Sri Lanka: La población civil, carne de cañon

lunes, 21 de abril de 2014 · 14:47
MULLAIKAVAL, Sri Lanka (apro).- Bajo las bombas y entre los tiros, un cuarto de millón de personas experimenta el caos: Mujeres, niños y hombres están amontonados en una barra de arena y palmeras, entre la playa del Océano Índico y la laguna de Nanthikadal, en un área menor que la quinta parte del Bosque de Chapultepec. Se trata del final, la última ofensiva militar y la más violenta por la determinación de los generales de obtener la victoria, esta vez definitiva, sobre el grupo guerrillero Tigres de Liberación de Tamil Eelam (LTTE por sus siglas en inglés). El gobierno ha designado una “zona segura” para la población civil, pero no la respeta. Tampoco los insurgentes que han decidido que, si no le pueden dar gloria al pueblo, el pueblo será destruido junto a ellos. Utilizan a los habitantes como escudos humanos, los retienen, los matan si tratan de escapar. Y los aviones, helicópteros y tanques del ejército de Sri Lanka atacan sin hacer preguntas. Es mayo de 2009 y, desde principios de año, los proyectiles hieren, mutilan, aniquilan durante un periodo que parece interminable. La guerra ha durado 26 años pero sólo en este último capítulo, el más sangriento, caen alrededor de 40 mil del total aproximado de 100 mil muertos del conflicto. Cinco años más tarde, las fotografías del presidente Mahinda Rajapaksa, quien ganó las elecciones de 2005 con la promesa de hacer trizas al LTTE y lo hizo, son ubicuas en toda la isla, desde la sureña ciudad de Galle hasta Jaffna, en el extremo norte, donde nació el enemigo derrotado, Velupillai Prabhakaran, fundador y líder único de LTTE hasta que murió en combate, el 18 de mayo de 2009. Los dos hombres eran parecidos, morenos de rostro regordete, ojos redondos y un bigote muy negro. Pero sólo uno de ellos está vivo para sonreír desde carteles colocados por el gobierno hasta anuncios de productos comerciales, con los que los empresarios promueven su negocio al tiempo en que se suben al carrusel nacionalista. La fiesta, sin embargo, tiene disonancias: hay cuentas pendientes y Rajapaksa quisiera hacer como que no existen. Tras años de prometer que serían investigadas las graves violaciones a los derechos humanos cometidas por sus tropas, el tiempo se agotó sin que se viera voluntad alguna de cumplir. En noviembre, al dirigirse a los jefes de Estado de la Commonwealth (Comunidad Británica de Naciones, a la que pertenece Sri Lanka) en su cumbre en Colombo, capital de este pequeño país insular, el primer ministro de Gran Bretaña, James Cameron, dio cuenta de que nada se ha hecho para establecer responsabilidades y reparar los daños, por lo que advirtió que, si en cuatro meses no se realizaba “una averiguación minuciosa, creíble”, de los crímenes cometidos durante la guerra civil, propondría que el Consejo de Derechos Humanos de la ONU (CDH-ONU) se hiciera cargo de ella. Hasta ahora, la comisionada de Derechos Humanos de la ONU, Navi Pillay, había hallado poco apoyo en su demanda de indagar los abusos cometidos, que reiteró el 24 de febrero al presentarles a la Secretaría General del organismo y al gobierno de Sri Lanka las conclusiones de sus propias indagatorias. Agotada la paciencia, el jueves 27 de marzo, el Consejo de Derechos Humanos de la ONU adoptó una resolución con 12 votos a favor (los de Estados Unidos, Gran Bretaña y México, entre otros), 12 abstenciones (sorprendió la de India) y 12 en contra (entre ellos China y Pakistán) en la que ordenó una investigación internacional. “Rechazamos esto”, declaró desde Colombo el presidente Rajapaksa, “esta resolución lastima nuestros esfuerzos de reconciliación. En Ginebra, donde tuvo lugar la votación, el representante Srilankés Ravi Aryasinha dijo que su país “categóricamente y sin reservas” rechazaba el documento aprobado, ya que “confronta su soberanía e independencia” y es “contraria a los intereses” de su pueblo. Enseñando lecciones Los campesinos indican el sitio donde, a fines de febrero, un tractor que araba tierra agrícola tropezó con nueve cuerpos, de los que la mayor parte era de mujeres. Los soldados cierran el paso, aseguran que no hay nada, pero no explican por qué están ahí e impiden avanzar. En menos de cinco minutos, un oficial aparece sudoroso en bicicleta, pide revisar el pasaporte del reportero de proceso y ataja: “Es una tumba antigua, tradicional, sólo se está haciendo escándalo”. Pese a que insiste en que no hay nada importante, sigue exigiéndole al visitante que se retire. Y se confunde: el gobierno ha admitido que ahí aparecieron esos cadáveres y asegura que fueron asesinados por LTTE; la versión oficial de que se trata de un viejo entierro común no corresponde a este hallazgo, sino a otro realizado a principios de marzo en el poblado de Manar, cerca de Jaffna, que involucra los restos de 83 personas. El 7 de marzo, Senerath Dissanayake, director de arqueología, aseguró que se trata de un cementerio de hace 50 años y anunció que suspendía los trabajos de investigación. La agencia Reuters dio cuenta ese mismo día, sin embargo, de tres testimonios de residentes que niegan que ahí haya existido un panteón. También citó al obispo católico de la localidad, Rayyapu Joseph, que criticaba que “sacaron conclusiones como quisieron” y “necesitamos un sondeo correcto y conclusiones aceptables”. Los tamiles, la minoría étnica que vio disuelto a balazos su intento de formar un país independiente, se han acostumbrado a ver los retratos alegres del presidente Rajapaksa en sus calles, en las pequeñas tiendas de alimentos, en las gasolinerías. Ocurre también en Mullaitivu, Mullaivaikal y Puthukkudiyirappu, los últimos pueblos sobre los que gobernó el LTTE, ubicados alrededor de la laguna de la matanza. Como una maldición, no obstante, se siguen descubriendo las fosas clandestinas que al dar pruebas de la masacre estropean la felicidad presidencial. Como también se difunden más videos, grabados con teléfonos celulares por los mismos soldados que cometieron terribles violaciones a los derechos humanos que el gobierno se rehúsa a investigar. Las prestigiada televisora británica Channel 4 difundió uno especialmente duro el 9 de marzo: ubicado sin precisión en las últimas semanas de la guerra, cerca de Nanthikadal, el documento muestra a cinco miembros del ejército que hacen chistes sobre los cadáveres de varias guerrilleras del LTTE: unas parecen haber sido ejecutadas; otras, además, están desnudas y da la impresión de que pudieron haber sufrido una violación. Como para despejar las dudas, entre las risas de sus compañeros –sólo uno se muestra descontento—, un soldado simula o realiza ante la cámara el ultraje sexual de uno de los cuerpos. Antes de sacar el material al aire, los periodistas lo sometieron al examen de un reconocido patólogo forense, el doctor Richard Shepher, que consideró que se trataba de un video auténtico y no manipulado, frente a lo que la embajada de Sir Lanka en Londres repuso que se trataba de una falsificación. Lo mismo había asegurado el gobierno de otros videos de violencia sexual cometida por agentes gubernamentales, incluyendo el de una joven presentadora de televisión del LTTE que fue capturada viva por el ejército, y que después apareció desnuda, víctima de una ejecución. Y también había descalificado el informe “Les vamos a enseñar una lección. Violencia sexual contra los tamiles por las fuerzas de seguridad srilankesas”, presentado por Human Rights Watch el 26 de febrero de 2013 y que incluye 73 testimonios de hombres y mujeres víctimas de violación. La intolerancia como norma La línea oficial del gobierno es denunciar toda exhibición de este tipo de evidencias, relacionadas con violaciones a derechos humanos, como parte de una actitud de los extranjeros de ver a Sri Lanka con desdén y no aceptar que alcanzó una gran victoria contra el terrorismo. La victoria, ha insistido Rajapaksa, no fue de la mayoría de etnia cingalesa (75% de los 20 millones de habitantes) sobre la minoría tamil (11%; los moros srilankeses forman otro 9%), sino de la nación sobre el terrorismo. En lo que sí quiere que se vea, sin embargo, se muestra otra cosa: a dos kilómetros de Puthukkudiyirappu y a otros dos de la laguna de Nanthikidal, ha reunido los restos de la “armada” del LTTE: algunas lanchas y, lo más interesante, una docena de submarinos caseros, todos de modelo único porque fueron improvisados con lo que había a la mano. Algunos de ellos son sólo para una persona y, según las autoridades, estaban destinados a ataques suicidas contra barcos de la marina gubernamental. Acompañado de una caseta donde se muestran mapas de las operaciones bélicas, este conjunto recibe el nombre de Museo de la Guerra y está al lado del Monumento a la Victoria: la estatua de un soldado en actitud de celebración está resguardada, como en los templos budistas, por cuatro leones. El detalle no pasa desapercibido para dos mujeres tamiles de Mullavaikal, la aldea donde culminó el aplastamiento del LTTE, anunciado oficialmente el 15 de mayo de 2009 por Rajapaksa, y de donde el caudillo Prabhakaran hizo un intento de escapar internándose a la laguna, para ser abatido con sus últimos leales, tres días después. Sin dar sus nombres y con precauciones, porque además de una fuerte presencia militar hay numerosos informantes de la policía secreta, las lugareñas cuentan que los últimos dos años de la guerra vivían “corriendo entre las casas y las dunas, de un escondite a otro, para que no nos mataran las bombas”. Algunos de sus parientes y amigos no tuvieran tanta suerte como ellas. “Pensamos en ellos siempre, vamos al templo, oramos en él”. No pueden decir sus nombres, por temor a represalias. “Nos sentimos sospechosas sólo por ser hindúes”. Los tamiles, en su mayoría, practican esta religión, aunque entre ellos hay cristianos e incluso, ateos, pues la ideología oficial del LTTE era marxista. Los cingaleses, en cambio, son budistas y, como producto de la guerra, tienen algunas variantes de extremismo religioso. En la ebriedad de la victoria sobre la minoría, organizaciones budistas radicales como Bodu Bala Sena, Brigada Budista y Fortaleza del Legado Budista, han cometido ataques contra personas y templos cristianos, musulmanes e hinduistas, e incluso contra fieles de Buda de tendencia moderada. “Poco a poco, la intolerancia contra las minorías religiosas se está convirtiendo en la norma y no la excepción”, dice Fred Carver, de la Campaña Sri Lanka por la Paz y la Justicia. Las fuerzas de seguridad se saben impunes. “No tenemos miedo por nosotras”, aclaran las mujeres tamiles, ambas de entre 26 y 29 años, “pero nuestros maridos o hermanos pueden desaparecer sin que nadie haga algo por ellos”. El 14 de marzo, mientras se desarrollaba esta conversación, una conocida dirigente del movimiento de familiares de desaparecidos, Vipoosika Jeyakumari, fue arrestada en Manar, un pueblo vecino a Jaffna, por orden del Ministerio de Defensa. La guerra le arrebató a dos de sus hijos. Del tercero, de sólo 15 años, reclutado a la fuerza por el LTTE, no se supo más después de que se rindió al ejército en 2009. Junto a Jeyakumari, se llevaron a su última hija, de 13 años. Praveen Mahesan, un cura cristiano, y Ruki Fernando, dos de sus compañeros que se pusieron de inmediato a buscarlas y a exigir su liberación, fueron detenidos el 17 de marzo, supuestamente  bajo sospecha de incitar al odio étnico o religioso. La legislación antiterrorista permite que los mantengan encarcelados sin juicio hasta 18 meses, y podría conducir a sentencias de hasta 20 años. Fred Carver reaccionó con una declaración pública: “Ruki y el padre Praveen han trabajado incansablemente para combatir el extremismo y construir una Sri Lanka más tolerante. Es amargamente injusto que los acusen de promover el odio étnico y la idea de que pudieran tener vínculos terroristas es evidentemente absurda”. En Twitter, los periodistas internacionales que cubren Sri Lanka se sorprendieron de que el gobierno aprehendiera a defensores de los derechos humanos, y a una niña, justo cuando se evalúa su respeto, precisamente, a los derechos humanos. “¿Pedir que el gobierno de Sri Lanka se investigue a sí mismo o que la ONU elabore otro informe servirá para aliviar los problemas de la gente como Jeyakumari?”, tuiteó sin esperanzas @rkguruparan, un abogado srilankés.

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