Cuando huir no es suficiente

miércoles, 6 de abril de 2016 · 11:18
El pasado 20 de marzo entró en vigor el acuerdo entre la Unión Europea y Turquía para deportar hacia este último país a quienes lleguen al viejo continente a través del Mar Egeo. Pero hasta la fecha nadie sabe cómo se va a aplicar dicho acuerdo. Unos 50 mil refugiados varados en Grecia enfrentan un limbo legal: no pueden ser devueltos a Turquía porque llegaron antes del día 20, pero el cierre de las fronteras de las naciones balcánicas les impide seguir hacia el corazón de Europa. Miles más están hacinados en centros donde no se respetan sus derechos básicos. Viven a la espera de ser deportados a un país que carece de infraestructura para acogerlos y garantizar su protección. LESBOS, GRECIA/ESMIRNA, TURQUÍA (Proceso).- El señor Nikos sabe bien lo que es huir. Por eso no le cuesta trabajo entender a los miles que, desde su aldea en las montañas septentrionales de Lesbos, ha visto llegar a su isla en los últimos meses cruzando la estrecha franja marina que separa Turquía de Grecia, ya en la Unión Europea. Esa misma dirección tomaron sus abuelos en 1922 para escapar de los turcos. A un pariente suyo lo asesinaron en la playa. “A quien agarraban, le cortaban la cabeza”, asegura que relataban tiempo atrás los refugiados griegos que habían huído de lo que entonces era el Imperio Otomano. El propio Nikos, cuando apenas tenía 15 años, emigró de Lesbos a Venezuela: su padre, pescador, se había partido una pierna y él, el hijo mayor, tenía que proveer a la familia. Durante casi dos décadas habitó en tierras extranjeras, antes de regresar por una enfermedad que lo invalidó parcialmente. “Cuando aprieta el hambre, cuando te persigue la guerra, no tienes otra opción que escapar”, sentencia. Más de 1 millón de refugiados y migrantes llegaron a las costas europeas a través del Mediterráneo en 2015, la mayoría navegando en precarias embarcaciones la escasa distancia que separa Turquía de las islas griegas, que en algunos puntos, como en el caso de Lesbos, no supera los 10 kilómetros. En lo que va de 2016 ya han llegado a las islas griegas 150 mil personas, pese a que se trata de los meses de peores condiciones climatológicas, por lo que se ha incrementado el número de naufragios: 147 personas han muerto ahogadas y por hipotermia en menos de tres meses, más de un tercio de los fallecidos durante todo el año pasado en estas aguas. “Esto es un canal y aunque por este lado parezca que la mar está calma, en el otro lado hay oleajes importantes”, explica Óscar Camps, director de la ONG Proactiva Open Arms. “Las mafias ponen a las barcas motores en mal estado y, al ir sobrecargadas, no tienen fuerza ni para girar. Van 50 personas, que es mucho peso para la mierda de embarcaciones que son. Si alguien se pone nervioso o se levanta, la barca se vuelca”, señala. Camps y sus 14 socorristas profesionales, destacados a lo largo de la costa de Lesbos, han sacado ya a medio millar de personas del agua en los poco más de siete meses que llevan en la isla. “Cuando hay un naufragio no hay tiempo que perder. El agua está muy fría y los chalecos que llevan son muy malos, les entra agua y terminan hundiéndose. Si tardas 15 minutos en llegar, se te han muerto todos los menores de dos años. Si tardas media hora, no queda nadie vivo, excepto los que tengan 20 o 25 años”. El viaje de Rifat De la dureza de la travesía da constancia Rifat. Este abril cumplirá dos años. En el campo de refugiados de Kara Tepe, en Lesbos, todos le hacen gestos de cariño y juegan con él, tratando de que olvide el mal trago de la travesía marina. “Pasamos mucho miedo y mi niño no paraba de llorar. Afortunadamente es muy pequeño y espero que jamás se acuerde de lo que vivimos”, explica Nur, la madre. Que esta bioquímica siria que aún no ha llegado a los 30 años hable de miedo no es poco. Ella y su marido, Hassan, se vieron obligados a escapar por una ruta llena de riesgos. En Damasco, Hassan trabajaba para el Departamento de Bosques y Jardines del gobierno, pero el Ejército lo llamó a filas, a combatir en la guerra que asuela Siria desde hace cinco años. “Yo no quiero matar a nadie”, dijo él. El matrimonio intentó marcharse legalmente. Pidió asilo en los consulados franceses en Turquía y Líbano, pues Nur había estudiado en Francia gracias a una beca europea. Pero la diplomacia gala no respondió a su solicitud, como ha sido el caso de muchos otros sirios que han intentado emigrar a Europa antes que arriesgar su vida en el mar. Ello pese a que oficialmente las autoridades de la UE aseguran que su intención con el nuevo acuerdo con Turquía es fomentar las vías legales para los refugiados. Así, Nur, Hassan y el pequeño Rifat iniciaron su huida de Siria en diciembre pasado. Desde Damasco cruzaron territorio en guerra, controlado por las más diversas facciones –los soldados del gobierno, las milicias rebeldes, grupos yihadistas–, ocultos en un vehículo de transporte de ganado. Pero en la localidad de Minbij fueron descubiertos por la policía del Estado Islámico, la organización que ha aterrorizado al mundo con sus brutales asesinatos por crucifixión, decapitaciones, ataques químicos y atentados suicidas. El dinero –unos 500 dólares– logró recomprar su libertad y fueron capaces de llegar a Turquía, desde donde buscaron pasar a Grecia. Los tres primeros intentos fueron fallidos: en una ocasión, los guardacostas apresaron su lancha a escasa distancia del islote griego de Farmakonisi y tuvieron que regresar a Turquía. “Estábamos muy estresados, por un lado sabíamos que ahora, en invierno, es muy peligroso echarse al mar, pero también queríamos llegar antes del día 20, cuando entraba en vigor el acuerdo UE-Turquía, para evitar que nos deportaran”, asegura Nur. Lo consiguieron: el 18 de marzo alcanzaron Grecia. Ahora ellos, como otros 50 mil refugiados en territorio griego, se encuentran en un limbo: no pueden ser devueltos a Turquía porque llegaron antes del día 20, pero el cierre de las fronteras de los países balcánicos (Macedonia, Albania y Serbia) les impide seguir su ruta hacia el corazón de Europa. Más de 5 mil malviven hacinados en dos edificios abandonados del puerto del Pireo. Otros 4 mil 500 están en el viejo aeropuerto de Atenas. Más de 10 mil chapotean en el barro en Idomeni, en la frontera greco-macedonia, donde sólo recientemente se ha comenzado a levantar un campamento de refugiados. El resto pulula por las islas y la Grecia continental sin saber qué hacer. “Legalmente arrestados” Con todo, ellos son los afortunados. Quienes llegaron a las costas de Lesbos después del 20 de marzo han sido encerrados en Moria, un campamento de refugiados convertido en centro de detención e internamiento. Hasta esa fecha ese campamento era gestionado por diversas ONG lideradas por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados. Sus condiciones eran relativamente aceptables. Pero ahora que son las autoridades helenas quienes se hacen cargo, la situación es deplorable, según pudo constatar el enviado de Proceso. La mayoría de los 2 mil internados duermen sobre el suelo de contenedores de plástico. Pese al frío, escasean las cobijas. No hay agua caliente. La comida corre a cargo del Ejército, que la subcontrata a una empresa del exterior, pero es habitualmente insuficiente y de mala calidad. “No nos dan apenas comida, la gente tiene que comprarla fuera. Y se aprovechan de nosotros: nos venden las cosas a través de las verjas al doble de precio”, se queja un afgano que habla, desde el interior de Moria, a condición de anonimato. Hamza, un joven sirio, asegura que ante la constante llegada de nuevos internos, a algunos se les hace dormir dentro del perímetro vallado, pero a la intemperie. Otro afgano, Ahmet, lamenta que el día que llegaron, hicieron permanecer a sus hijos, de uno, dos y tres años, durante horas bajo la lluvia. “¿Por qué nos tienen encerrados? ¿Somos criminales?”, se pregunta. Para él, esto no puede ser Europa, al menos no la Europa que imaginaba y exige que le permitan seguir adelante, hacia Alemania o Austria: “No lo hago por mí, sino por mis hijos. Para que puedan crecer como personas rectas y honestas, y no los maten los talibanes”. A muchos de los detenidos en Moria se les ha distribuido un documento informativo en inglés –lengua que no todos entienden– y que uno de los internos muestra a este periodista. En él se establece que los allí presentes han sido “legalmente arrestados” y como tal, tienen derecho a “un abogado”, “a un traductor en caso de desconocer la lengua griega”, “a informar a sus familiares y a las autoridades consulares” y a “ser puesto a disposición de un juez”. Es una mentira tras otra, pues ninguna de estas prerrogativas –las garantizadas en cualquier estado de derecho– son respetadas en Moria. “Si están detenidos, el gobierno griego debe hacerse cargo de su manutención, pagarles un traductor a cada uno y poner a su disposición a un abogado; es decir, deben tener los mismos derechos que cualquier otro arrestado”, denuncia el abogado griego Emmanuil Jatzijalkias. “Nadie nos explica qué va a ocurrir con nosotros ni cuánto tiempo nos tendrán encerrados en esta prisión”, protesta Hamza. Pero la confusión es total también entre las autoridades griegas. “Las órdenes pueden cambiar de un día para otro. Todavía no tenemos una imagen clara de cómo va a funcionar, porque este sistema (derivado del acuerdo UE-Turquía) es muy nuevo. A nosotros no nos gusta que la gente sea encerrada, pero es la ley”, explica Stavros Miroyannis, director del campo de refugiados de Kara Tepe. Una fuente policial en Lesbos coincide en que las normas, por el momento, no están claras y se espera la aprobación de nuevas leyes que den forma al acuerdo, además de la llegada de varios cientos de funcionarios europeos que ayuden a aplicarlas. Los refugiados con los que habló Proceso explican que, a los arrestados en Moria, se les han dado dos opciones: pedir asilo en Grecia o ser devueltos a Turquía. En caso de que solicitaran asilo en Grecia, habrían logrado cierto grado de protección, pero este país es al mismo tiempo un Estado desorganizado y el país más castigado por la crisis económica, por lo cual difícilmente podría hacerse cargo de tantos migrantes y refugiados como los que van llegando. En el caso en que se proceda a las deportaciones persiste la cuestión sobre si Turquía es o no un “tercer país seguro”, algo que exige la normativa internacional. Una persona que trabaja en una de las organizaciones humanitarias presentes en Lesbos y que pide no ser citada por su nombre, critica esta parte del acuerdo pues, en su opinión, Turquía no puede ser declarada un país seguro ya que “carece de la infraestructura para acoger a todos los refugiados y garantizarles protección”. No en vano sólo uno de cada 10 refugiados sirios tiene plaza en los campamentos habilitados. Y la situación en el país euroasiático dista mucho de la estabilidad, con constantes atentados de grupos armados, por no mencionar la guerra que está devastando el sudeste kurdo del país. Además Turquía no aplica completamente la Convención sobre el Estatus de los Refugiados de 1951, ya que restringe esta condición sólo a quienes huyen del continente europeo. “La Unión Europea tiene dos opciones. Una es procesar la solicitud de asilo de todos los que están llegando después del día 20, para lo cual necesita al menos dos meses por persona, si respeta los procedimientos legales. La inmensa mayoría de los refugiados llega de países como Siria, Afganistán o Irak, por lo que tienen grandes posibilidades de obtener asilo. Pero si hace eso y continúan llegando embarcaciones al mismo nivel que hasta ahora, el sistema se colapsará rápidamente”, explica Joaquín Urías, exintegrante del Tribunal Constitucional de España que ahora ejerce de voluntario humanitario en Lesbos. “La otra opción es expulsarlos masivamente de vuelta a Turquía, pero entonces estaría violando las leyes griegas, europeas e internacionales”. Fuentes europeas afirman que este lunes 4 comenzarán las devoluciones a Turquía con un grupo de 500 sirios, afganos y paquistaníes. En territorio turco, las autoridades de ese país han anunciado la construcción de nuevos campos de refugiados para recibirlos. Además, según denuncia Amnistía Internacional, en marzo al menos 27 afganos y cientos de sirios fueron deportados por las autoridades turcas a sus respectivos países –sumidos en conflictos– lo que constituye una violación de las normas internacionales de asilo. En la ciudad turca de Esmirna –donde muchos habitantes se preguntan por qué su gobierno ha aceptado quedarse con los refugiados que desecha la Unión Europea, cuando ya residen 3 millones en el país–, los migrantes observan el futuro con incertidumbre. Los precios que ofrecen los traficantes han caído casi a la mitad: unos 650 dólares respecto a los más de mil que se pedían en septiembre, signo de que la travesía a Grecia, tanto por el mal tiempo como por la mayor vigilancia, se ha hecho más peligrosa y tiene menores posibilidades de éxito. Se han comenzado a ofrecer, eso sí, boletos más caros que llevan a los refugiados directamente hasta Italia –según relata un joven sirio– en botes que los llevan a alta mar, donde esperan barcos más grandes y de mayor capacidad. Camps duda que el acuerdo entre la UE y Turquía tenga el éxito esperado: “Las mafias buscan evadir la vigilancia; si hay presión al norte, salen por el sur y si la presión es por el sur, pues van por el norte. Los guardacostas no tienen efectivos para hacer una presión igual en todos los lugares. Es como pretender poner a un policía en cada curva peligrosa de todas las carreteras de un país”. Y a ello se le añade que quienes intentan esta vía, por muchos riesgos que entrañe, son gente que escapa de la miseria o de la muerte, y que empleará hasta su último aliento en alcanzar su objetivo. “Ahora hay más seguridad. Bueno, pues esperaremos. De una manera u otra, un día u otro, cuando el tiempo lo permita, cruzaremos”, afirma el marroquí Mohammed en Esmirna, mientras hace fila para recibir sopa de una organización caritativa: “La gente busca una vida digna y por eso escapa de sus casas. La emigración es una realidad que no se puede parar”.

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