Rescatada de la muerte
El robo de niñas, el secuestro de adolescentes y la venta de mujeres para el comercio sexual siguen expandiéndose por el mundo en pleno siglo XXI. Desde hace años, la periodista Lydia Cacho –representante en México de la campaña de la ONU Corazón Azul– ha dedicado sus esfuerzos a investigar y denunciar este cáncer social, y como resultado de sus indagatorias escribió, entre otros, su reciente libro Esclavas del poder, en el que muestra las redes delictivas que manejan la prostitución forzada. Con la autorización de la editorial Grijalbo, Proceso ofrece en exclusiva un extracto de ese trabajo: el testimonio de Arely, una joven de origen venezolano.
Arely, de diecinueve años, es una venezolana de cabello rubio platinado. Abraza un conejito de peluche mientras está sentada en un sillón del refugio del Centro Integral de Apoyo a la Mujer (CIAM). A ratos se expresa como una mujer seductora, otros como una niña asustada. Su cuello muestra las marcas de unas manos masculinas que intentaron estrangularla. En el lado izquierdo se distinguen, con huellas purpúreas, el tamaño de los dedos de su agresor. Habla sin detenerse, gesticula, se resiste al llanto:
Yo quería estudiar, ser una empresaria importante, de esas inteligentes y que hacen plata y que tienen auto. Cuando mi madre se murió allá en Maracaibo, mi abuela me dijo que tendría que salir con ella a vender empanadas en las calles. Cuando los autos pasaban por allí, yo les sonreía y los hombres me decían: “Pero qué chiquitica rubia más linda”. Yo pensaba que de qué me servía ser linda si no podía estudiar ni jugar como las demás niñas. Un día, en la calle, conocí a Mariel, una mujer bien bella y elegante que me dijo: “Si tú quieres, podrías ser modelo y ganar muchos dólares, estudiar y sacar a tu abuela de las calles. En México hay mucho trabajo para chicas venezolanas como tú”.
(...)
Fui al cibercafé con Mariel, ella me dijo cómo buscar la página, yo no sabía antes cómo usar internet. Ella me enseñó y me decía: “¡Mira que es un negocio bien serio, si no, no estaría así en la internet!” Wow, pensaba yo… México, y se veía serio el negocio con su publicidad bien chévere y con su logo Prestige y escuela de modelos y cantantes.
Entramos en la web Divas.com y apunté mis datos, mandé la fotografía que me hice con el dinero que me dio Mariel y nomás pasó una semana cuando Mariel se comunicó conmigo a la casa. ¡Ya tenía mi boleto de avión pa’ México! Me llevó con mis documentos a sacar mi pasaporte y todo en regla. Todo era legal. ¿Cómo iba yo a saber que iba a terminar así, de puta? Las modelos no son putas, son lindas y salen en las revistas, y los hombres las adoran.
“Allá les pagas –me dijo– con tu trabajo”. Nunca imaginé que llegando a Monterrey me iban a quitar mis papeles y a decirme que les debía 5,000 dólares por el boleto de avión. Y yo sola, ni pensar en volver a la pobreza de mi casa; luego lo único que pude fue obedecer, y para cuando miré ya estaba yo ensayando seis horas al día para bailar, luego conocí al boss, le decían El Diablo, un hombre de negocios bien rico, de Monterrey, tiene bares y restaurantes. Él me dijo que yo era su consentida, pero que me faltaban tetas. Me llevaron al doctor y me puso éstas (Arely se levanta los senos con implantes como si fueran dos balones). Yo me sentía bella y supersexy, pero nunca puta.
El abogado se llama Luis, él me hacía firmar todos los papeles de la deuda y me guardaba mi pasaporte. Una noche, antes de salir a bailar, don Luis me mandó llamar a la oficina y me llevó el chofer. Cuando entré nomás quedé allí fría, estaban dos agentes de la migra y pensé Dios, ¿qué hice? ¿Por qué me llevan? Pero don Luis me dijo que tranquila, que los agentes estaban allí para facilitar el trámite. En el escritorio estaban los papeles de otras siete muchachas, las más jovencitas eran de Brasil y otras de mi edad de Colombia. Me hicieron firmar y poner mi huella. Luego, ya vestidos normales (sin uniforme) fueron los agentes al bar a vernos bailar. Eran lindos y enamoradizos.
Un día vi que ya les debía más de 10,000 dólares por el boleto de avión, el hospedaje y la comida y el doctor y la ropa bella que me compraron y los trámites de migración. Por eso acepté la primera vez que me dijeron que me fuera al hotel con ese empresario tan importante de Nuevo León; para no alborotar el avispero obedecí. Luego ya no pude parar, eran los políticos y todos me decían lo mismo: que tengo carita de niña, de ángel, que les gusta mi voz suave y que soy obediente. En las noches yo hacía mis cuentas. Héctor, el chofer que nos cuidaba, me compró una libretica y allí escribía mis cosas. Un día le pregunté a Héctor si cuando ya juntara el dinero me ayudaba a buscar otro trabajo; él me dijo que ni hablara de eso, que si don Luis se enteraba me iban a castigar. Aquí nadie se va sola. Fue Héctor quien me dijo que Luis era hermano del gobernador y que por eso manejaba estos negocios finos de muchachas y escorts. En el club tomaban video de todo, los clientes ni saben, pero toditos están allí grabados; si alguno hace algo, pues ya sabe que puede enterarse el mundo.
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Las rutas nacionales
Arely narra cómo conoció en el bar a Juan Carlos, un joven de veintitrés años que aparentaba ser adinerado. Al principio él pagaba por estar con ella y tener sexo, después comenzó a enamorarla y le llevaba obsequios. Era romántico, le daba joyas de bisutería cara y muñecos de peluche. Un día le regaló una película que dijo era su favorita: Pretty Woman, con Julia Roberts. Cuando la chica venezolana vio el filme quedó encantada. Juan Carlos sería su Richard Gere y seguro que le pediría que se casaran, ¿por qué no?
Una mañana mandaron llamar al grupo de jovencitas que llevaban un año en Monterrey. El Diablo, el propietario de los bares, les dijo: “Ya son muy profesionales y esto se pone aburrido, así que les tenemos una sorpresa. Se van a Cancún, allí trabajarán en un lugar muy bonito frente al mar”. Algunas irían al Black Jack, otras al Caribbean Escort Services, y varias terminarían en el The One. Arely estaba destrozada, pero cuando se lo contó a Juan Carlos él le dijo que era una idea estupenda, así la podría visitar en Cancún y luego se irían juntos. No podía creer su suerte, por fin estaba en camino a la libertad.
Más tarde, hablando con otra chica de Brasil, Arely descubrió que Juan Carlos había hecho las mismas promesas a varias jóvenes. Él trabajaba con Luis para mantener a las chicas ilusionadas y hacer que sintieran cierta libertad. Estaba devastada, lloró toda la noche y rezó a su madre. ¿Cómo podían engañarla así? Bajo la oscuridad de las sábanas, esa noche Arely decidió buscar la oportunidad de escapar en Cancún. Se sentía, dijo, como si fuese su esclava, como si todos esos hombres hubiesen tenido el poder de meterse en su cabeza, de ponerle unas cadenas, no en las manos, sino en la cabeza… para volverla loca.
Sí, yo me sentí una loca. Me decían: “Mira que eres malagradecida y miserable”. Ellos me sacaron de la pobreza en Venezuela y así les pagaba, con mis berrinches. Y yo pensaba, ¿estaré loca? A mí no me gusta eso de que me hagan sexo a la fuerza, a veces me dan asco, estoy cansada, huelen mal. No me gustan los borrachos. “Si esto es un trabajo como cualquiera”, me decía la señora que cuidaba la mansión. Yo nomás quería bailar y ya. Yo no sé si una está loca porque no le gusta obedecer.
Arely estaba en la cárcel municipal cuando el equipo del CIAM para las víctimas de la trata de Cancún la rescató. Un día antes había intentado subirse a un avión sin su pasaporte –retenido por sus tratantes–, pero los empleados de la línea aérea le dijeron que no podría volar sin él y sin la forma migratoria llamada FM3. Después Arely vio a los agentes de migración que ella conocía y al instante salió corriendo. Luego de un periplo extraordinario, terminó dándose a la fuga en un taxi que no pudo pagar porque los policías del aeropuerto le habían robado el dinero para dejarla ir. El taxista de Cancún se enojó con ella porque no le pagó y la llevó a la policía local. Los inspectores la vieron y de inmediato la clasificaron. Si tenía cabellera rubia platinada, senos grandes y evidentemente postizos, labios gruesos, shorts, tacones y piernas esculturales, entonces debía ser prostituta. Los criterios de las autoridades son claros: según el jefe de la policía de Cancún, las prostitutas son una lacra social y, de acuerdo con el presidente municipal Gregorio Sánchez Martínez, esas mujeres son la basura del pueblo. Así que la llevaron a la cárcel, donde cuatro agentes la violaron. Mientras ella lloraba, el policía a cargo le preguntó: “¿De qué lloras? Si eres una puta y las putas para eso sirven”.
Días más tarde entrevisté al director de la cárcel, que me dijo sonriente: “Usted no entiende, señora, estas muchachas viven de eso, provocan a los muchachos y luego se arrepienten. Seguramente ella les ofreció sexo para que la dejaran ir, pero aquí se cumple la ley. Además, mis guardias me dicen que no es cierto, que no la violaron, que ya venía violada… virgen no era”.
El equipo de rescate entró en la prisión de Cancún junto con dos paramédicos de la Cruz Roja: el médico de la cárcel había inyectado a Arely una sobredosis de narcóticos “para tranquilizarla, porque gritaba que la habían secuestrado y violado”. Los paramédicos la encontraron drogada y amarrada a una cama en la enfermería. Levantaron un acta y apuntaron los medicamentos utilizados: una sobredosis de benzodiazepina le había causado un shock psicótico. El director del penal aseguró a los paramédicos que la joven estaba loca, restando importancia a la historia que la víctima había intentado contar a las autoridades. Arely les dijo que había escapado de una red de tratantes y que la habían amenazado de muerte porque conocía los nombres de todos los involucrados. No obstante, todos se concentraron en el hecho de que ella era una prostituta, así que su voz y su testimonio no tenían importancia.
Cuando la enfermera y la trabajadora social –dedicadas a cuidar a las víctimas las 24 horas del día en el espacio de protección del CIAM– finalmente la acompañaron a darse un baño y la recostaron en una habitación del refugio, la psicóloga le aseguró que estaría bien, que ya nadie podría hacerle daño. Sin embargo, Arely no podía creérselo: ¿por qué un grupo de desconocidas la habrían de proteger y salvar? Sus compradores la habían convencido de que su vida no valía nada para nadie más que para ellos. Las autoridades, los clientes y el personal de la línea aérea se lo habían demostrado con hechos. Establecer un vínculo de confianza fue la tarea más difícil para los miembros del equipo de rescate, quienes debían encontrar la forma correcta de hacerle saber que tenía derechos y que su vida era importante por el simple hecho de ser mujer.
Las psicólogas del refugio explican cómo encontraron a la joven:
Supimos que Arely no estaba loca. Ella, como miles de mujeres víctimas de la violencia y la trata para la explotación sexual, mostraba desesperación ante una situación enloquecedora. Los dueños de los centros nocturnos de Monterrey la mandaron a trabajar a la plaza de Cancún. Ella ansiaba alejarse de esa forma de esclavitud y sabía que intentarlo podía costarle la vida, y sin embargo lo hizo. Pasó dos días en que vomitaba lo que comía; estábamos casi seguras de que la habían inducido a la adicción de alguna droga, ella decía que no, sin embargo tenía los síntomas de abstinencia. Luego pudimos entender que los síntomas que mostraba no estaban relacionados con una adicción, sino con la abrumadora realidad de la forma de victimización, aunada al estrés postraumático y a la sobredosis de narcóticos inyectada irresponsablemente por el médico de la cárcel.
Los labios carnosos y el cuerpo voluptuoso eran sólo el cascarón que escondía a una mujer joven que, aun drogada, lloraba como una niña pequeña preguntando por su madre sin cesar. La enfermera pasó la primera noche a su lado hasta que se quedó dormida abrazando al muñeco de peluche que pusieron en sus brazos.
Mientras salía del estupor de la droga, Arely preguntaba entre sueños si estaba de nuevo en la mansión. Le llevó dos días asimilar que estaba libre de verdad, que allí nadie la utilizaría para ningún fin. Un par de semanas después, tras la terapia, de caminar por el jardín y hacer yoga en el refugio, Arely se sentó a contarme la historia de su viaje hacia la esclavitud. Juntas pudimos dibujar con claridad el mapa de la red que la llevó desde Venezuela hasta Monterrey y luego a Cancún.
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Cara a cara con los cómplices
Cuando la trabajadora social del CIAM le ofreció a Arely la posibilidad de solicitar ayuda al director de las oficinas de migración, la joven palideció. Ella los conocía, al menos a los jefes que recibieron a las chicas que viajaron desde Monterrey; las habían enviado en un jet privado hasta Cancún, donde aterrizaron en el área destinada a resguardar el avión del gobernador de Quintana Roo.
En una camioneta con cristales ahumados, la jefa de seguridad del refugio, una psicóloga y yo trasladamos a la joven al exterior del Instituto Nacional de Migración. Con una gorra que le cubría el cabello y lentes oscuros, Arely bajó con la psicóloga mientras yo entré para pedir hablar con el jefe de la oficina. Conforme aparecieron los sujetos, ella los identificó con su nombre de pila. La experiencia fue impresionante: todos, incluso los altos mandos, estaban involucrados, unos como clientes y otros como protectores de la llegada y salida del aeropuerto.
Decidí pedir una cita con Fernando Sada, que recientemente había sido nombrado director de las oficinas de migración. En su oficina me limité a narrarle la historia de Arely. Él se miraba las manos y, conforme avanzaba en mi explicación, su frente se perlaba de sudor. El aire acondicionado de la oficina estaba a 18 grados centígrados: no era el calor lo que inquietaba a este funcionario público originario de Monterrey.
“Pues que venga a las oficinas y declare, con gusto la ayudamos”, me dijo Sada. Le expliqué que Arely aseguraba que la querían matar por lo que sabía. Conteniendo la burla inquirió: “Pero ¿quién querría matar a una bailarina?”. “Ella dice que El Diablo, el dueño de los bares, un poderoso empresario de Monterrey, ¿lo conoce usted? También afirma que el abogado que coordina la entrada en México de las mujeres extranjeras que mueven en el circuito de prostitución Monterrey-Cancún-Puebla es el hermano del gobernador. ¿Cree usted que pueda mandar un informe al secretario de Gobernación para proteger la vida de la joven hasta que logren repatriarla?”, pregunté.
Sada se levantó inquieto, abrió una pequeña vasija de cristal llena de caramelos, me ofreció uno y lo acepté. Con aparente distracción, él abrió uno y se lo metió en la boca. Caminó en silencio por su pequeña oficina. Yo me limité a escuchar el particular sonido que producía el caramelo al ser masticado por sus muelas. Parecía que estaba haciendo tiempo para buscar las palabras apropiadas. Finalmente, me miró de nuevo y me dijo: “Mire, Lydia, yo no sé nada de esto. Es mejor que se mantenga al margen. No está en mis manos. No se expongan. Esta plática no sucedió”.