OEA: derechos humanos a la carta

viernes, 8 de junio de 2012 · 22:39
MÉXICO, D.F. (apro).- Como en casi todos los foros hemisféricos, en la XLII Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA) celebrada la semana pasada en Cochabamba, Bolivia, el tema de convocatoria fue un mero trámite, para dar paso a los asuntos políticos que priorizan los gobiernos de la región. Así, la seguridad alimentaria, que fue aprobada prácticamente sin objeciones, cedió la palestra al permanente reclamo boliviano de una salida al mar, a la reivindicación de Argentina sobre las islas Malvinas y, sobre todo, a un encendido debate sobre reformas al estatuto de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Aunque en casa del anfitrión Evo Morales, Chile dijo que no modificaría una coma del acuerdo vigente con Bolivia para acceder al mar y que, en todo caso, se trataba de un tema bilateral. Punto. Por el contrario, la Asamblea apoyó en forma mayoritaria el reclamo argentino de soberanía sobre las islas Malvinas, e instó a Gran Bretaña a “iniciar negociaciones para resolver el diferendo por la vía pacífica”. Pero la cosa no paró ahí. Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela, todos miembros de la Alianza Bolivariana de las Américas (ALBA), decidieron renunciar al Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) porque, en palabras del canciller ecuatoriano, Ricardo Patiño, “en el momento más importante en que debió ser usado, cuando el ataque (británico) a las islas Malvinas, no se aplicó; incluso uno de los países firmantes (Estados Unidos) respaldó al agresor”. Firmado en 1947 en Río de Janeiro como un pacto militar regional de defensa mutua en caso de una agresión extracontinental, Argentina pidió en vano su aplicación en 1982, cuando el gobierno de Margaret Thatcher respondió con una guerra a gran escala a la previa incursión de militares argentinos en el archipiélago. Entre su lealtad al TIAR y a sus aliados de la Organización del Tratado Atlántico Norte (OTAN), Washington optó por lo segundo, poniéndose del lado de Londres. Ante el fiasco, el único país que hasta ahora se había retirado era México (2002), aduciendo que se trataba de un mecanismo “obsoleto e inútil”. Si bien este nuevo resquebrajamiento ratificó las diferencias entre Canadá y Estados Unidos con el resto del continente, la verdadera polémica estalló cuando, invitado por Evo Morales, apareció sorpresivamente el presidente de Ecuador, Rafael Correa, algo inusual en una asamblea de cancilleres. Erigido en portavoz de los países del ALBA, subió a la tribuna para defender una serie de reformas a la CIDH que anteriormente había expuesto ante el pleno el secretario general de la OEA, José Miguel Insulza. Histriónico como siempre, Correa alegó que la CIDH dependía de “pseudotecnocracias” como el Banco Mundial (BM), el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el gobierno estadunidense; censuró la influencia de lo que llamó el “onogeismo”, es decir, la participación de organizaciones no gubernamentales en controversias de derechos humanos, y criticó además que la Comisión tuviera su sede en Washington, cuando Estados Unidos ni siquiera era signatario de la Convención de San José, que a instancias de la CIDH dio vida en 1969 a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CoIDH). Correa, quien tiene abierto un proceso en esta Corte por una controversia entre el gobierno ecuatoriano y un medio de comunicación privado –el diario Universo, acusado de injurias durante el fallido golpe de Estado que intentó derrocarlo en 2010 y cuyo dueño huyó al exilio para evitar la cárcel– aduce que los medios utilizan el derecho a la libertad de expresión como un derecho por encima de los otros derechos, y pretende que se incorporen también al sistema interamericano los derechos colectivos y de los Estados. En su turno, Evo Morales habló inclusive de una “refundación” de la OEA y dijo que “es importante la reorganización de la jurisdicción de la CIDH para que no sólo supervise los derechos humanos en la región (latinoamericana), sino también en Estados Unidos”. La petición de los países del ALBA es que todos los miembros de la OEA se adhieran a la Convención de San José, en tanto que las resoluciones de la CoIDH son vinculantes y las de la CIDH no. Washington, como no signatario, sólo está sujeto a esta última y puede aceptar o rechazar sus recomendaciones. Sobre esta base la delegada estadunidense en la Asamblea, Roberta Jacobson, secretaria de Estado adjunta para América Latina, dijo que “queremos reformar y perfeccionar la OEA y sus instituciones de derechos humanos, pero hay que trabajar para llegar a un consenso de cómo hacerlo”; y rechazó de plano que las reformas se hagan “por imposición de algunos gobiernos”. Los trabajos para una reforma del Sistema Interamericano de Derechos Humanos se iniciaron desde mediados de 2011, a petición de los países del ALBA, más Brasil y Perú. Todos tienen casos abiertos en una u otra instancia y no han ocultado el desagrado por su curso: Bolivia, por la apertura de una carretera a través de territorio indígena y la represión de las protestas; Brasil por la construcción de una gigantesca hidroeléctrica en la selva amazónica, que afectaría a comunidades nativas; Ecuador por el mencionado diferendo con el diario Universo; Nicaragua por la afectación de comunidades indígenas en la costa Atlántica; Perú por un caso de ejecuciones extrajudiciales; y Venezuela por la violación de derechos políticos y de libertad de expresión. La percepción de los peticionarios, sin embargo, es que hay “una ofensiva contra los gobiernos de izquierda de América Latina”. El riesgo de esta politización de los derechos humanos, explica Viviana Krsticevic, del Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL, por sus siglas en inglés), radica en que las recomendaciones, aunque no vinculantes, “en la medida en que expresen un consenso político de Estados de la región, también tienen un impacto político sobre la CIDH”. Esto podría derivar en modificaciones a los estatutos tanto de la Comisión como de la Corte “y no se pueden atropellar los principios en función de coyunturas de corto plazo”, remata. Marcos Carmona, director de la Comisión Permanente de Derechos Humanos, consideró también que “algunos países quieren restarle funciones a la CIDH y limitar su trabajo”. La gravedad, agregó, “consiste en que la Comisión no puede emitir resoluciones antes de consultarlas con los gobiernos, por lo que su emisión depende de la voluntad gubernamental y lógicamente reduce su capacidad de incidir en el respeto a los derechos humanos”. Desde que el grupo de trabajo presentó en enero su informe sobre este tema al secretario general Insulza, para que éste a su vez lo sometiera a la Asamblea General de Cochabamaba, la polémica no ha cesado. Estados Unidos y otros países latinoamericanos no miembros del ALBAcomo Argentina, Colombia, Chile o Panamá están de acuerdo en “reformular ciertas cosas para adecuarlas a los acontecimientos propios de la democracia”. Pero todos insisten en que se trata de modernizar y fortalecer a la CIDH, no de limitarla. Las organizaciones civiles y no gubernamentales (ONG) no están muy convencidas de ello. Tres son las recomendaciones que más les preocupan: la de “equilibrar” el presupuesto de la CIDH, que depende de las contribuciones de los Estados, y que podría llevar a las relatorías más críticas y con más recursos financieros, como la de la libertad de expresión, a que reciban menos aportaciones; la que aconseja consultar a los Estados en cuestión antes de emitir medidas cautelares para proteger a ciudadanos en particulares situaciones de riesgo; y la de establecer un “código de conducta”, que podría limitar los dictámenes y las relatorías contra los Estados en situación de violación de los derechos humanos. Las ONG denunciaron además el incumplimiento de algunos Estados a los procesos de “solución amistosa” y la lentitud para procesar las demandas por los escasos recursos financieros de la CIDH. Reunidos en marzo con sus siete miembros, representantes de 700 ONG de América Latina advirtieron sobre el lenguaje “disfrazado” del grupo de trabajo para reformar a la CIDH. Stephanie Brewer, del Centro Agustín Pro Juárez de México, destacó que “los mismos patrones que han guiado las recientes violaciones a los derechos humanos en la región, son los que han llevado a gobiernos del continente a impedir que la Comisión realice su labor. Afirman que las propuestas buscan mejorar el Sistema Interamericano, cuando en realidad quieren limitarlo”. Carlos Correa, de la ONG venezolana Espacio Público, expuso el rechazo a cualquier iniciativa que suponga limitar a la muy crítica y criticada Relatoría para la Libertad de Expresión, “cuyo trabajo es imprescindible y está directamente relacionado con la protección del resto de los derechos humanos”. Camilo Mejía, de la Comisión Colombiana de Juristas, criticó la propuesta de consultar a los Estados antes de emitir medidas cautelares, “lo que signifcaría un retraso en la aplicación de éstas, impediría neutralizar las amenazas inminentes y pondría en peligro la vida de los afectados”. Por su parte José Miguel Vivanco, de la División de las Américas de Human Rights Watch (HRW), advirtió que “si la OEA reunida en Bolivia aprueba el informe elaborado por su secretario general, se reduciría la independencia de la CIDH al otorgarle a la Asamblea General poderes para redefinir lo que sus relatorías pueden o no hacer”. El informe fue aprobado, sólo que la decisión definitiva sobre sus recomendaciones será tomada en una Asamblea General Extraordinaria a realizarse a fines de este año o principios del próximo, porque según dijo Insulza en la reunión de Cochabamba no había espacio ni tiempo para que se produjera “un debate largo, intenso y profundo” sobre el tema. Considerada por la mayoría de las ONG de la región como “una de las pocas instituciones con credibilidad y que funcionan dentro de la OEA”, las reformas no sólo afectarían a la CIDH sino también a la CoIDH, en tanto que es la Comisión la que eleva a la Corte los casos más graves o que no encuentran solución conciliatoria. Ambos organismos funcionan en forma autónoma de la OEA, y sus críticos informes, recomendaciones y dictámenes han molestado a lo largo de los años tanto a gobiernos de derecha como de izquierda. En el caso de México, algunos casos paradigmáticos abordados por la CIDH han sido el de la abogada Digna Ochoa, el general José Francisco Gallardo, Héctor Félix Miranda, del semanario Zeta  y, recientemente, los abusos sexuales cometidos en Atenco. Y desde que se aceptó en 1998 la jurisdicción de la CoIDH, los del Campo Algodonero (feminicidios en  Ciudad Juárez), los ecologistas Rodolfo Montiel y Teodoro Cabrera, Rosendo Radilla Pacheco (desaparición forzada), y Valentina Rosendo Cantú e Inés Fernádez Ortega, indígenas violadas por elementos del Ejército.  

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