La insólita fuga de Claudio Tamburrini

viernes, 23 de marzo de 2018 · 20:36
BUENOS AIRES (apro).- Claudio Tamburrini pudo haber triunfado como portero profesional de futbol, pero su carrera como jugador del Almagro se vio frustrada tempranamente, en noviembre de 1977, cuando fue secuestrado por un grupo de tareas de la dictadura argentina. “Si esa vida se hubiera concretado, en vez de la que se concretó, posiblemente yo no habría visitado Suecia nunca, no me habría doctorado en filosofía en Suecia, no habría conocido a mi mujer, no tendría los hijos que tengo”, afirma Claudio Tamburrini a Proceso, vía telefónica, desde Estocolmo. Ya en Buenos Aires, frente a la puerta de la casa en la que entonces vivía, reconstruye el momento en el que dos hombres de civil lo encañonaron y lo obligaron a que los acompañara hasta una camioneta. “Salen de aquí –dice, mientras sube al auto del reportero–, me meten en el vehículo, en el asiento delantero, del lado del acompañante, me pegan un par de golpes, me tiran abajo, en el espacio para los pies, y me ponen una capucha. “La capucha te amedrenta con eficacia –explica–. Pero también puede incrementar tu capacidad de reaccionar más correctamente que si vieras con los ojos. Te agudiza los otros sentidos, sobre todo el oído. Al cabo de un tiempo comenzás a percibir matices auditivos que, impedido por tu visión, no hubieras notado”, precisa. El 24 de marzo de 1977, al cumplirse el primer aniversario del golpe encabezado por el general Jorge Videla, el escritor Rodolfo Walsh distribuyó desde la clandestinidad su Carta abierta a la Junta Militar, una radiografía de los objetivos, los métodos y el discurso de la dictadura. El 24 de marzo de 1978 Tamburrini huyó del centro clandestino de detención en el que estaba detenido. La mayoría de los desaparecidos argentinos permanece aún en esa condición. La fuga fue un sueño común que muy pocos pudieron concretar. Él volcó en una novela testimonial el periplo en que su vida cambió para siempre. “Crónica de una fuga es una película dirigida por Adrián Caetano, que compitió por la Palma de Oro en el Festival de Cannes en 2006 –dice–. La película está basada en mi libro Pase libre, Crónica de una fuga (Continente, 2002), en el que cuento los 120 días de cautiverio en Mansión Seré, donde fui llevado por un grupo represor de la Fuerza Aérea Argentina”. Tamburrini acepta la idea de intentar reconstruir el camino que tomaron sus captores desde su domicilio hasta el lugar de cautiverio. Tanto él como otro de los detenidos, Guillermo Fernández, eran de la zona, del oeste del Gran Buenos Aires. Aquellas percepciones olvidadas, inmersas en el torbellino de terror y angustia propio del momento del secuestro, afloraron, sin embargo, meses más tarde, cuando ambos entendieron que serían asesinados. Un requisito primordial para planear la fuga era ubicar el lugar en el que estaban detenidos. Lo consiguieron con un margen de error de 500 metros. “Esta es la Curva de Haedo: hay que cruzar este paso a nivel del tren que ves aquí”, señala ahora Tamburrini. “Ahora vamos a notar el traqueteo del auto cuando pasa las vías... se escucha claramente... el auto salta. Imaginate tirado acá en el piso, con los ojos vendados, esto lo sentís en el cuerpo. Y luego el giro a la derecha. ‘Es la Curva de Haedo’. ‘Estamos en Haedo’, me di cuenta”, explica. Pánico En la escuela secundaria, Tamburrini había militado en la Federación Juvenil Comunista. Pero a los 23 años su vida estaba absorbida por los entrenamientos en el club de la segunda división con el que había firmado su primer contrato, la carrera de filosofía que cursaba por las noches en la Universidad de Buenos Aires, la vida en pareja, el trabajo de vendedor de artículos eléctricos. Había oído de compañeros a los que de un día para otro se les había perdido el rastro. No imaginaba que su destino pudiera ser peor a alguna cárcel. La Mansión Seré era una casona rodeada por un gran parque, en Ituzaingó, a unos diez kilómetros de su casa. Tras la fuga, fue incendiada por los militares. Más tarde fue demolida. En 2000 se convirtió en el primer centro clandestino de detención de América Latina recuperado como espacio de la memoria. Hoy parece una ruina romana, con pasarelas para observar los cimientos, techada en lo alto, las paredes de vidrio cubiertas de fotos e información para los visitantes. “Me sacan a los golpes de la camioneta y caigo con las manos en el pasto”, cuenta Tamburrini. “Y me golpean y me llevan a la rastra hasta la escalera de la mansión, y me hacen subir hasta un cuarto y me atan inmediatamente al elástico de una cama”, recuerda. Durante el juicio a las juntas militares, en 1985, poco después de la recuperación de la democracia, Tamburrini prestó primero testimonio y luego fue invitado a formar parte del equipo de la Fiscalía. La pena jurídica era el tema de la tesis doctoral que por entonces escribía en la Universidad de Estocolmo. Se le propuso que escribiera una justificación moral de la pena a los comandantes militares. Su testimonio también fue decisivo en los juicios de Mansión Seré, que culminaron con ocho condenas por delitos de lesa humanidad en 2015. Ahora, la política de derechos humanos del gobierno de Mauricio Macri apunta a otorgar prisión domiciliaria a los represores presos. Entre los beneficiados hay casos de condenados a cadena perpetua por su participación en asesinatos y torturas. “El dolor físico está representado arquetípicamente en la situación de tortura”, precisa Tamburrini. “Pero el pánico, el temor a ser sacado al cuarto de tortura era mucho más difícil de sobrellevar que la materialización del dolor físico concreto”. Añade: “La tortura, de por sí, te hace trabajar la cabeza mucho más ágilmente. Predecís cuál es la próxima pregunta que viene o para qué lado va la cosa. Percibís cuándo una pregunta está formulada para chicanearte y cuándo va en serio, porque es importante. Y en cada sesión de tortura yo percibía que había una persona que no hablaba, pero que estaba siempre ahí”. Fuga Después de tres meses de cautiverio, en los que su familia intentó dar con su paradero sin que ninguna autoridad les diera información, Tamburrini pasó a ocupar el cuarto de los “veteranos”, junto a Guillermo Fernández, Carlos García y Daniel Russomano, a la espera de que “su caso” fuera resuelto. Tamburrini y Fernández comprendieron que su destino sería idéntico al de otros dos prisioneros, a los que un mes antes se les había dicho que se iban a sus casas y los habían sacado del predio, pero en realidad “por no colaborar” ya estaban “bajo tierra”, según escupió luego con desdén un guardia. En los primeros minutos del 24 de marzo de 1978, Guillermo Fernández y Claudio Tamburrini se soltaron las correas de cuero de los tobillos y las manos. Fernández se sacó las esposas con un tornillo, que le sirvió también para abrir la puerta de salida a una terraza. Con la ayuda de Tamburrini desató el cable que trababa la persiana. Los otros dos prisioneros, que siempre se habían opuesto a la fuga, se plegaron ante la consumación del hecho. “Fue salir a la terraza, atar las colchas entre sí, atarlas a la baranda, tirarlas hacia abajo, y quedaba un metro y medio o dos hasta el suelo”, cuenta Tamburrini. “Y después salimos corriendo por ahí a la calle. Estábamos desnudos los cuatro. Con barba. Esposados”. La fuga ocurrió en la noche en que la dictadura cumplía su segundo aniversario. El terror impuesto ayuda a entender por qué en una medianoche cálida de marzo el barrio lucía muerto. Los jóvenes intentaron sin éxito hacer arrancar dos autos. Robaron camisas de un patio. Se escondieron en un estacionamiento en construcción y en un jardín. “Empezamos a sentir ruido de vehículos, un vehículo que pasa por la calle, yo no me asomé a ver si era un coche de los militares, me acurruqué todavía más. Empezamos a sentir helicópteros, con reflectores; era evidente que habían descubierto la fuga. Y ahí se larga la lluvia. Una tormenta. Eso hizo que los helicópteros tuvieran que volver a su base”. Fernández tocó el timbre en una casa, dijo que había sufrido un asalto, consiguió que le dieran algo de dinero, con el que tomó un taxi. Después llamó al padre de Carlos García, que pasó a buscar a su hijo y los sacó a todos del barrio. Aniversario Este sábado 24 se cumplen 40 años de la fuga. El carácter multitudinario de las recientes marchas en Argentina refleja el rechazo a la dictadura, sí, pero también a las políticas que promueve el actual gobierno: mano dura frente al delincuente pobre y mano blanda frente al genocida. También se denuncia el deterioro que afecta a varios sitios de la memoria desde que Mauricio Macri asumió la Presidencia: algunos de ellos han sufrido actos de vandalismo, como la Mansión Seré el pasado octubre. Durante años Tamburrini dio clases en la Universidad de Estocolmo. Investigó, desde el plano de la filosofía moral, el mundo del deporte. Hoy trabaja como intérprete bilingüe para la justicia sueca y escribe guiones cinematográficos. Visita Argentina cada año. Cada tanto vuelve a la Mansión Seré. “Es un paseo terapéutico llegar aquí siempre”, dice. “Es una fuente renovada de optimismo. Es un sitio al que periódicamente retorno –así lo escribí en el prólogo de mi libro–, para volver a salir con la misma fuerza y la misma alegría de vida con la que me escapé la noche del 24 marzo de 1978, dejando todo lo malo atrás y con todo el mundo por delante”.

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