La preponderante casa de Saud

viernes, 6 de febrero de 2015 · 21:42
MÉXICO, D.F. (apro).- Desde hace un par de meses, el reino de Arabia Saudita se ha mantenido en los titulares de la prensa mundial. En primer lugar, porque debido a su negativa de reducir la producción diaria de barriles en el seno de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), ha provocado la caída de los precios internacionales del crudo. En segundo, por la condena de diez años de cárcel y mil latigazos impuesta al bloguero Raif Badawi, a quien se acusó de criticar al Islam por plantear la necesidad de liberalizar algunas de las rígidas políticas del reino. Y, en tercero, porque en este contexto falleció el rey Abdalá y asumió el trono su medio hermano Salman, lo que motivo un desfile por Riad de numerosos líderes occidentales, encabezados por Barack Obama, para expresar sus condolencias y proclamar su adhesión al nuevo monarca. El presidente estadunidense, quien por este motivo acortó su visita a la India, fue acompañado por el secretario de Estado, John Kerry; el director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), John Brennan, y el jefe del Comando Central Conjunto, Lloyd Austin, lo que da una idea de las prioridades de Washington en este encuentro. Según el diario saudita Al Hayat, además de estrechar las relaciones estratégicas entre ambos países, la visita sirvió para discutir temas como la lucha conjunta contra el movimiento yihadista, en general, y el grupo Estado Islámico, en particular; la seguridad en el Golfo Pérsico, la crisis en el vecino Yemen y las negociaciones sobre el programa nuclear iraní. No se mencionaron ni el petróleo ni los derechos humanos. Interrogado al respecto por la cadena estadunidense CNN, Obama respondió escuento que “a veces tenemos que hacer un equilibrio entre nuestra necesidad de hablar con ellos sobre derechos humanos y las preocupaciones inmediatas relacionadas con la lucha contra el terrorismo o el manejo de la estabilidad regional”. Aseguró, sin embargo, que su gobierno seguiría “ejerciendo presión” sobre los otros asuntos. Un país occidental que notoriamente no mandó a nadie de primer nivel a presentar sus condolencias fue Alemania. Además, en fechas recientes el gobierno de Angela Merkel suspendió la venta de armas a la monarquía por consideraciones de derechos humanos. Cuestionado al respecto Guido Steinberg, experto en Medio Oriente de la radiotelevisión alemana Deutsche Welle, dijo que ello se debía más a una coyuntura interna de presión pública que a un cambio de política, ya que Berlín, al igual que la mayoría de las capitales europeas, se ha acercado a Riad en los últimos años. Para Steinberg, la razón está clara: Arabia Saudita detenta casi una cuarta parte (24%) de las reservas mundiales de petróleo y un tercio de la OPEP. Y aunque sus exportaciones van más hacia el este asiático, que hacia Estados Unidos o Europa, “si el reino saudí se volviese inestable como Irak o Siria, y se redujesen sus exportaciones de petróleo, esto tendría consecuencias muy negativas para la economía mundial”. Desde su perspectiva, pese a sus políticas represivas y sus ideas arcaicas, Occidente de momento no tiene más alternativa que apoyar a la preponderante Casa de Saud. Explica: “En Arabia Saudita hay una fuerte oposición salafista, que tiene conexiones con la Hermandad Musulmana y organizaciones terroristas como Al Qaeda y el Estado Islámico; además, existe una importante oposición chiita en el este del país. Entonces, si la familia Saud pierde el control, existe el riesgo de que un nuevo gobierno no pueda mantener el orden y el reino se fracture en tres o cuatro Estados divididos por líneas regionales o religiosas” Firme aliada de Estados Unidos desde la revolución islámica (chiita) encabezada en 1979 por el ayotola Jomeini en Irán –alianza que se reforzó con la caída de la Unión Soviética en 1990 y el auge de la lucha yihadista a partir de 2001–, la monarquía saudita ha aprovechado su presunta condición de “indispensable” para jugar un juego ambiguo y apostar a sus propios intereses. En la actual coyuntura, por ejemplo, la decisión de no reducir la producción de crudo pese a la caída de los precios, anunciada por el ministro del Petróleo saudita, Ali al Naimi, en la última reunión de la OPEP a fines de noviembre pasado en Viena, busca dos ventajas para el reino, una comercial y otra geopolítica, sin importar si perjudica a sus socios dentro y fuera de la organización. Dentro de la OPEP, porque a pesar de los pedidos de reducción de países como Irán y Venezuela, se impuso la posición de Arabia Saudita y los países del Golfo de mantener las cuotas, lo que en los hechos lleva a una guerra de precios –a la baja– por el mercado entre productores; y fuera, porque la medida va principalmente dirigida a la creciente producción de petróleo de esquisto en Estados Unidos. Más allá de una reducción en el crecimiento económico de China y la Unión Europea, que ha redundado también en un excedente petrolero, el secretario general de la OPEP, Salem El-Badri, ministro del Petróleo de Libia, lo dejó muy claro: “El problema para nosotros es que Estados Unidos está produciendo petróleo de esquisto a un costo muy bajo, y un incremento en los precios de la OPEP lo haría más atractivo para los compradores”. Por supuesto, la baja en los precios del petróleo también afecta a la propia Arabia Saudita. Pero sobre la base de una reserva de divisas de 741 mil millones de dólares y un súperavit de 15 mil millones de dólares en el último año fiscal, el reino puede darse el lujo de absorber los costos del déficit de presupuesto por algunos meses, y avanzar su agenda geopolítica. Para nadie es un secreto la guerra sorda que libran saudíes e iraníes por el control del Medio Oriente y el mundo islámico en general. Y, para Riad, Washington y sus socios europeos han ido últimamente demasiado lejos en sus acercamientos con Teherán. Aprovechando el triunfo electoral del moderado Hassan Rohani, estadunidenses y europeos han avanzado considerablemente en las negociaciones sobre el programa nuclear iraní, sin eliminar del todo el enriquecimiento de uranio como querían israelíes y saudíes; algunas sanciones económicas se han suavizado e, inclusive, se habla de una colaboración militar no oficial contra los yihadistas y el EI. Para la mayoría de los analistas, más que el potencial nuclear iraní, lo que le preocupa a Arabia Saudita es la creciente influencia que Irán está adquiriendo por la vía de los hechos en la región. En Irak, por ejemplo, vía los chiitas los iraníes se han apoderado prácticamente de los aparatos de seguridad estatales y, si no fuera por la intervención de la Guardia Revolucionaria de Irán en el norte del país, incluidas las zonas fronterizas kurdas, el avance del EI hubiera sido incontenible. En Siria, mientras la coalición liderada por Estados Unidos lanza ataques aéreos sobre los bastiones del EI, el Ejército Libre Sirio prácticamente ha desaparecido, los yihadistas sunitas financiados por la propia Arabia Saudita y las otras monarquías del Golfo combaten entre sí y, entretanto, el gobierno de Bashar el Asad, apoyado por la milicia libanesa chiita Hezbolá –financiada por Irán– recupera posiciones. Para completar el cuadro, en las fronteras sur y oeste del reino de Saud los rebeldes chiitas de Yemen, que llevan largos años de insurrección y tienen en jaque al gobierno de Saná, y la oposición chiita de Bahrein, que Riad ayudó a sofocar militarmente hace algunos años, crean en la monarquía una sensación de que están perdiendo la batalla por el control de la región. Paradójicamente, para frenar el avance del EI, Riad requiere de la colaboración de Washington y Teherán; y además, una confrontación militar con su poderoso vecino persa sería impensable, por lo que los saudíes optaron por un golpe económico. Irán depende en gran parte de los hidrocarburos, que suponen hasta el 60% de sus exportaciones y 25% de su Producto Interno Bruto. Mermar estos ingresos, en la lógica saudí, sería reducir los millones que los iraníes gastan en las operaciones de apoyo a sus aliados chiitas en Irak y Siria, y de paso darle un puñetazo a la economía de Rusia, la incondicional aliada de Asad en el Consejo de Seguridad de la ONU. Aunque esta lógica ya ha tenido un efecto inmediato en las economías iraní y rusa, de paso ha afectado a algunos aliados saudíes en Europa y América del Norte y, a mediano plazo, podría revertírsele en términos de su propia seguridad. Según el analista político Claude Salhani, citado por la BBC de Londres, “no es casulaidad que la estrategia militar del EI siga la ruta de los campos petroleros del noreste de Siria y el norte de Irak, pero su premio final son los riquísimos campos petroleros de Arabia Saudita”. Por su parte, dos analistas cercanos a Riad, Nawaf Obaid, del Centro Belfer de Asuntos Internacionales de la Universidad de Harvard, y Saud al Sarhan, del Centro de Estdios Islámicos Rey Faisal, sostienen en el New York Times que la consolidación del califato proclamado por el EI “pasa por la toma de los sitios sagrados de Medina y La Meca”, situados en Arabia Saudita. El EI no menciona al reino por su nombre –que se refiere al clan en el poder de los Saud, cuya autoridad no reconoce– sino a “la tierra de Haramayan” o de “los lugares sagrados”, según expresó en una reciente alocución el autonombrado califa, Abu Bakr al Bagdadi. Según el analista de seguridad de la BBC, Frank Gardner, los primeros blancos de los extremistas podrían ser las ricas provincias petroleras fronterizas habitadas por chiitas, a quienes los yihadistas consideran apóstatas. Por lo pronto, en este año ya se han registrado dos incidentes con víctimas fatales sauditas en las fronteras con Irak y Yemen. Y aunque nadie ha reivindicado estos ataques, expertos consideran que son las primeras represalias por la participación de Arabia Saudita en los bombardeos contra las bases del EI en Irak y Siria, realizados por la coalición que encabeza Estados Unidos. No obstante, el nuevo rey Salman anunció que continuará la política de no reducir la producción de crudo y mantuvo en su cargo al ministro Al Naimi. Más allá de algunos ajustes en la cúpula, que devuelven el orden sucesorio a la línea del penúltimo rey Fahd, a la que también pertenece Salman, tampoco se esperan grandes cambios en el reino. Al contrario, se teme que las muy tímidas reformas iniciadas por el fallecido Abdalá, puedan ser revertidas. Con la mitad de su población en la pobreza y un 50% de jóvenes por debajo de los 25 años, aficionados a internet y cada vez más descontentos con la falta de libertades; una minoría chiita inconforme y belicosa, y la radicalización de numerosos saudíes que se oponen a cualquier alianza con Occidente y de los que por lo menos dos mil han partido para engrosar las filas del EI, el poderoso clan de los Saud podría ver cómo, mientras maniobra en el exterior, un polvorín se enciende en su propia casa. Hasta ahora cualquier iniciativa en este sentido, por muy leve y pacífica que sea, se ha visto apagada por la represión, como se pudo observar recientemente con el bloguero Badawi. Pero él sólo es la punta del iceberg. En 2011, al calor de la “primavera árabe”, Human Rights Watch documentó que unos 160 disidentes fueron detenidos en el transcurso de las tímidas manifestaciones. Y, actualmente, la Asociación por los Derechos Civiles y Políticos calcula que, bajo el pretexto de la guerra contra el terrorismo, en el reino se encuentran detenidas unas 30 mil personas.

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