La Unión Europea: cuando el sueño empezó
ROMA (apro).- Era un día nublado, a ratos lluvioso, y en la sala de los Horacios y Curiacios del Palacio de los Conservadores, sede del ayuntamiento romano, ya no cabía ni un alfiler. A las seis de la tarde, los líderes de seis países europeos se encontraban sentados detrás de una larga mesa rectangular cubierta por un mantel.
Más al fondo, de pie, un puñado de asistentes se apretujaban expectantes ante la insólita escena; algunos cuchicheaban, otros aguardaban en un riguroso silencio. Los periodistas y camarógrafos acreditados eran unos 200 y retransmitían con un frenesí que añadía un fastidioso ruido constante de fondo.
Las fotografías del evento, conservadas hoy en Roma como hito documental de la historia reciente de Europa, muestran los minutos previos y simultáneos a la firma de los Tratados de Roma el 25 de marzo de 1957. Unos acuerdos que llegaron después de los de 1951 sobre el Mercado Común del Carbón y Acero (CECA) y que el pasado sábado 25 la Unión Europea (UE) volvió a celebrar como el acta original de su nacimiento, hace 60 años.
Luego llegarían las promesas incumplidas, los riñas entre norte-sur y oeste-este, los múltiples tropiezos económicos y la incapacidad para evolucionar hacia la unión política…. Pero en aquel primer momento los Tratados de Roma habían llevado así al terreno de la práctica un inédito proyecto surgido de las cenizas del desastre de las guerras mundiales.
Mario Segni, hijo del entonces primer ministro italiano, Antonio, lo recordó recientemente en una entrevista con una emisora radiofónica italiana. “En los despachos había esperanza. Nadie sabía cómo aquello iba a acabar, pero en Roma había confianza en que ese era el primer verdadero paso hacia una unión duradera”, afirmó Segni.
“Se trató de una etapa clave para el proyecto de paz, bienestar y libertad más exitoso en el mundo”, consideró por su parte el actual ministro de Relaciones Exteriores de Alemania, Sigmar Gabriel.
En su momento, los Tratados de Roma constituyeron no sólo un considerable ejercicio de diplomacia multilateral que archivaba la experiencia bélica de las Guerras Mundiales, sino también una especie de ‘piedra Rosetta’ de un nuevo orden mundial en el que Europa ya se presentaba como un proyecto de alianza multipolar. Con su firma, de hecho, nacía la Comunidad Económica Europea (CEE) y la Comunidad Europea de Energía Atómica (Euratom), organismos independientes entre sí y con órganos ejecutivos propios, pero enmarcados en una nueva flamante arquitectura europea.
Los seis países firmantes, hoy considerados fundadores de la UE, fueron Francia, Bélgica, Holanda, Alemania, Italia, y Luxemburgo.
Cita con la Historia
No todos los mandatarios de estas naciones estaban, sin embargo, presentes en Roma. Los primeros ministros de Francia y Países Bajos se encontraban tranquilamente despachando asuntos propios lejos de la capital italiana, mientras los cables y las radios inundaban al mundo con las noticias del acuerdo. En su representación, los franceses y los neerlandeses habían enviado a sus ministros de Relaciones Exteriores, respectivamente, Christian Pineau y Joseph Luns.
En cambio, Segni firmó por cuenta de Italia, su homólogo luxemburgués Joseph Bechel por su país y el antiguo primer ministro Paul Henri Spaak por Bélgica. También, a última hora, confirmó su asistencia Konrad Adenauer, el canciller de la República Federal de Alemania. Una circunstancia que terminó con alterar incluso el papeleo diplomático –las páginas de los Tratados sumaban 198– que hasta ese momento se había redactado en francés.
La reconstrucción histórica de esto se debe al exembajador italiano en Berlín, Silvio Faggiolo (1938-2011), quien en 2007, antes de fallecer, añadió pormenores a la crónica de la histórica cita.
“Cuando faltaba poco para la ceremonia, los alemanes pidieron que los documentos también fueran traducidos en su idioma y no solamente en la lengua que había sido usada durante la negociación, el francés”, contó Faggiolo. “Sin embargo, no hubo tiempo para traducirlo todo, ya que eso habría desencadenado una petición similar por parte de los italianos y de los holandeses. Por ello, al final decidieron traducir solamente la primera y la última página (del documento), es decir, donde los representantes debían poner su firma”, añadió Faggiolo, cuyo relato fue posteriormente corroborado por la cadena británica BBC.
Tampoco los líderes pudieron sentarse donde les daba la gana. Según relatan los cables de la época, sus puestos y el orden para proceder con la firma se habían escogido por orden alfabético de los seis países. El último en firmar fue Luns y lo hizo a las 6.51 de la tarde. Y esto fue después de los discursos, en los que abundaron homenajes para quienes primero habían pensado en la unificación de Europa, como el francés Jean-Baptiste Nicolas Robert Schuman y el italiano Alcide de Gasperi, quien para esa fecha ya había fallecido.
Por su parte, Adenauer también dijo que a esa unión le hacía bien esperar por la unificación de Alemania, entonces dividida entre Oeste y Este, la República Federal Alemana (bajo influencia occidental) y la República Democrática Alemana (bajo dominio soviético), respectivamente.
Spaak, en cambio, consideró que las generaciones venideras continuarían con el proceso de unificación europeo, que no debía ser únicamente una unión económica, sino también política. Mientras que el francés Pineau auspició que el Reino Unido fuera involucrado en todo aquello.
Mientras los seis grandes conferenciaban, un grupúsculo de curiosos permanecía eufórico en los alrededores de la estatua ecuestre de Marco Aurelio, en la plazoleta delante del ayuntamiento remodelada por Miguel Ángel en el siglo XVI. Allí, de las sonrisas se pasó a los aplausos cuando se supo que el Tratado ya era un hecho, lo que se entremezcló con el ruido de trompetas y campanas que ya se movían por el fuerte viento. Los observadores de la época, retransmitidos en uno de los primeros mensajes directos de la televisión italiana, subrayaron estos hechos climatológicos, añadiéndole pathos al relato de lo que allí ocurría.
Fue entonces que el protocolo se volvió más elástico y los seis grandes abandonaron el Campidoglio, abriéndose paso entre el puñado de personas que aún permanecían ahí, envueltos en paraguas y gorros de lluvia. Los acuerdos entraron en vigor el 1 de enero de 1958. Y con ello se zanjó la posibilidad de reabrir la herida de los perdedores, en particular de Alemania, algo que no había logrado el visionario político estadunidense Thomas Woodrow Wilson, inspirador de la Sociedad de Naciones –la futura ONU– en el período de entre-guerras.
De hecho, la CEE daría vida a dos importantes instituciones: la unión aduanera y la política agrícola común, lo que pronto impulsaría las transacciones comerciales, y a partir de 1968 significó la eliminación de los aranceles internos entre los Estados miembros. Por el contrario, a pesar de que el Euratom no aportaría grandes cambios –el organismo aún permanece separado jurídicamente de la UE–, se lograría su objetivo de encontrar una pacificación nuclear en suelo europeo.
Compromisos y obstáculos
Había sido el belga Paul Henry Spaak (1899-1972) quien en 1955, durante la conferencia de Messina (Sicilia), había sugerido llevar a cabo el encuentro en Roma, haciendo hincapié en las raíces históricas de la cultura occidental. Y Spaak no era uno cualquiera. Había sido nombrado presidente encargado del comité que debía estudiar la posibilidad de un mercado común, el llamado comité Spaak, que al año siguiente (1956) había dado vida a la Conferencia Intergubernamental sobre el Mercado Común y la Comunidad Europea de la Energía Atómica (Euratom), nacido después de las bombas de Hiroshima y Nagasaki. Esa había sido la antesala de los Tratados de Roma.
Otros hechos, asimismo, habían antecedido a la reunión romana. En 1947, el presidente estadunidense Harry Truman había anunciado el Plan Marshall, oficialmente llamado Programa de Recuperación Europea, cuyo proyecto era esencialmente el de salvar el capitalismo global de una crisis como la de la Gran Depresión (1929-1932).
El plan, de hecho, consistía en grandes cantidades de dinero estadunidense –entre 12 mil y 13 mil millones de dólares, según diferentes historiadores– destinado a reactivar la maquinaria industrial europea, a cambio de la eliminación de las barreras comerciales intra-europeas y un proceso de integración económica. Algo que, con la revolución de la URSS ya en marcha y la Guerra Fría activada, también le permitía a Estados Unidos limitar la influencia soviética, reforzando la pujanza europea después de los conflictos mundiales y en coincidencia con el proceso de descolonización que le había quitado ganancias a varios países europeos.
“El Plan Marshall fue un elemento básico en la reconstrucción económica de Europa occidental, pero también una forma muy precisa de superar la crisis económica de posguerra en Estados Unidos”, escribió el historiador español Juan Carlos Pereira Castañares en su Historia de las Relaciones Internacionales. “Su valor para la Guerra Fría tampoco debe olvidarse”, añadió el investigador, al precisar que esto tendría el complemento militar de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
Tanto era así que, cuando el plan Marshall ya se estaba debilitando –el plan duró oficialmente de 1948 a 1952, aunque en menor medida siguió llegando ayuda hasta 1955–, el paso siguiente fue pensar en nuevos organismos para fortalecer Europa. Llegó así en 1951 el Tratado constitutivo de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA) en París, embrión de la Unión Europea. Un tratado que, junto con los de Roma, pasó así a ser “constitutivo” de las llamadas Comunidades Europeas, integradas precisamente por CECA, CEE y Euratom.
No obstante, el proceso no estuvo exento de obstáculos, en particular a causa del activismo estadunidense. El general francés Charles de Gaulle, por ejemplo, votó en contra de la CECA en el Parlamento galo. Algo que algunos analistas han interpretado como la señal de que la Europa que se estaba creando no proporcionaba “unos cimientos sólidos para la construcción de la nueva Europa”, como ha escrito el intelectual, economista y exministro griego Yanis Varoufakis en su libro El minotauro global.
“Europa a dos velocidades”
Es un estancamiento que paradójicamente la Unión Europea está nuevamente enfrentando en la actualidad después del Brexit, de las tensiones con la autoritaria Turquía, las incursiones de Rusia sobre los Estados del Este, las polémicas intraeuropeas sobre la migración, los errores macroeconómicos, y ahora también la elección en Estados Unidos del euroescéptico Donald Trump. La cuestión fundamental sobre la que los líderes europeos han de discutir se refiere al futuro modelo de la UE.
El reto es conciliar “los sueños distintos de Europa”, escribió el exembajador e intelectual italiano Sergio Romano, y añadió que la única solución está en crear una “Europa a dos velocidades”. Un concepto, éste, ya sobre la mesa de los líderes desde hace algunos meses y cuyos pormenores, según lo filtrado hasta la fecha, implicarían –para un grupo inicialmente más pequeño de países europeos– avances en la creación de estructuras para mejorar la defensa, los ámbitos sociales y el propio funcionamiento de la UE.
“Una Unión Europea a dos velocidades es lo único que podemos hacer para no borrar lo que han hecho las últimas tres generaciones", precisó Romano, subrayando que en el pasado, algunos países del espacio ex-soviético han tenido mejor relación con Estados Unidos que con Bruselas. “Las ideas y las esperanzas de los padres fundadores solo pueden ser compartidas por quienes lo desean”, razonó.