Malí, la vertiginosa ofensiva tuareg
MÉXICO, D.F. (apro).- Fue un episodio corto y con resultados inusuales en la larga lucha de los tuaregs por su independencia.
A fines de 2011 se anunció la creación del Movimiento Nacional de Liberación de Azawad (MNLA), que reunió a varios movimientos tuaregs del norte de Malí que reivindican este territorio como su espacio cultural e histórico. Luego los acontecimientos se precipitaron.
El 17 de enero de 2012, el MNLA se levantó en armas y el gobierno de Bamako envió soldados, tanques y aviones para combatirlo, pero al parecer no fue suficiente.
El 22 de marzo, un grupo de oficiales jóvenes tomó el poder en Malí ante “la incapacidad del gobierno para reprimir la rebelión separatista del norte”. Integrados en el Comité Nacional para la Recuperación de la Democracia y la Restauración del Estado, los golpistas anunciaron la detención y el juicio del “incompetente y corrupto” presidente Amadou Toumani Touré (elegido en 2000 y relegido en 2007), suspendieron las elecciones del 29 de abril, cerraron las fronteras e impusieron el toque de queda.
Pero aunque su líder, el capitán Amadou Haya Sanogo, se comprometió a devolver el poder a los civiles en no más de nueve meses, una vez estabilizada la situación, las reacciones internacionales no se hicieron esperar. El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas condenó el golpe, la Unión Africana y la Comunidad Económica de Estados de África Occidental aplicaron sanciones, y europeos y estadunidenses amenazaron con retirar su ayuda económica y militar.
Mientras, en el norte, los combates continuaban y los rebeldes avanzaban y tomaban plazas importantes. Luego, sorpresivamente, la junta militar ordenó “no prolongar la lucha en Gao”, ciudad donde se asienta el cuartel general del ejército para la región norte. Sin resistencia, los rebeldes la ocuparon y el 1º de abril se anunció la toma de la histórica Tombuctú. Con el control total de la zona que reclama, el MNLA anunció un “fin unilateral de las operaciones militares” a partir del 5 de abril.
A través de su página web, sin embargo, el secretario general del movimiento, Bilal Ag al Sharif, advirtió que retendrían las ciudades ocupadas y responsabilizó a la comunidad internacional de la seguridad del pueblo azawadi ante cualquier ataque de las fuerzas malienses. También llamó a una solución pacífica y expresó su preocupación por la presencia de sus adversarios, el grupo salafista tuareg Ansar al Din y Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI).
El cese el fuego, si se mantiene, es una buena noticia para la población civil tuareg, que quedó a merced del fuego cruzado entre las diversas facciones, y que para salvarse huyó por decenas de miles hacia los países vecinos. Pero no es probable que su regreso sea pronto, porque el problema está lejos de solucionarse y ahora combina reclamos ancestrales con conflictos actuales.
Con presencia documentada de por lo menos dos mil años en la zona del Sáhara y el Sahel, los tuaregs –palabra que por cierto no existe en su lengua y que en árabe significa “los abandonados por Dios”– son pastores y guerreros nómadas del tronco bereber, mezclados a lo largo de los siglos con pueblos del África negra. Sus emblemáticas caravanas de camellos han jugado un papel importante en el comercio transsahariano y, pese a su nomadismo, no han perdido su identidad lingüística y cultural.
Sin embargo, la historia ha cobrado su cuota. Primero fue su islamización, como la de todo el norte de África, bajo el dominio almorávide. Hoy, su religión “oficial” es el Islam, aunque no han desaparecido los ritos paganos ni el culto totémico, y tampoco ayunan en el Ramadán. Las mujeres gozan de una condición igualitaria y aun dominante. La herencia es matrilineal y ellas son las que mantienen el orden y la organización familiares; en caso de maltrato, pueden divorciarse y buscar otra pareja. Son más instruidas que los hombres y, a diferencia de los otros colectivos musulmanes, son ellos y no ellas los que se cubren el rostro con un velo.
Libres por naturaleza, los tuaregs sin embargo se vieron irremediablemente afectados por la colonización europea. Sin reparar en las fronteras naturales, étnicas o culturales, en el Congreso de Berlín de 1885 las potencias occidentales se repartieron los territorios ancestrales de África. Francia, la metrópoli a cargo, enfrentó desde un principio la rebeldía tuareg, sobre todo ante la construcción del ferrocarril transsahariano que amenazaba su modo de vida. De manera inmisericorde, París acabó en 1916 con todas las sublevaciones.
La descolonización no resultó mejor para los tuaregs. Sus confederaciones y sus clanes quedaron distribuidos en cinco Estados nacionales: Argelia, Libia, Malí, Níger y Burkina Faso. Tan pronto como en 1963 se dieron las primeras revueltas, especialmente en Malí y Níger (que concentran 80% de la población tuareg), con otras intermitentes que, en 1990-1995 y 2007-2009, alcanzaron niveles de guerra civil. Todos estos episodios se han saldado con miles de muertos y cientos de miles de refugiados, y al final con acuerdos de paz que sólo se han cumplido parcialmente.
Esta inestabilidad constante, la introducción de trenes y camiones, y sequías subsecuentes que diezmaron su ganado, llevaron a muchos tuaregs a sedentarizarse alrededor de centros urbanos o a emigrar a otros países. Las caravanas de sal y otros productos tradicionales, por su parte, dieron paso a otros grupos y al contrabando y tráfico de otras mercancías como cigarros, drogas, armas y hasta gente, ya que la Unión Europea subcontrata a fuerzas del Magreb para que ayuden a frenar las migraciones desde su origen.
Empero, una actividad que los tuaregs han logrado capitalizar es el turismo. Aprovechando su mítica figura de “hombres azules del desierto” (por su vestimenta) ofrecen recorridos en caravanas de camellos por las rutas que tan bien conocen, y aprovechan para comercializar sus trajes y su artesanía. Esta nueva fuente de ingresos, sin embargo, se ha visto también obstaculizada por las actividades yihadistas de Ansar al Din y AQMI en la zona, que no vacilan en secuestrar y matar extranjeros.
De hecho, uno de los argumentos del alzamiento de enero fue el abandono de la región tuareg de Anzawad por parte del gobierno maliense, que ha propiciado esta actividad criminal; el incumplimiento de los últimos acuerdos de paz (2009), y la continuada marginación económica y cultural. A ello se sumó un componente explosivo: el retorno a Malí y Níger de los combatientes tuaregs que apoyaron hasta el final a Muamar Gadafi, y que llegaron a casa con todas las armas que les proporcionó el coronel.
Los tuaregs apoyaron al líder libio en agradecimiento al respaldo que les brindó durante los alzamientos armados postcoloniales contra los gobiernos de Malí y Níger, y por permitirles luego asentarse en el sur de Libia. Él a su vez los aprovechó como ariete de seguridad, dada su influencia sobre las comunidades que habitan el desierto y que en los últimos decenios empezaron a ser frecuentadas precisamente por traficantes y yihadistas.
Pero con el surgimiento de la “primavera árabe” y la sublevación en Bengasi, las coordenadas cambiaron. Muerto Gadafi los tuaregs se quedaron entre dos fuegos. Ishaq Ag al Huseini, coordinador del Movimiento Tuareg de Libia, denunció que su comunidad era víctima de abusos tanto por parte de los rebeldes como de los gadafistas. Tras varios asesinatos, miles huyeron hacia la frontera con Argelia. Finalmente se firmó un acuerdo de paz con el nuevo gobierno, pero la mayoría decidió no regresar al sur libio, sino desplazarse al norte de Malí y Níger.
Los gobiernos de ambos países, que han acusado a Argelia y Libia de promover el secesionismo tuareg, advirtieron de inmediato del riesgo de nuevos choques armados. En Malí ya se materializaron, mientras que el presidente nigeriano, Mamadou Issoufu, toma medidas extraordinarias para evitarlos. Además de que los tuaregs locales también lo acusan de no honrar los acuerdos de paz y de mantenerlos en la marginación, los ánimos se han caldeado con la concesión de minas de uranio que han obligado a la evacuación de poblaciones enteras y el desplazamiento de la ganadería trashumante, por la contaminación radioactiva del suelo.
Pese al extrañamente rápido desenlace en el norte maliense, el problema está lejos de ser zanjado y constituye una bomba de tiempo regional. Para empezar, no se sabe realmente quién tiene el control de las ciudades ocupadas, si los independentistas tuaregs, que quieren un Estado democrático y laico, o sus contrapartes salafistas, que buscan imponer un régimen islámico y aplicar la sharia. Por otro lado, debe resolverse el golpe de Estado, para devolverle a Malí su institucionalidad.
En cualquier caso, la independencia tuareg seguirá siendo un sueño, ya que según un principio de la Unión Africana “las fronteras coloniales en África no se tocan”. Lo más que podrían conseguir es cierta autonomía, que de todos modos podría aliviar muchas tensiones entre las poblaciones sedentarias y nómadas, y ayudar a que se cumplan sus derechos.
Según Naciones Unidas, entre otros, los pueblos nómadas tienen derecho a su identidad cultural, a desplazarse dentro de su territorio ancestral, aun si éste incluye el de varios Estados nacionales; los niños a la educación, impartida de modo que no se les separe de su tribu o clan, y su sedentarización deberá ser una decisión autónoma del propio grupo, sin que le sea impuesta desde fuera. En el Sáhara y el Sahel, la realidad desde hace rato actúa en su contra.