En Brasil la sociedad está desgarrada: la economía atraviesa una crisis histórica, la inseguridad arreció y la inconformidad se multiplica. El común denominador es la clase política, que se ha revelado inepta, corrupta e ineficaz. Así, los Olímpicos representan una dura prueba para las instituciones brasileñas –en primer lugar, para la Presidencia– que deberán atender, al mismo tiempo, conflictos en todos los aspectos de la vida pública.
RÍO DE JANEIRO (Proceso).- Veinte años no es nada, dice el tango de Carlos Gardel, pero en el caso de Brasil siete años han sido una eternidad. Basta acudir a la hemeroteca para comprobarlo. Las imágenes de júbilo de decenas de miles de personas congregadas en la playa de Copacabana el 2 de octubre de 2009, cuando el Comité Olímpico Internacional (COI) otorgó a esta ciudad la organización de los Juegos de 2016, parecen casi una ficción al compararlas con los datos de las últimas encuestas, que indican que 63% de los brasileños se opone hoy a esa justa.
Los saltos de alegría y las lágrimas del entonces presidente, Luiz Inacio Lula da Silva, así como el desenfreno del alcalde, Eduardo Paes, se antojan una fábula si se considera que el primero está acorralado por las sospechas de corrupción y el segundo ha admitido que los Juegos son “una oportunidad perdida” para el país.
Los Juegos Olímpicos aún no comienzan, pero el ambiente de pesimismo en Brasil lo impregna todo. El país sufre su peor recesión en décadas y terminará este año con una caída del PIB de 3.5%, mientras a finales de año probablemente se supere la cifra actual de 11 millones de desempleados. Los escándalos de corrupción por la Operación Lava Jato, que sigue a todo vapor tras un bienio desmenuzando y exponiendo los multimillonarios desvíos desde la estatal petrolera Petrobras, amenazan a la élite política y económica.
A escala política el caos es apoteósico. En la presidencia no hay uno, sino dos mandatarios: la presidenta electa y suspendida, Dilma Rousseff, y el presidente en ejercicio, Michel Temer, quien ocupa la jefatura del Estado de forma interina a causa de un impeachment (juicio político) que ha dividido profundamente a los 200 millones de brasileños y cuyo desenlace se sabrá tan pronto como acaben los Juegos.
La confusión es tal que en una de las últimas visitas de inspección del COI a Río, en junio, los miembros del organismo internacional admitían ante los periodistas no saber a cuál de los dos invitar para presidir la ceremonia de inauguración el 5 de agosto en el estadio Maracaná.
El malestar social eclipsó el célebre optimismo brasileño y el orgullo de organizar nada menos que unos Juegos Olímpicos, el mayor certamen deportivo del planeta y que por primera vez se celebra en América del Sur. Una encuesta publicada el 19 de julio por el Instituto Datafolha –uno de los más respetados del país– señalaba que 47% de los habitantes de Río de Janeiro cree que la competencia traerá más problemas que beneficios, por apenas 45% que estima que generará aspectos positivos.
Para más de 50% de la población los Juegos serán nada menos que motivo de “vergüenza”. El transporte público, la organización y sobre todo la seguridad pública revelarán la incapacidad del país de organizar una lid de estas características justo cuando son esperados medio millón de visitantes extranjeros, piensan los brasileños, según Datafolha.
De nada parecen haber servido los 39 mil 70 millones de reales (unos 11 mil 100 millones de dólares) que han sido desembolsados para erigir estadios, abrir líneas de tren y proteger la urbe.
Eduardo Paes llegó a decir este mes al diario británico The Guardian que los Juegos son “una oportunidad perdida”, una frase lapidaria que surge de uno de los ‘padres’ de la Olimpiada de Río y de quien, a pesar de las sospechas de corrupción, ha apostado buena parte de su futuro político y ambiciones presidenciales al éxito del certamen.
“Con todas estas crisis económicas y políticas, con todos estos escándalos, no es el mejor momento para estar en los ojos del mundo. Es malo”, aseveró al periódico inglés.
La improvisación, las huelgas
Los Juegos están poniendo de manifiesto los problemas del “modo de actuar brasileño” (“o jeito brasileiro”): improvisación, decisiones basadas en la impulsividad y planes articulados a última hora.
Muestras al respecto sobran: en el nuevo gabinete del presidente Temer, por ejemplo, nombrado el 12 de mayo, no hay mujeres ni negros, y en sus inicios estuvo plagado de ministros sospechosos de corrupción, hasta el punto de que en los primeros 35 días dimitieron tres integrantes. No es de extrañar, por lo tanto, que la aprobación de su Ejecutivo por parte de la población fuera casi calcado a la de Rousseff cuando fue apartada del poder: 14%, según datos de Datafolha del pasado miércoles 20.
Un ejemplo práctico de esta apuesta por dejarlo todo para última hora es la línea del Metro que debe enlazar el centro de Río con el Parque Olímpico de Barra de Tijuca y transportar a unas 300 mil personas. Debía estar terminada con meses de antelación, pero ahora, si es concluida, sólo entrará en funcionamiento el 1 de agosto, cuatro días antes de la inauguración, lo que no deja margen para modificaciones.
Las autoridades, como el propio alcalde, ya comienzan a preparar a la población para lo peor y recuerdan que “el Metro no fue una promesa olímpica”.
Lo mismo sucede con dos cuestiones clave –terrorismo y transporte aéreo– para una ciudad que debe recibir 1.4 millones de turistas. Si durante meses las autoridades dijeron que no modificarían sus planes de seguridad por los ataques terroristas en Turquía, París o Bruselas, el atentado de Niza las hizo cambiar de idea y reconfigurar una operación de seguridad que involucra a 85 mil personas.
En los aeropuertos, por ejemplo, se aplicó a partir del domingo 17 un protocolo de mayor control a los pasajeros, que hasta entonces sólo implicaba sacar la computadora de las bolsas de mano y hacer revisiones aleatorias. Sin embargo, nadie previó que ello exigía aumentar el personal para no colapsar las terminales aéreas.
Consecuencia: los cuatro primeros días de aplicación de las nuevas medidas fueron un verdadero caos, con colas de cientos de pasajeros para pasar los controles, desesperados por tomar sus vuelos.
Otras áreas estratégicas, como la sanidad, también padecen la falta de planificación. A tres semanas de la inauguración, el Consejo Regional de Medicina del Estado de Río de Janeiro (Cremerj) publicó un inquietante informe en el que alertaba de que los cinco hospitales municipales que serán utilizados para emergencias durante los Juegos están saturados y carecen de equipo para afrontar la llegada de miles de turistas.
“Las actuales condiciones de funcionamiento y ocupación no permiten acomodar a nuevos pacientes”, señalaba el Cremerj.
Su presidente, Gil Simoes, deplora en entrevista que todo haya sido acometido a última hora. “Es la situación de la salud pública en Río de Janeiro. No es una novedad. No es un informe para crear pánico. Queremos que el gobierno del estado y la municipalidad tengan tiempo para revisar algunas conductas”. En caso de que se produzca un ataque como el ocurrido en Niza, las urgencias de la ciudad no están preparadas para enfrentar tamaño desafío.
En vísperas del certamen emerge también la complejidad de preservar la imagen internacional de un país extraordinariamente burocratizado y sujeto a la voluntad de poderosos grupos sindicales. Profesores de secundaria ya están en huelga en el estado de Río desde marzo y ahora amenazan con provocar trastornos durante los Juegos si no reciben un aumento salarial de 30%.
Pero quizá el caso más sorprendente es el de 11 mil 500 auditores de la administración tributaria, quienes iniciaron este mes una huelga indefinida: en lugar de parar de trabajar, supone un aumento draconiano de los controles aduaneros, con el fin de demorar tanto como sea posible la liberación de cargas en las fronteras y de maletas en los aeropuertos.
Para detener la protesta en momentos en que deportistas de todo el planeta traen sus equipos –desde caballos para hípica hasta bicicletas de montaña– exigen un aumento progresivo de 21% del salario hasta 2018, a pesar de que los auditores están entre los funcionarios mejor pagados, con un sueldo base mensual de 15 mil reales (4 mil 600 dólares), más bonos por productividad, según datos enviados a Proceso por Sindifisco, sindicato que representa a este ramo.
Policías y militares de la Fuerza Nacional brasileña también amenazan cruzarse de brazos si el gobierno no les paga el bono extraordinario por día trabajado durante los Juegos Olímpicos y mejora unas condiciones laborales que consideran miserables.
El “impeachment”
La ira generalizada con los Juegos Olímpicos es reflejo de un malestar social por una élite política que se ha revelado corrupta, corporativista e incapaz de representar la voluntad de cambio de los brasileños.
El juicio político a Rousseff es considerado por una parte de la sociedad como un “golpe” blando para que la derecha neoliberal alcance el poder tras 13 años de gobiernos del Partido de los Trabajadores.
Con todo, el desenlace de una de las crisis políticas más profundas de Brasil desde el fin de la dictadura militar está lejos de ser previsible. El juicio político está en su fase final, tras ser abierto por el Congreso, y el Senado se dispone a votar entre el 26 y el 30 de agosto si destituye a Rousseff definitivamente o si la devuelve al Palacio del Planalto.
En mitad de la resaca olímpica, los 81 senadores deberán decidir el destino del país. Su fallo probablemente se basará en cómo evolucionen los ánimos en Brasilia sobre la economía, pero también en el papel del gobierno durante los Juegos Olímpicos y su organización. Y cualquier signo de incompetencia puede ir en contra de Michel Temer.
El expresidente Lula, quien lidera la intención de voto si se organizan nuevas elecciones, admite abiertamente que “es más fácil que antes” derrotar a la oposición en la votación crucial del Senado.
“Ahora Dilma depende de seis votos, o sea, seis senadores que pueden cambiar el destino del país devolviendo el mandato que el pueblo le dio”, dijo el martes 12, mientras el exsindicalista realizaba una gira por el noreste del país –su feudo electoral– que muchos interpretaron como premonitoria.
Para que Rousseff sea definitivamente depuesta del cargo, al menos dos tercios (54 de 81) de los senadores deben votar a favor de su culpabilidad en los supuestos crímenes en el manejo de los presupuestos. Pero si esa mayoría no es alcanzada, Rousseff será absuelta y volverá a la Presidencia.
Durante la anterior votación en el Senado, cuando se decidía si se apartaba temporalmente a Rousseff de la Presidencia, el resultado fue de 55 a 22. Pero ya hay varios senadores que votaron a favor, como el exfutbolista Romario, que han mencionado la posibilidad de cambiar su voto.