Davutoglu, el "Kissinger turco"

viernes, 29 de agosto de 2014 · 20:54
ESTAMBUL (apro).- En los primeros días de 2009 el Ministerio de Exteriores turco convocó a los periodistas extranjeros en una pequeña habitación de un lujoso hotel de Estambul. Al frente de la mesa se hallaba un hombre de aspecto tímido, se podría decir que incluso frágil en comparación con la habitual bravuconería de los ministros del Ejecutivo del islamista moderado Recep Tayyip Erdogan. El hombre en cuestión, Ahmet Davutoglu, un académico al que el gobierno de Turquía había convertido en asesor y diplomático, acababa de llegar de una ronda de contactos en Medio Oriente: Beirut, El Cairo, Amán. La diplomacia turca, en aquel momento, trabajaba a toda máquina para detener el enésimo enfrentamiento entre israelíes y palestinos, esta vez tras el asalto hebreo a la Franja de Gaza en su Operación Plomo Fundido. Y el hombre al frente de la mesa había sido clave para lograr un alto al fuego. Tres meses después de esa misión, Davutoglu fue nombrado ministro de Exteriores. Y ahora es el llamado a suceder a Erdogan al frente del gobierno: será el nuevo primer ministro turco. Davutoglu es considerado el padre de la actual política exterior de Turquía, pues dándole la vuelta a las concepciones diplomáticas vigentes hasta el principio del siglo XXI en el país euroasiático, ha conseguido situarlo como un importante actor internacional. Aunque, en los últimos años han arreciado las críticas a su política exterior. Cuando se constituyó la República de Turquía, tras una década de infaustas guerras, su fundador y primer presidente, Mustafa Kemal Atatürk, promovió una cierta autarquía diplomática bajo el lema “paz en casa, paz en el mundo”. Era la década de 1920 y Atatürk prefería centrarse en reformar el país antes que dedicarse a la política internacional, sabedor de que el aventurerismo de sus antecesores en el Imperio Otomano fue uno de los factores que lo llevaron a la ruina. En las siguientes décadas, especialmente durante la Guerra Fría, Turquía prácticamente se limitó a acatar las órdenes de sus socios occidentales y de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Sus intentos de política exterior activa, por ejemplo en el conflicto de Chipre o en el Cáucaso durante la década de los noventa, no resultaron sino en estrepitosos fracasos. Pero, tras la victoria del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP, islamista moderado) en 2002, Davutoglu fue llamado a asesorar al Ejecutivo en política exterior. El partido y los gobernantes eran nuevos y Davutoglu tenía espacio para aplicar en la práctica lo que había estado diseñando en los laboratorios de la academia. “Profundidad estratégica” Nacido en 1959 en la conservadora provincia de Konya (Anatolia Central), Davutoglu estudió ciencias políticas y relaciones internacionales en Turquía y se dedicó a la carrera académica desde el inicio. En 1990 rechazó una oferta de trabajo en Estados Unidos y prefirió marchar a Malasia, para ejercer como profesor de la Universidad Islámica Internacional y así conocer de cerca otros estados de mayoría musulmana. De hecho, durante su carrera académica muchos de sus trabajos versaron sobre el encaje de las sociedades islámicas en las modernas relaciones internacionales. Uno de los conceptos fundamentales que elaboró Davutoglu fue el de “profundidad estratégica”; es decir, Turquía debe usar su privilegiada posición a caballo de dos continentes y como cruce de diversas culturas para tender puentes entre los países de las conflictivas regiones que la rodean: los Balcanes, el Cáucaso y los países de la antigua URSS, las naciones de Medio Oriente y del norte de África. El objetivo: reforzar su papel como actor global. Y así fue. Bajo su asesoramiento se abrieron decenas de nuevas legaciones diplomáticas a lo largo y ancho del globo, se establecieron relaciones con países con los que antes no había contacto y se estrecharon los vínculos con los estados del entorno con base en la política de “cero problemas con los vecinos”. Así, Turquía dio un empujón definitivo a su anhelado proyecto de adherirse a la Unión Europea (aunque posteriormente las negociaciones han quedado estacionadas por diversos factores). Ankara comenzó a establecer contacto con su vecina Armenia, un país del que le separa un siglo de tragedias y matanzas. En Chipre se apoyó un plan de reunificación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), aunque luego resultó en un fracaso. Irán, Siria y Rusia, estados con los cuales había importantes fricciones por ser Turquía miembro de la OTAN, mejoraron las relaciones con Ankara. Davutoglu, además, logró  que Bosnia y Serbia se reconciliasen; intentó que Israel y Siria --todavía en estado técnico de guerra-- firmasen la paz; intercedió entre Pakistán y Afganistán; consiguió que los aliados occidentales apoyasen sus esfuerzos por reconstruir Somalia, y medió entre las facciones iraquíes en constante guerra civil. Al mismo tiempo, el gobierno turco apostó por el soft-power y logró que los productos de las empresas turcas copasen los mercados de los Balcanes, Oriente Medio y Cáucaso, lo mismo hicieron instituciones educativas y series de televisión que, siguiendo la doctrina Hollywood, permitieron a Turquía entrar en los países de su entorno a través de la televisión. “Turquía, que antes creía estar rodeada de enemigos, ahora mantiene excelentes relaciones con todos sus vecinos”, aseguraba Davutoglu en 2010 en una conferencia en la universidad estadunidense de Harvard. Ese mismo año, la revista Foreign Policy lo nombró el séptimo pensador global más importante del mundo y en casa lo comparaban con el hábil pero polémico Henry Kissinger, secretario de Estado de Estados Unidos durante las administraciones de Nixon y Ford. Diplomacia “neo-otomana” Sin embargo, la política exterior turca murió por su propio éxito. Enardecida por los triunfos cosechados, Turquía vio su oportunidad de convertirse en “la potencia” de Medio Oriente a raíz de las revueltas conocidas como la “Primavera Árabe”. Siendo uno de los pocos Estados musulmanes realmente democráticos, el gobierno turco se alineó con todos aquellos que, desde Túnez a Siria, salieron a la calle a exigir el fin de los autoritarios regímenes árabes. El primer ministro Erdogan era entonces recibido como héroe por palestinos, libios y tunecinos. Pero, al final, las revoluciones árabes no triunfaron –con excepción, quizás, de Túnez– y degeneraron en violentos conflictos. Turquía pagó entonces cara su osada política exterior y el haber intentado arrebatar el título de poder de Medio Oriente a sus tradicionales valedores: Egipto, Irán y Arabia Saudita. Los vecinos de Turquía se mostraron recelosos de la diplomacia diseñada por Davutoglu, a la que veían, no sin razón, como “neo-otomana”; es decir, destinada a recuperar la influencia turca en aquellos territorios que una vez pertenecieron al vastísimo Imperio Otomano. Un antiguo alumno suyo, el doctor Behlül Özkan, explicaba recientemente en una entrevista que la visión del nuevo primer ministro turco se forjó en la lectura de los clásicos del imperialismo euro-americano como Harold Mackinder, Karl Haushofer o Nicholas Spykman, aunque a ello aporta el concepto de la comunidad islámica: “Davutoglu mezcla la lógica autoritaria occidental con el islamismo político”. Y explica que la visión “ideal” del hasta ahora ministro de Exteriores sería un Medio Oriente en el que, tras caer los regímenes autoritarios laicos, una nueva generación de Hermanos Musulmanes se hiciese con el poder, constituyendo una región de fronteras borrosas bajo el liderazgo de Turquía. De hecho, más que “neo-otomano”, Özkan califica la estrategia de Davutoglu como más cercana al “pan-islamismo”. Por jugar con fuego, Turquía se ha visto arrastrada al avispero de Medio Oriente. Por ejemplo, su incondicional ayuda a quienes se rebelaron contra el régimen de Bashar al Asad en Siria, ha terminado beneficiando a las facciones más extremistas, que ahora, conformadas en el Estado Islámico, se han convertido en una de las mayores amenazas globales desde el surgimiento de Al Qaeda. Así ha conseguido enfurecer tanto a sus socios occidentales como a sus vecinos de Medio Oriente. “La política de cero problemas con los vecinos se ha convertido en la política de no hay vecino con el que no tengamos problemas. Y a Davutoglu se le acusa de ser corto de miras, ingenuo y demasiado ideológico y de no tener en cuenta los imperativos de la realpolitik”, escribe el columnista Cengiz Çandar, antaño defensor de las políticas del Ejecutivo turco. Como primer ministro, Davutoglu se verá obligado a levantar de nuevo una imagen exterior de Turquía que hace aguas, pero sobre todo a solucionar los agudos problemas internos del país euroasiático. Con todo, se le vaticina poco poder de maniobra porque, si bien es cierto que Erdogan, como nuevo jefe de Estado, tendrá menos atribuciones que el jefe del Gobierno y teóricamente debería mantener una actitud neutral, nadie duda que seguirá tratando de manejar los hilos de su partido y de controlar de cerca a Davutoglu. No en vano, el diario opositor Cumhuriyet calificaba a Davotuglo como el nuevo “Gran Visir del sultán” Erdogan.

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