Los uigures: una represión ignorada

sábado, 15 de septiembre de 2018 · 10:04
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- El pueblo de los uigures vive bajo una presión similar a la que oprime a los tibetanos, bajo la poderosísima ofensiva militar, económica, cultural y demográfica de la etnia mayoritaria en China, la de los han. Pero su causa es, con enorme distancia, mucho menos conocida y popular que la de los tibetanos, en buena medida porque no tienen un gran líder carismático como el Dalai Lama que los represente por el mundo y porque no son budistas, sino musulmanes, en un mundo donde la islamofobia está en crecimiento. Su situación, sin embargo, se ha tornado bastante peor en los últimos años, a niveles que han dejado consternados a los expertos del Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial de la ONU que estudiaron su caso y que denunciaron, el 31 de agosto, que hasta un millón de personas uigures han sido encerradas en alrededor de mil 200 campos de reeducación, en los que muchas sufren torturas o han sido asesinadas, y la generalidad vive en duras condiciones de hacinamiento, hambre y malos tratos. El gobierno chino, que no presenta informes sobre el tema e impide que tanto investigadores como periodistas se aproximen a estas instalaciones, asegura que la cifra es exagerada, que ni siquiera existen tales campos y que lo único que hay son “centros de educación vocacional y entrenamiento” a donde son enviados “criminales involucrados en delitos menores” para “erradicar el extremismo religioso”. Las denuncias se presentan, sin embargo, en un contexto de violencia etno-religiosa civil y armada con la que la minoría uigur combate –o resiste, según su narrativa-- el avasallamiento chino, y de una represión feroz y masiva contra la población, que incluye suprimir sus principales rasgos religiosos, lingüísticos y culturales, y marginarla económicamente. De ser ciertas las acusaciones, además, serían llamativas no sólo por la masividad en sus números absolutos, sino también relativos: si efectivamente se trata de un millón de personas, China mantendría hoy retenidos a uno de cada 11 uigures, el 9% del total de ese pueblo. Rivalidad histórica China asegura que su territorio de casi 10 millones de kilómetros cuadrados (es el tercer país más grande del mundo, cinco veces México) siempre ha estado bajo su dominio y tiene como política la sinización (aculturación china) de los 55 grupos étnicos que lo habitan, además de los que representan el 91% de los habitantes. En realidad, fuera de la región central-oriental que constituye su corazón histórico, ha conquistado y perdido numerosas veces las tierras del sur, norte y la mitad occidental del país moderno. El dominio de esta última ha sido particularmente crítico porque los pueblos de origen mongol y turco de la región, aprovechando que sus jinetes montaban los “caballos celestiales” centroasiáticos –superiores en agilidad y fuerza a los chinos-, solían castigar sus fronteras y superar las defensas de la Gran Muralla, para asolar los campos y ciudades de los valles de los grandes ríos. En un juego de flujo y reflujo a lo largo de siglos y milenios, los nómadas del desierto avanzaron por el corredor de la estrecha provincia de Gansu para saquear las riquezas de los súbditos sedentarios, y después las tropas imperiales los hicieron retroceder e impusieron su dominio sobre ellos, pero fue infructuoso su intento de mantenerlo. En 1933, los uigures formaron la República del Turquestán Oriental, bajo tutelaje soviético, pero Mao Tse Tung logró incorporarla a su República Popular China en su fundación, en 1949, como la provincia que hoy se llama Xinjiang. La oposición uigur se ha expresado tanto de una forma pan-túrquica (sostenido por la Organización para la Liberación del Turkestán Oriental, es un nacionalismo de los pueblos turcos que hay desde Siberia hasta la actual Turquía) como en la pan-musulmana (a través del Movimiento Islámico del Turkestán Oriental, que ha adoptado tácticas de lucha armada). La guerra contra el terrorismo que lanzó Estados Unidos en 2001 les dio pie a las autoridades chinas para calificar a toda la oposición de terrorista y justificar, así, el empleo de medidas extremas contra cualquier disidente o sospechoso de serlo, especialmente desde que denunció la planeación de atentados contra los Juegos Olímpicos de Beijing, que fueron inaugurados el 8 de agosto de 2008. Cuatro días antes, en la ciudad medieval de Kashgar, un grupo de 70 policías corría por una avenida frente al Hotel Barony, cuando Kurbanjan Hemit, un taxista de 28 años, y Abdurahman Azat, un vendedor de vegetales de 33, se lanzaron con un camión a toda velocidad contra la escuadra y atropellaron a muchos hombres. Después arrojaron bombas caseras y utilizaron machetes para rematar a las víctimas. El saldo oficial fue de 16 muertos y 23 heridos. El 9 de abril de 2009, los agresores fueron presentados en un estadio frente a 4 mil personas, ante quienes se anunció su inminente ejecución en un lugar secreto. La historia quedó un poco coja, sin embargo. Cuando el ataque ocurrió, la policía china se movilizó de inmediato para controlar el flujo informativo: el acceso a internet se interrumpió en toda la ciudad, cercaron la zona, agentes ocuparon el Hotel Barony por cinco horas para revisarlo e interrogar a los huéspedes, a un fotógrafo de AP lo forzaron a borrar las fotografías de su cámara digital. Pero tres turistas occidentales no identificados lograron ocultar las suyas y las entregaron a The New York Times, que el 28 de septiembre publicó una nota titulada: “Dudas sobre versión de ataque en China”. Estos testigos aseguraron que no habían escuchado explosión alguna, de bombas caseras ni de ningún otro tipo; que vieron a militares agrediendo a otros militares con machetes; también a dos hombres de rodillas en el suelo, atados de manos a la espalda, y que un tercero les daba machetazos. “Para los turistas, se hizo evidente que los hombres con machete eran paramilitares, ya que se mezclaban libremente con otros oficiales en la escena”, sigue la nota del Times, que pregunta: “¿Los atacantes infiltraron la unidad policiaca o era éste un conflicto entre agentes de policía?”. Juntos pero separados La violencia de grupos de militantes uigures, que en los últimos años han lanzado ataques indiscriminados con cuchillos, matando a decenas de civiles en estaciones de trenes y otros lugares de gran afluencia de público, corre al parejo de una dura y generalizada represión. El mayor impacto, según denuncian grupos de derechos humanos uigures, lo causa la política de sinización, que en principio se realiza mediante el peso irresistible de la mayoría demográfica: en el país más poblado del mundo, la migración y el asentamiento de los chinos de etnia ahogan fácilmente a los grupos minoritarios. En 1949, los chinos constituían el 4% de la población en Xinjiang; hoy son el 40%. Y su papel no es sólo apabullar en número, sino controlar la economía: la gente del desarrollado este de China se muda a las provincias del lejano y rústico oeste, incentivada por créditos blandos y otros apoyos, con los que pueden establecer negocios. La integración entre chinos y uigures no se está dando de manera balanceada, como un intercambio de influencias. Los uigures deben dejarse absorber o mantenerse al margen. El sistema educativo es una muestra de ello: los padres pueden escoger entre dos regímenes escolares para enviar a sus hijos: en uno, donde se educan los niños con futuro en el sistema económico, las clases se imparten en chino (mandarín) y se enseña inglés como idioma extranjero; en el otro, las materias se dan en uigur, la segunda lengua es la china y el nivel es más bajo. Otra vía de forzar la aculturación, según la Asociación Uigur-Americana, es prohibir 23 prácticas religiosas específicas, entre ellas ciertas oraciones en las bodas, las ceremonias de duelo y rezos colectivos fuera de las mezquitas. También controlan las peregrinaciones a la Meca (que todo musulmán tiene que hacer al menos una vez en la vida), que deben ser organizadas y conducidas por funcionarios del Partido Comunista, mientras que ir por cuenta propia ha sido declarado ilegal. Salvo excepciones, uigures y chinos viven en sociedades separadas que comparten el espacio, pero no el tiempo: un ejemplo que ilustra la falta de sincronía entre unos y otros es que Xinjiang funciona con dos horarios. El oficial es el impuesto por Beijing a toda China: es un país tan ancho como Estados Unidos que tiene un solo huso horario: es como poner la hora de Nueva York en Los Ángeles. Los relojes de los chinos de Xinjiang están en la hora de Beijing y a las ocho de la mañana, en pleno verano, está totalmente oscuro. Como muestra de resistencia, o más bien de sentido común, en ese momento las manecillas de los uigures marcan las seis y todavía les queda un rato para seguir en la cama. Los “no confiables” Ante la imposibilidad de visitar los “campos de internamiento” que denuncian los opositores, o “centros de educación”, según el gobierno, el informe de la ONU se basó en testimonios de personas que pasaron tiempo detenidas en alguno de ellos y después fueron liberadas. Gay McDougall, uno de los expertos internacionales, los describió como una “zona donde no hay derechos”: los internos fueron sometidos a cursos de adoctrinamiento de varios meses, en los que los obligaron a renunciar a su religión, criticar sus creencias musulmanas y las de los otros detenidos, y recitar eslóganes y canciones del Partido Comunista Chino. Otros han sido forzados a realizar actos “haram” o prohibidos por el Corán, como beber alcohol o comer cerdo, y en los casos más extremos, los torturaron o los mataron. Desde 2008, la táctica utilizada para acabar con la oposición tenía un carácter relativamente quirúrgico, enfocada en aquellos individuos más activos. Pero a raíz de que, en marzo de 2014, un ataque masivo con cuchillos dejó 31 muertos en la estación de tren de la ciudad de Kunming (según las autoridades chinas), el gobierno declaró la “guerra popular contra el terrorismo”, y el secretario del Partido en Xinjiang, Chen Quanguo, llamó a la gente a “enterrar los cadáveres de los terroristas en un gran mar de guerra popular”. Entre septiembre de 2016 y septiembre de 2017 fueron contratados 100 mil funcionarios para seguridad pública, y cada habitante de la región fue clasificado como “confiable”, “normal” o “no confiable”, con base en valores como edad, fe, prácticas religiosas, contactos en el extranjero y experiencia en otros países. Caer en la categoría “no confiable” equivale a ser enviado a un campo de “internamiento” o “educación”, aunque no se haya cometido alguna falta. Una comisión del Congreso estadunidense describió la situación como “el mayor encarcelamiento masivo de una población minoritaria en el mundo de hoy”. En abril, la Agencia France Presse reveló la existencia de un programa oficial contra el separatismo y el extremismo que, bajo el nombre “Investigar las condiciones de vida de la gente, mejorar la vida de la gente y ganar los corazones de la gente”, llevó a unos 10 mil equipos de trabajo formados por funcionarios y académicos a pueblos y aldeas de Xinjiang para difundir la propaganda del Partido, eliminar la pobreza rural y promover la “armonía étnica”. A principios de 2017, según AFP, un grupo de trabajo de la Universidad de Televisión de Bingtuan (UTB) acudió a la aldea de Akeqie Kanle, en donde colgó linternas para celebrar el año nuevo chino, promovió la creación de empleos e introdujo agua potable, pero también interrogó a los pobladores para detectar señales de disidencia. “El equipo está decidido”, publicó la UTB en sus redes sociales, “hemos quitado la tapa de Akeqie Kanle, mirado detrás de la cortina y erradicado sus tumores”. Como cáncer fue descrita la quinta parte del centenar de habitantes de la aldea, que había sido enviada a un “centro de educación”. La lucha de los uigures contra la aculturación china tiene pocas más posibilidades de éxito que la de los tibetanos. Los primeros son 11 millones y casi doblan el número de los segundos, que son 6 millones. Los chinos han son mil 300 millones.

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