China y EU: la 'guerra comercial” sigue la senda de Washington

viernes, 31 de mayo de 2019 · 15:44
BEIJING (apro).- La guerra comercial sigue la senda dibujada por Washington. No existe una correlación de esfuerzos, aunque el mundo así lo perciba. Estados Unidos le declaró la guerra a China --dos semanas atrás arruinó el acuerdo que ya se celebraba, apelando a presuntos incumplimientos ajenos-- y continúa atizándola sin atender a las llamadas al diálogo y el sosiego de Beijing. El acoso y derribo a Huawei, la joya de la corona tecnológica china, dinamita las esperanzas de una tregua cercana en un conflicto de inquietantes consecuencias para las dos economías involucradas y el mundo entero. El último intercambio de aranceles resume el cuadro. El 13 de marzo, las portadas globales aludieron al enésimo intercambio de golpes cuando China incrementó las tasas a 5 mil 140 productos estadunidenses, del 10 % actual al 25 %. Un examen más atento a las cifras y al momento sugiere una interpretación diferente. El valor de los aranceles chinos se calcula en 60 mil millones de dólares, menos de una tercera parte de los 200 mil millones de la misma medida que había aprobado la semana anterior Washington. El Ministerio de Comercio chino anunció la subida a las 9 PM de un viernes, una hora a la que cualquiera que cubre la información diaria china sabe que ahí no queda ni el bedel. Ocurre que Donald Trump, presidente estadunidense, acababa de amenazar desde Twitter a China con un daño mucho mayor si se atrevía a responder con represalias. Así que a Beijing no le quedó más opción que responder con represalias para que el mundo y su pueblo no percibieran la cobardía. Es difícil pensar que a Trump se le escapase un razonamiento tan pedestre. Pero en la contención china se adivinaba más preocupación por su reputación que por perseverar en el conflicto. La reciente disposición firmada por Trump, que prohíbe los intercambios tecnológicos con Huawei, despertó a China del sueño de una solución pactada y la prensa nacional ya prepara al pueblo para los tiempos convulsos. El primer disparo llegó desde el noticiario más visto de la televisión pública. El presentador, con semblante solemne, prometió que China “luchará hasta el fin”. Aquellas alusiones del Diario del Pueblo a las “fricciones comerciales” han sido sustituidas por las de “guerra comercial”, mientras la beligerancia y soberbia estadunidenses se asocian al doloroso colonialismo que esquilmó el país en el siglo pasado. “Es todo el país y la gente los que han sido intimidados y esto va a ser una verdadera guerra del pueblo”, tronó el diario ultranacionalista Global Times. Por las redes circula un meme con la bandera china de fondo en el que se lee: “Negociar, seguro. Luchar, en cualquier momento. Intimidarnos, ni en sueños”. Supone un aumento de decibelios sustancial, pero el tono está aún muy lejos del empleado en otros conflictos diplomáticos con Japón, Corea del Sur o Noruega. Los tibios contragolpes chinos y las bridas a su prensa subrayan la voluntad por alcanzar un acuerdo, a pesar de que este parece quimérico tras 11 rondas de conversaciones y sin fecha para la duodécima. Las esperanzas están puestas en la reunión que Trump y Xi Jinping, presidente chino, mantendrán el mes que viene en Japón durante la cumbre del G-20. La paz, una utopía La presunta química personal ya sirvió en el pasado para firmar una tregua y salvar a una compañía china en problemas. Washington había apelado a una supuesta violación del embargo a Irán para prohibir a sus compañías que le vendieran los imprescindibles chips a ZTE.  La tecnológica china se deslizaba hacia la quiebra cuando un encuentro presidencial aceitó el levantamiento de las sanciones a cambio de que ZTE transigiera con dolorosas y humillantes cesiones de su soberanía. Muchos habían especulado con otro enjuague similar, pero Zen Zhengfei, fundador y patriarca de Huwei, ya lo ha descartado con contundencia.
“Supongo que los chinos intentarán algo parecido otra vez, pero me sorprendería que funcionara”, señala Anthony Saich, profesor de la Harvard Kennedy School. “Quizá se alcance un acuerdo cosmético que permita presentarlo a ambos presidentes como una victoria a su audiencia doméstica, pero ningún acuerdo es factible si no versa sobre los asuntos profundos de la relación”, añade el sinólogo, quien cita la larvada frustración estadunidense por las prácticas comerciales de China.
La paz es utópica, porque detrás de la escalada arancelaria está la pugna por el liderazgo económico que siempre acompaña al geopolítico. “Los estudios revelan que el PIB chino doblará al estadunidense en 2050. Y ante esas expectativas, Estados Unidos tiene que reaccionar. Puede soportar que China le supere en economía, pero no que se convierta en el poder soberano global. Y eso se ventila en la cuestión tecnológica”, opina Xulio Ríos, director del Observatorio de Política China.
“Algunos funcionarios chinos quieren un acuerdo cuanto antes y están dispuestos a algunos sacrificios. Pero China tiene sus líneas rojas. No puede variar su esquema productivo porque eso pondría en peligro la supervivencia del modelo económico y político”, añade.
El horizonte sombrío invita a elucubrar sobre qué arma utilizará China cuando agote su confuciana paciencia. La lógica estadunidense es irrebatible: China perderá la guerra de aranceles porque sus exportaciones a Estados Unidos cuadriplican a las inversas. Su crecimiento anual se recortará dos puntos si Washington impone tasas del 25 % a todos sus productos, según un estudio del banco suizo UBS. Sería una catástrofe que China no podría igualar porque pronto se quedará sin productos estadunidenses que gravar. Pero reducir el campo de batalla a los aranceles es de un optimismo infantil. La guerra tarifaria beneficia a Washington por la misma razón que una espiral de acoso a las compañías ajenas favorecería a Beijing: las norteamericanas venden en el gigante asiático 200 mil millones de dólares más que las chinas en Estados Unidos. A Beijing se le multiplican los objetivos. General Motors, Apple o Starbucks cuadran sus balances anuales gracias a su mercado. En el aire está el centenar de aviones Boeing por un valor de 10 mil millones de dólares que China encargó meses atrás para contentar a Trump. Existen otras presiones más sutiles que siguen una liturgia conocida: un par de editoriales inflan las velas del nacionalismo y la población se entrega con entusiasmo al boicoteo. También el estricto cumplimiento de la burocracia y las leyes chinas puede hundirlas: visados, inspecciones de seguridad laboral o impuestos, retrasos en aduanas… China también cuenta con instrumentos devastadores que, por sus riesgos, sólo emplearía en última instancia. Podría sacarse de encima la masiva deuda estadunidense, por un valor de 1.2 billones de dólares, que la convierte en su banquero. La teoría asegura que deslizaría la economía rival hacia la depresión, pero a China le beneficia dirigir sus inversiones hacia valores seguros y ninguno lo es más que un bono estadunidense. También podría devaluar el yuan para absorber el aumento de las tasas a sus exportaciones. Pero una caída acentuada también aumentaría el precio de las materias primas que China importa, y Beijing aún recuerda la fuga de capitales que espoleó la devaluación de 2016. China y las tierras raras Muchos expertos apuntan a las tierras raras sobre las que China ostenta el monopolio global.  Son 17 minerales, imprescindibles en la tecnología cotidiana y militar: desde teléfonos, auriculares y baterías de automóviles eléctricos a resonancias magnéticas en hospitales o reactores nucleares. También están presentes en turbinas eólicas, coches eléctricos y buena parte del sector de energías limpias. Y en satélites, motores a reacción de cazas y otras utilidades militares. No extraña que Washington los hubiera excluido de sus aranceles. Tampoco que, al día siguiente de que los medios chinos abrieran con la visita de Xi a una fábrica de tierras raras, Trump concediera una dispensa de 90 días a la prohibición de venderle tecnología a Huawei. El mensaje fue acentuado días después en un editorial del diario Global Times: “Le llevará muchos años a Estados Unidos levantar una industria de tierras raras y mejorar su suministro doméstico para reducir su dependencia de China (…)  Es suficiente tiempo para que China venza en la guerra comercial, durante la cual controlará el flujo sanguíneo del sector tecnológico estadounidense”. La rareza de estos minerales acaba en su nombre. Son considerados “moderadamente abundantes” por la Agencia Geológica de Estados Unidos y están repartidos por buena parte del globo. El problema no radica en su extracción sino en su procesamiento. Separarlos es una tortura que requiere continuos baños en ácidos y filtrados, en un proceso que libera sustancias químicas y radioactivas. Así que el mundo, cuando China se opuso a ello en los años 80, le cedió con entusiasmo el negocio y cerró sus minas. Sólo sus bajos salarios y laxas normativas medioambientales y de seguridad laboral permitían su rentabilidad. Todos esos indicativos han mejorado muchísimo en las últimas décadas en China, pero siguen sin salirle competidores. La posición de fuerza que las tierras raras le conceden a China supone una venganza poética ante un mundo que durante décadas despreció su procesamiento. Muchas industrias occidentales de alta tecnología se han beneficiado de ellas a un precio irrisorio, mientras China pagaba la dolorosa factura medioambiental y de salud. Hoy son la mayor amenaza para Trump en su desafío a Beijing.  

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