MOSCÚ (apro).- Rusia está acostumbrada a la sensación de estar sentada sobre un polvorín. La inestabilidad del Cáucaso ha condicionado la política rusa hasta el punto de que el presidente, Vladimir Putin, escogió hace más de una década a una especie de “virrey”, Ramzam Kadirov, que bajo su protección pero con libertad de movimientos, mantiene a raya en Chechenia a los que antes eran sus camaradas separatistas.
Sin embargo, la inmigración, la implicación rusa en la guerra de Siria y la expansión de internet por todo el país han complicado el esquema de control y lealtades que había dibujado Putin.
La prueba llegó cuando el martes 4 se identificó a Akbarzhon Djalilov, un joven de 22 años originario de Kirguistán y con nacionalidad rusa, como el presunto suicida que un día antes accionó la bomba que mató a 14 personas e hirió a medio centenar en el metro de San Petersburgo.
Al día siguiente siete ciudadanos procedentes de países de Asia Central fueron detenidos en la misma ciudad como sospechosos de colaborar con el Estado Islámico (EI) y otras organizaciones terroristas.
Moscú, San Petersburgo y otras grandes ciudades “funcionan” gracias a miles de inmigrantes de Kazajistán, Uzbekistán, Kirguistán y otras repúblicas que, a diferencia de Chechenia, son países independientes.
Algunos de esos jóvenes, que muchas veces son marginados socialmente por la mayoría eslava, encuentran en la radicalización islámica un vínculo con su comunidad, su fe y su remota patria. La guerra que se desarrolla en Siria ha tentado a muchos de ellos a viajar allí para alistarse en las filas del EI. Los que no dan el paso, siguen a través de su laptop o su smartphone la atrayente propaganda islamista que llega desde esa parte del mundo.
Radicalización express
Marta Ter, investigadora del Observatorio Eurasia, lleva años siguiendo de cerca el radicalismo islámico en Rusia y ha detectado recientemente propaganda del EI dirigida a la población inmigrante centroasiática que se hacina en las grandes ciudades de este país.
"¿Quieres ser esclavo de los infieles o de Alá?", decía uno de los mensajes en la red social VKontakte, el equivalente ruso a Facebook. Otro mensaje preguntaba si no es mejor estar en un sitio dominado por el EI "donde la gente te trata como a un igual".
Ter cree que "es cierto que los inmigrantes están deshumanizados", conviviendo entre eslavos que muchas veces les tratan como si no estuviesen.
La convivencia en Moscú, lejos de casa, destapa inercias peligrosas: "En Asia Central tienen su mezquita correspondiente, también a su familia, que los controla", pero en las metrópolis rusas, lejos de su pueblo, son vulnerables a la “radicalización express”.
Es el caso de Djalilov. Vivió con sus padres en San Petersburgo a partir de 2011. Pero en 2014, los progenitores regresaron a Kirguistán y su hijo se quedó en la vieja capital zarista. Dicen que al año siguiente empezó a cambiar.
A Putin no le queda más remedio que, sin dejar de vigilar el Cáucaso, mover su mirada un poco más hacia Oriente. Allí estas repúblicas pobres de Asia Central están gobernadas por regímenes que por lo general le son leales, con economías dependientes de la rusa pero con muchos problemas para gestionar unas fronteras tan cercanas a polvorines como Afganistán, Irak o Siria.
"El atentado supone un fracaso para Putin", explica a apro Igor Pavlov, un analista vinculado a los servicios secretos que prefiere no dar su apellido real. "Y si creemos la línea de investigación esto significa que Moscú tiene un problema también en estos países, donde no puede 'colocar' a un hombre fuerte como ha hecho en Chechenia".
Ter recuerda que los servicios de inteligencia han detectado que ciudadanos de esos países se han desplazado a Siria para combatir del lado del EI.
Pavlov destaca que la guerra en Siria supuso un alivio para Moscú porque "pudo dejar salir hacia allí a muchos radicales con ganas de unirse a la yihad. Algunos mueren en el frente y otros se quedan a vivir fuera del país, pero siempre hay algunos que regresan a Rusia, y esos son los que suponen un problema grave para Putin, que ahora tendrá que buscar una estrategia".
El propio presidente ruso admitió dos días después del atentado que la lucha contra el terrorismo no ha terminado. La perfecta constatación es el atentado del lunes 3 en el Metro.
“Lamentablemente, vemos que la situación no mejora. Como resultado de un atentado terrorista, murió gente y hubo muchos heridos", lamentó el presidente.
En los últimos dos años se habían producido redadas en casas de inmigrantes de Asia Central, pero no habían conseguido hacer un gran atentado como los perpetrados por los radicales del Cáucaso en Moscú. La última vez que los extremistas de ese “avispero” del sur del país consiguieron subir hacia al norte para organizar un atentado de gran magnitud en una ciudad fue en diciembre de 2013, cuando dos suicidas mataron a 34 personas en una estación de tren y un trolebús en Volgogrado.
“Cuando están lejos de casa”
Ahora, una comisión investigadora analiza posibles conexiones del joven con el EI. Rusia no olvida que fue esta organización la que acabó con la vida de 217 turistas rusos al derribar un avión de pasajeros poco después de que despegó de Egipto en octubre de 2015.
Por eso la casa de Djalilov en San Petersburgo fue registrada y se investiga si en los últimos meses viajó a Siria. Hay indicios de que podría haber recibido instrucciones para fabricar bombas a través de Internet.
"Cuando están lejos de casa pasan mucho más tiempo conectados", recuerda Ter. La red precisamente es donde los mensajes radicales se han multiplicado con el estallido de la guerra en Siria. Esta república árabe sirve de polo de atracción del yihadismo. Y pesca en remotos caladeros que Rusia no puede controlar porque no son suyos, aunque de ellos procede buena parte de la población inmigrante que trabaja en las cafeterías y tiendas rusas.
Es el caso de la localidad de Osh, donde nació el suicida. Desde ahí volaron, tras conocerse los detalles de la investigación, los padres Akbarzhon Dzhalilov para identificar a su hijo. Esa comarca es fruto de tensiones entre habitantes de etnia uzbeca y kirguiza, y entre sus vecinos ha encontrado el EI a muchos voluntarios, en parte debido a que Kirguistán y otras repúblicas de la zona reprimen con dureza algunas manifestaciones del Islam, ofreciendo a los radicales un “nicho de mercado” para acercarse a algunos fieles.
De acuerdo con la investigación de las autoridades rusas, Djhalilov no sólo activó los explosivos que llegaba adheridos a su cuerpo en el tercer vagón del metro, sino que previamente también colocó un segundo artefacto explosivo en otra estación, que fue desactivado a tiempo por la policía. Una foto de ese explosivo ha sido difundida, aunque Igor Pavlov echa en falta la presencia de un detonante o un temporizador en la imagen, algo que a través de un móvil o un reloj pueda accionar la bomba.
Es una obviedad que un suicida sólo puede matarse una vez, y si Djhalilov se inmoló en el vagón y la otra bomba no tenía temporizador, entonces la teoría oficial de que ejecutó él solo el atentado no se sostiene.
Los vecinos de Djhalilov lo describen como un joven "tranquilo y discreto" que vivía en la segunda planta de un edificio alto situado en una ciudad dormitorio del norte de San Petersburgo.
“Algunos amigos lo visitaban de vez en cuando. Saludaba a todos", recuerda una chica de su edificio.
“Es una conmoción, es espantoso”, comenta Liudmila, otra de sus vecinas. "¿Se da cuenta? ¿Qué pasaría si hubiera dejado una bomba en su apartamento? Viven muchos niños aquí", agrega.
Daria Folomkina, de 30 años, cuyo apartamento está en el mismo rellano que el del supuesto suicida, lo describe como una persona "tranquila y discreta", que se había instalado en el edificio un mes antes del atentado.
Según la policía de la región de donde era originario el presunto kamikaze, la familia Djalilov se había mudado a Rusia en 2011 para trabajar.
La gran pregunta es quién ordenó el ataque. Si fue una venganza del EI por la intervención en Siria, Putin tendría que volver a dar explicaciones sobre esa aventura bélica. Pero en el frente exterior, ser castigado por el mismo enemigo que Bélgica, Alemania o Francia puede ser útil para que el Kremlin ensaye una nueva aproximación o incluso relance otra iniciativa sobre Siria.
Los medios próximos al Kremlin han utilizado la frialdad inicial con la que Occidente reaccionó al atentado --no iluminando sus calles con la bandera rusa como hicieron en el caso de los países europeos atacados-- para presentarla como una prueba del carácter antirruso imperante en muchos países del mundo.
Mark Galeotti, investigador del Instituto de Relaciones Internacionales de Praga, cree que esta indolencia hacia Rusia alimenta el victimismo gubernamental, "que intenta colocar a los rusos en la tesitura artificial de elegir entre ellos y nosotros, ser un patriota o ser un traidor".
Los servicios secretos de Kirguistán consideran que es prematuro asegurar que el terrorista fue reclutado por el EI. Los investigadores rusos han interrogado ya a decenas de amigos y conocidos del kamikaze y testigos del atentado, el más grave ocurrido en la segunda ciudad rusa más importante.
El “lunes negro” que vivió San Petersburgo puede acabar con la libertad que estos inmigrantes tienen para viajar sin visado. Pero tendrá además repercusiones en la política interior. Tras un primer día de shock se convocaron manifestaciones pacíficas contra el terrorismo en varias ciudades rusas, con participación de todos los partidos.
Casualmente, las marchas se han convocado en los mismos lugares que se realizaron las manifestaciones masivas contra la corrupción de finales de marzo y en las que fue detenido el líder opositor ruso Alexei Navalny.
"El resurgir de la oposición no es tan grande como los medios extranjeros muestran, no era necesaria una sacudida así, pero ha sucedido y es obvio que con el atentado se cierra el paso a la organización de nuevos desórdenes", asegura Pavlov.
El gobierno ruso, que estaba en la diana de las protestas por la corrupción rampante, asegura que no ha tenido nada que ver con la organización de las manifestaciones. Pero el primer ministro, Dimitri Medvedev, con su popularidad hundida y cada día menos respetado políticamente, ha recobrado algo de oxígeno ahora que los rusos vuelven a poner la seguridad en su lista de prioridades.