unidos amenazó con bombardear su país “hasta regresarlo a la edad de piedra”, si no colaboraba decididamente en la guerra contra el terrorismo.

         Musharraf, un golpista que luego se legitimó mediante elecciones amañadas, había sido señalado en reiteradas ocasiones de jugar un doble juego con Occidente y el radicalismo islámico, ante la convicción generalizada de que Osama bin Laden y el líder talibán Omar se ocultaban en algún lugar de la frontera afgano-pakistaní, protegidos por el Inter-Services Intelligence (ISI) el aparato de espionaje del régimen de Islamabad.

         Quienes pagaron el precio de esta ambigüedad fueron los ciudadanos de estos dos países. Ese mismo año, Amnistía Internacional reveló que más de 85% de las personas retenidas ilegalmente en Guantánamo, fueron detenidas en Afganistán y Pakistán en una época en que se ofrecían recompensas de hasta 5,000 dólares por cada presunto terrorista entregado a las fuerzas estadunidenses.

         Así, en los años posteriores a los atentados de 2001, cientos, si no miles, de ciudadanos afganos y pakistaniés fueron víctimas de acusaciones falsas, detenciones ilegales y desapariciones forzadas. A muchos se les “vendió” como terroristas a Estados Unidos, sobre la base única de la palabra de sus captores; pero de otros más, nunca volvió a saberse nada.

         Sin embargo la sangría no paró ahí. Según el colaborador de The Guardian en Lahore, Mohsin Hamid, a partir de que Afganistán fuera invadido, en Pakistán más de 30,000 personas han sido víctimas de la violencia terrorista y antiterrorista; diez veces las del aciago 11/S en Estados Unidos. Pero, claro, hay de muertes a muertes. La mayoría son anónimas y se diluyen en la estadística. Sin embargo, hay otras sumamente relevantes, que resultan muy lucrativas en términos políticos e inclusive pueden marcar el giro de los acontecimientos.

         Una de ellas fue el asesinato, en diciembre de 2007, de Benazir Bhutto, quien después de nueve años de exilio se aprestaba a retornar al poder. En una carta póstuma, la dos veces exmandataria, quien ya había sufrido atentados previos, apuntó hacia los sectores duros del ISI, vinculados con Al Qaeda, los talibanes y los grupos extremistas islámicos de Pakistán. Su viudo, Asif Alí Zardari, quien la sustituyó al mando, se comprometió a depurar este aparato de inteligencia, considerado por muchos como “un Estado dentro del Estado”.     

Pero la muerte sin duda más relevante se dio el pasado 1 de mayo, cuando Osama bin Laden, acusado de ser el cerebro de los ataques del 11/S y un sinnúmero de atentados más, fue abatido por tropas de élite de Estados Unidos. Sólo que el líder de Al Qaeda no fue hallado en la frontera afgano-pakistaní, sino dentro de Pakistán, muy cerca de la capital, Islamabad, y de la principal academia militar del país, donde no podría haberse ocultado por años sin el apoyo de, por lo menos, una parte del ISI.

Tampoco, empero, podría haber sido encontrado sin la colaboración de un pequeño pero poderoso sector dentro del gobierno. ¿Logró Zardari acotar al ISI como lo prometió? Dentro y fuera de Pakistán se debate sobre si hubo complicidad o incompetencia de los servicios de espionaje. La versión más probable es que algunos agentes gubernamentales lo delataron, pero dejaron que la responsabilidad recayera sobre los estadunidenses para evitar represalias.

“Parece inconcebible –dice Hamid en su artículo del Guardian– que los helicópteros de Estados Unidos se internaran tanto en el espacio aéreo pakistaní sin ser detectados, cuando habitualmente los que han intentado cruzar la frontera con Afganistán en alguna persecución han sido hechos retroceder con tiros de advertencia”. ¿Hubo violación de soberanía? También eso ya se discute en todo el mundo. Pero dentro de Pakistán el único que ha levantado la voz al respecto es el cuestionado expresidente Musharraf.

Por su parte, las versiones contradictorias de Washington han abundado a la confusión. Primero se dijo que hubo “cierta colaboración” por parte de Islamabad, pero luego el director de la CIA, Leon Panetta, aseguró que no se notificó a los paquistaníes por temor a alguna infidencia que hiciera abortar la misión. El gobierno de Zardari se limitó a anunciar que se haría una investigación para analizar “los fallos” de sus servicios de inteligencia; y el Departamento de Estado dijo que seguiría colaborando con él.

Pero también el manejo de la muerte del líder de Al Qaeda ha sido confuso. Cuando Barack Obama la dio a conocer el domingo en la noche, sugirió que hubo resistencia, por lo que no se le pudo detener con vida. Luego resultó que el jeque ni siquiera estaba armado. Nuevas versiones hablan de que uno de sus guadaespaldas lo habría matado para evitar su detención, y su hija de 12 años, presente en el operativo, aseguró que fue detenido y luego acribillado por los estadunidenses.

Para redondear destacó la premura con que las fuerzas especiales de Estados Unidos se deshicieron del cadáver. Luego de una parodia de rito musulmán, Bin Laden fue envuelto en una sábana blanca y arrojado al mar. La justificación: que ni su patria, Arabia Saudita, ni ningún otro país quisieron recibirlo y no era cosa de llevarlo a territorio estadunidense; había que impedir que surgiera un lugar de culto o un blanco de atentados.

         Todas estas contradicciones, más la falta de pruebas documentales, han hecho dudar a muchos seguidores y detractores de Bin Laden de que esté realmente muerto. Pero el presidente Obama ya anunció que las fotos que dan testimonio del balazo que recibió en la cabeza no serán divulgadas, porque son demasiado crudas y podrían generar riesgos a la seguridad nacional. “Nosotros no vamos a utilizar estas imágenes como trofeos”, subrayó.

         Su declaración evocó el caso de Uday y Qusay, los hijos de Sadam Hussein, que después de ser delatados por un “pariente” a cambio de una millonaria recompensa, en 2003 también fueron asaltados en su escondite por un comando militar estadunidense. Su “resistencia” fue vencida con artillería pesada. Luego, sus cuerpos destrozados fueron exhibidos a la contemplación pública y sus fotografías divulgadas por todo el mundo.

         George W. Bush esgrimió la muerte de los dos tiránicos juniores como una evidencia definitiva de que el antiguo régimen encabezado por su padre no volvería. Para cubrirse, el Pentágono informó que tenía la aprobación del gobierno interino de Irak, que consideraba importante la difusión de las imágenes para tranquilidad de la ciudadanía iraquí.

         Más adelante vendría el circo de la detención y el juicio de Sadam. Ubicado por otra delación en un escondite subterráneo, primero fue exhibido como una especie de animal salvaje y luego sometido a un juicio amañado por parte de las autoridades locales –siempre guiadas por los ocupantes– que acabó llevándolo a la horca por un delito menor, mientras sus grandes crímenes tolerados por Occidente quedaban convenientemente archivados.

         Su ejecución en diciembre de 2006, transmitida minuto a minuto, fue de escándalo. La grabación oficial tuvo el pudor de omitir el sonido y la imagen del momento preciso de su muerte, pero no pudo –o quiso– evitar la difusión de un video clandestino por internet, que proporcionó a millones de cibernautas todos los detalles. Y mientras se festejaba en Estados Unidos, chiitas y sunitas ahondaban sus enconos y la guerra seguía.

         Pero hubo bajezas peores. En Kuwait, un acaudalado empresario se dijo dispuesto a pagar lo que fuera para obtener la cuerda que acabó con la vida del invasor de su país y, en Estados Unidos, una empresa de muñecos de “celebridades” sacó de inmediato al mercado una figura de Hussein colgado de la horca, que recibió una alta solicitud de ventas.

         Hasta ahora no ha salido todavía ningún muñeco de Bin Laden con la cabeza destrozada, pero sin duda tendría mucho éxito a la luz de las nutridas manifestaciones de júbilo que se dieron después de anunciarse su muerte. Por lo pronto, el presidente Barack Obama ha visto recuperarse su alicaída popularidad hasta en diez puntos porcentuales, y la discusión se centra en si le durará para reelegirse a fines del año próximo.

         Está claro que la operación estaba dirigida al consumo interno, sin importar demasiado los cuestionamientos externos que, por lo demás, han sido pocos. Prácticamente todos los gobiernos han felicitado a Washington por su éxito y sólo los aguafiestas de siempre como Irán, Cuba, Venezuela o el movimiento Hamas de Gaza han calificado el hecho como un asesinato y la violación flagrante de un Estado soberano.

         El secretario de Justicia estadunidense, Eric Holder, sostuvo que fue un acto “legal, legítimo y coherente con nuestros principios”. Y es que, paradójicamente, el gobierno de Obama se está amparando en las leyes de excepción promovidas por su antecesor, George W. Bush, que siguen vigentes. Tanto, que ni siquiera la ONU cuestionó explícitamente los métodos empleados y se limitó a exaltar los resultados.

         Los voceros de los movimientos populares que hoy agitan las naciones árabes, también marcaron notoriamente su distancia con Al Qaeda. Su intención, dijeron, era instaurar regímenes democráticos y laicos, y no un califato islámico como pretendía Bin Laden.

         Eso no quiere decir que los seguidores del jeque muerto se vayan a quedar tranquilos. La simple alerta de seguridad lanzada por Estados Unidos a todas sus misiones y embajadas da cuenta de ello. Ya hubo también manifestaciones, aunque poco numerosas, que han salido a defender la causa de la yihad, y es obvio que muchos que la apoyan –sobre todo en el extranjero– no van a dar públicamente la cara.

         Se da casi por hecho que la red terrorista quedará ahora bajo el liderazgo del egipcio Ayman al Zawahiri, mucho más duro que Bin Laden. El atentado contra un restaurante en Marruecos el 28 de abril y la detención dos días después de tres presuntos yihadistas en Alemania, indica además que, parte de Al Qaeda o no, los fieles de esta corriente siguen activos. Y que su rabia puede ser alimentada por otros hechos, como los bombardeos de la OTAN sobre Libia que acaban de cobrar la vida de un hijo y tres nietos de Muamar el Gadafi. El mismo coronel podría ser la siguiente víctima.

         Académicos, analistas políticos y periodistas familiarizados con el mundo árabe-musulmán, han coincidido en señalar en estos días que, en realidad, Bin Laden ya era inoperante y que el radicalismo islámico va a la baja. La mejor prueba de su ocaso, dicen, son precisamente los multitudinarios levantamientos populares en la zona que, en ningún momento, han enarbolado la bandera de la yihad.

         Ojalá la muerte de Bin Laden y otras por venir no la resuciten y hagan marchitar prematuramente la llamada “primavera árabe”.

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