Sudán, la guerra de nunca acabar
MÉXICO, D.F. (apro).- Al parecer, ni los 50 años de intermitente y cruenta guerra civil ni la final secesión de Sudán del Sur en 2011 han logrado acabar con los enfrentamientos étnicos, políticos y religiosos a los dos lados de la frontera intersudanesa.
Apenas iniciado este mes, la prensa dio cuenta de choques en el sur de la provincia de Darfur en los que perdieron la vida más de 100 personas. Estos se habrían desencadenado por el asesinato de un soldado sudanés de la tribu Al Mesiria, en una emboscada presuntamente tendida por miembros del clan Al Roziqat. Los primeros exigen a los segundos la entrega de los culpables y una indemización, pero no han logrado llegar a un acuerdo.
Abul Qasem Imam, gobernador de la zona oeste, declaró a la radio de la ONU, en la capital Jartum, que las fuerzas de seguridad del gobierno habían logrado controlar la situación y que buscaban además a los implicados en previas matanzas de civiles. Esto, sin embargo, no ha evitado un nuevo éxodo masivo.
Fuentes del Ministerio de Asuntos Humanitarios dijeron a la agencia española EFE que unas 7 mil familias habían huido de las zonas en conflicto y que necesitaban de manera urgente tiendas de campaña, alimentos, agua y medicamentos, porque el gobierno sudanés no tenía capacidad de atender el creciente número de desplazados internos.
Por su parte, el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) reportó que en lo que va de este año se ha observado el mayor flujo de refugiados sudaneses hacia Chad, desde 2005, y que la mayoría son mujeres y niños. La cifra se acerca velozmente a los 100 mil y prácticamente todos provienen de la provincia de Darfur.
Melissa Fleming, portavoz de ACNUR en Ginebra, informó que la situación en esta zona otra vez se había tornado dramática. “Al parecer la violencia es terrible. Queman las aldeas y la gente huye herida. Dicen que sus casas han sido destruidas y sus pueblos incendiados. Hablan también de que hay mucha gente muerta, pero no tenemos las cifras exactas”, dijo.
Para colmo, el gobierno de Jartum no ha renovado todos los permisos para el personal del organismo humanitario que opera en Darfur. De los 37 trabajadores internacionales de ACNUR que hay desplegados en la provincia, sólo 17 tienen permisos vigentes para continuar su trabajo. A los otros 20 les han dado largas y, además, a los pocos que laboraban en la zona norte se les pidió que abandonaran Sudán “a la brevedad posible”.
El 6 de agosto, la oficina de ACNUR denunció que durante más de un mes su personal no había podido “llevar a cabo eficientemente sus actividades de protección y asistencia para los desplazados internos en Darfur del Norte”. Y agregó que en esta zona “la situación humanitaria sigue siendo crítica tanto para los desplazados internos de larga duración como para los nuevos desplazados por los recientes combates”.
Actualmente, en Darfur hay unos 2 millones de desplazados internos, de los cuales 1.2 millones viven en campamentos. Tan sólo en este año otras 300 mil personas han tenido que desplazarse: 75 mil en el norte, 140 mil en el sur y el este, y 15 mil en el oeste y el centro. A todos ellos ACNUR ha procurado darles asistencia y, cuando la situación lo permite, también ha verificado su retorno a alguno de los cinco estados que conforman la provincia.
Y es que, más allá de las divisiones históricas que separaron desde la Edad Media el territorio sudanés en un norte musulmán y un sur animista y cristiano, Darfur se cuece aparte. Nacido como reino independiente antes de que las pugnas entre egipcios, ingleses y franceses dieran origen a Sudán como tal, en el siglo XIX, este territorio árido poblado por tribus islamizadas se identificó geográfica y culturalmente con el norte, pero mantuvo siempre sus peculiaridades.
Desde la independencia en 1956, cuando inmediatamente estalló la guerra civil, todos los enfrentamientos y acuerdos de paz se centraron en la rivalidad entre los sudaneses del norte y del sur. Dos veces, por ejemplo, el general Gaafar al-Nimeiry, quien gobernó Sudán durante 16 años, pactó acuerdos de autodeterminación con los rebeldes del sur y dos veces los traicionó: no repartió los ingresos por la refinación del petróleo encontrado en la zona meridional, lo que incrementó su rezago; y avanzó en la islamización hasta imponer la sharia en todo el país.
Derrocado en 1985 por un golpe de Estado, al que siguieron varios más hasta que en 1989 el general Omar Hassan al-Bashir se hizo definitivamente del poder, el conflicto siguió su curso y luego se agudizó: Bashir emprendió una férrea islamización del Estado, desconoció los acuerdos de reconciliación y derogó la autonomía del sur. Aparte de los ataques de las tropas gubernamentales contra los rebeldes separatistas, famosas se hicieron sus milicias janjawid por el arrasamiento de aldeas enteras, que provocaron los primeros éxodos masivos hacia Darfur y el vecino Chad.
Presionado por la comunidad internacional y por la crisis de los refugiados internos y externos, en medio de la carnicería Bashir hizo algunos intentos conciliatorios: firmó un decreto para crear nueve estados federativos en Sudán, cada uno con su gobernador y gabinete ministerial, y limitó la sharia al norte islámico del país. Nunca sin embargo cumplió sus promesas de mejoría económica para todos ni cesó sus acciones militares.
Finalmente, en 2003, se firmó otro armisticio que permitió la formación de un gobierno de reconstrucción nacional. Al mismo tiempo se pactó un plebiscito para votar la autodeterminación de Sudán del Sur. Y ahí fue donde Darfur entró belicosamente en escena: varios líderes de esa región occidental consideraron que el acuerdo limitaba su participación en los poderes del Estado y en la repartición de los recursos públicos, mayoritariamente provenientes del petróleo. Exigieron por lo tanto otro plebiscito de autodeterminación para Darfur.
La exigencia empantanó el proceso de reconciliación nacional, y los conflictos intertribales y contra las fuerzas federales en Darfur generaron en 2005 la gran crisis de refugiados en Chad. Pese a ello, logró firmarse el acuerdo de Naivasha entre el gobierno de Jartum y los separatistas del Ejército de Liberación del Pueblo de Sudán, para la realización del plebiscito de la independencia del sur.
En 2011 nació el Estado número 54 de África: Sudán del Sur, con capital en Juba. En cuanto a Darfur, ni siquiera hay el proyecto de un plebiscito, porque no todos sus clanes ven con buenos ojos la independencia ni tampoco se ponen de acuerdo en quién debería gobernar si ésta se diera. Por lo tanto, continúan los enfrentamientos entre ellos y con el gobierno federal, y las últimas cifras de muertos evidencian una escalada.
Lamentablemente, en Sudán del Sur la independencia tampoco ha significado el cese de los choques intertribales. La mayoría de ellos se da entre tribus nómadas por la obtención de recursos de primera necesidad como la tierra, el agua y el ganado, escasos en un territorio de clima semiárido.
Catalogado por la Organización para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés) en 2010 como “el lugar con más hambruna del planeta”, en su espacio las guerras tribales se intensifican cuando se sobreponen varios factores como varios años de malas cosechas, la escasez de lluvias y la falta de semillas. Si a esto se suma la crisis económica global, y la incapacidad de los gobiernos de Jartum y ahora de Juba para enfrentar esas crisis cíclicas, la mesa para la violencia está puesta.
En enero de 2012, el presidente de Sudán del Sur, Salva Kiir Mayardit, declaró el estado de Junqali en crisis humanitaria. Lo hizo después de que en la primera semana de ese año murieran ahí 2 mil 182 mujeres y niños, y 959 hombres, a causa de los choques entre las tribus Nuer y Murle. Al año siguiente, la ONU cifró las muertes en mil 100 y el número de desplazados en 63 mil. El gobierno de Juba ha enviado sus tropas para controlar la violencia, pero no ha podido eliminarla.
Por otra parte, los enfrentamientos entre las tribus Al Mesiria y Al Roziqat que acaban de causar un centenar de víctimas en Darfur, tampoco son nuevos. En 2009, antes de que se dividiera el país, costaron la vida de unas 900 personas, la mayoría mujeres y niños, en el sur de Sudán.
En mayo de ese año, cerca de 2 mil roziqats montados a caballo y en vehículos motorizados atacaron una aldea mesiria. Las fuerzas del orden sudanesas intentaron evitar nuevos choques con la creación de una zona intermedia bajo su protección, pero fueron atacadas ellas mismas. En la batalla murieron 75 policías, unos 80 roziqats y entre 90 y 100 mesirias. Desde entonces, con mayor o menor saldo mortal, los enfrentamientos no han cesado.