Los migrantes que no importan

miércoles, 1 de septiembre de 2010 · 01:00

Cuando decidió embarcarse en la riesgosa aventura periodística que implicaba ser un migrante más, Óscar Martínez, reportero del periódico digital salvadoreño elfaro.net, cayó en la cuenta de que la realidad que tenía ante sí era mucho más terrible de lo que sabía... En el azaroso viaje a bordo del tren al que los indocumentados llaman La Bestia, de pronto los machetes dieron paso a los fusiles de asalto; los refugios en el monte a las casas de seguridad; los asaltantes comunes a Los Zetas, y los robos a los secuestros... Con el permiso del autor, Proceso publica fragmentos de un capítulo de Los migrantes que no importan, libro de crónicas escrito por el propio Martínez bajo el sello de Icaria editorial. En la presentación del mismo, Julio Scherer García evoca de alguna manera la matanza de la semana pasada en Tamaulipas: “Los hechos que narra el libro tienen la contundencia inexcusable de la barbarie”. 

 

Llovía en Tenosique cuando El Puma y sus cuatro pistoleros recorrían las vías del tren y exigían dinero a los migrantes que buscaban viajar como polizones (…) unos 300 indocumentados se amontonaban en las lodosas márgenes de los rieles.

El Puma es un hondureño de unos 35 años, con una nueve milímetros en el cinto y un fusil de asalto AK-47 colgado de su hombro. (…) “Trabaja para Los Zetas”, dicen los que se han topado con él. Para subir al tren hay que pagarle. Quien no paga no viaja. Quien se resiste se las ve con él, sus escoltas, sus machetes y sus ráfagas de plomo. 

La mayoría pagó. Los que no tenían dinero se retiraron a pedir limosna al pueblo. El Puma pidió por radio al maquinista que parara y se acercó a darle su parte mientras los migrantes se acomodaban en el techo o en los balcones que hay entre vagón y vagón. En el del medio se ubicaron los cuatro polleros, guías para los indocumentados que pueden costeárselos, con unos 20 clientes.

(…) En Pénjamo (…) el viaje empezó a empeorar. José, un salvadoreño de 29 años, fue el primero en ver cómo ocho hombres aprovecharon la lenta marcha del ferrocarril para subir. “Tranquilos –dijeron al grupo de José–, nosotros también vamos para el norte”. Pero José concluyó que le habían mentido cuando vio que, tras descansar unos minutos, cuatro de ellos sacaron pistolas nueve milímetros, los otros cuatro desenfundaron sus machetes y todos se encajaron sus pasamontañas. 

“Adiós”, dijeron. Dejaron en paz a los salvadoreños y saltaron al siguiente vagón para asaltar a sus ocupantes. Cuando los encapuchados llegaron al cajón de Arturo, un cocinero nicaragüense de 42 años, ya llevaban con ellos a dos muchachas que pretendían secuestrar. Arturo se fijó en una de ellas porque era de piel blanca. Le pareció bonita. A la otra no pudo verla bien. 

(…) El siguiente vagón era el de los polleros. Hubo silencio durante unos minutos. Luego, balacera. Unos 15 minutos de detonaciones. Polleros contra asaltantes. Los polleros habían entregado dinero, pero se negaron a dejar la mujer que les pedían. Un cuerpo con pasamontañas cayó del tren que había disminuido su velocidad. Los demás bajaron a asistirlo, a pesar de que el hombre parecía muerto cuando rodó por el desnivel de las vías.

(…) La revancha fue en Palenque, unos 50 kilómetros al norte de Pénjamo. Cinco de los asaltantes volvieron por la migrante. Mataron a otro hondureño de nuevo en el vagón de Arturo. Sin razón alguna. Lo rajaron de un machetazo en el estómago y lo lanzaron del tren, mientras repelían el fuego de los polleros. 

(…) Los asaltantes se movían rápido. Lograban adelantar en vehículos a un tren que va a unos 70 kilómetros por hora en los tramos deshabitados. Pero la marcha del ferrocarril no ayudó. Los motores se pararon en una zona conocida como La Aceitera, media hora después del segundo tiroteo. La oscuridad de la noche se interrumpía por la luz amarilla de los faroles del pueblo. La locomotora juntaba la nueva carga y el sonido de herrumbre completaba el ambiente. Todos los migrantes estaban de pie, volteando la cabeza, mirando hacia todas partes. Entonces se reanudó el intercambio de balas, los polleros cedieron el vagón y la muchacha en manos de los encapuchados, que se internaron con ella en el monte. El botín hizo que se confiaran y dieron la espalda al tren. Pero los polleros también saben arremeter: mataron a un segundo asaltante, recuperaron a la mujer, abordaron el ferrocarril antes de que acelerara y minutos después se bajaron con el grupo completo. Abandonaron el tren para buscar otra forma de seguir. Era obvio que los asaltantes volverían (…).

 

El otro negocio de “Los Zetas”

 

La historia del tren que partió de Tenosique es un libro de instrucciones para quien sepa leer entre líneas. En él se describen las claves que de un tiempo para acá han particularizado este tramo como la zona más caliente en medio de un recorrido total que nada tiene de amable. 

Los defensores de los migrantes que viven en estos puntos de paso ruegan alarmados que alguien haga algo. Gesticulan, piden que se apaguen las grabadoras, que se guarden las cámaras, y describen lo que ahí todos saben: decenas de indocumentados centroamericanos son secuestrados a diario por Los Zetas y sus aliados, a plena luz del día, y son confinados en casas de seguridad cuya ubicación muchos conocen, incluidas las autoridades locales. 

La lógica comercial es sencilla: más vale secuestrar durante unos días a 40 personas que paguen entre 300 y mil 500 dólares de rescate cada uno que a un gran empresario que entregue en un solo monto la misma suma, pero donde se corre el riesgo de llamar la atención de la prensa y de la policía. Autoridades nacionales como la Quinta Visitaduría de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), encargada de la migración, admiten la gravedad del problema. 

Estos son los secuestros que no importan. Estas son las víctimas que no denuncian. Estos son los secuestradores a los que nadie persigue. El gobierno mexicano en lo que va del año tiene registro de que 650 personas han sido raptadas. Pero ese es tan sólo el número de casos en los que alguien ha pedido ayuda. Un recorrido por la ruta convierte el dato lanzado por el gobierno en un mal relativo. No es una exageración afirmar que sólo en uno de los puntos de plagio de migrantes, en cualquiera, en un mes se rebasa la cifra oficial de secuestros de todo el país. En los primeros seis meses de 2009, personal de la CNDH visitó estas zonas y recogió testimonios de indocumentados secuestrados. Reunieron casi 10 mil de esos relatos de viva voz de quienes los sufrieron. La misma CNDH aseguró que si hubieran tenido más personal, la cifra se habría duplicado o triplicado. 

(…) Del viaje del tren donde hubo cientos de asaltados, donde hubo al menos tres muertos y varios heridos y tres secuestrados no se escribió ni una letra en ningún periódico. Nunca llegó ni la policía ni la Fuerza Armada. Nadie ha puesto ninguna denuncia. 

Tenosique, como punto de partida; Coatzacoalcos, Medias Aguas, Tierra Blanca, Orizaba y Lechería como sitios neurálgicos, y Reynosa y Nuevo Laredo, fronterizas con Estados Unidos, como último peaje, componen la ruta de los secuestros. Todas, menos Lechería –donde el tren se desvía hacia el interior del país–, son ciudades cercanas a la costa atlántica, todas dentro del dominio de Los Zetas, según el mapa del crimen organizado trazado por la División Antinarcóticos de ese país. 

En cadena descendente, desde los despachos en la capital mexicana hasta los albergues del sur, lo que pasa está dicho, para quien lo quiera escuchar. “La situación del migrante viene complicándose. Es alarmante. Se multiplican los testimonios de los secuestrados. Ocurre a plena luz del día, a grupos grandes. Llegan con armas, secuestran a algunos. El Estado mexicano es responsable de la integridad y la vida de quienes se encuentran en su territorio. Hemos hecho llamados enérgicos. Es increíble que esto siga pasando”, se queja Mauricio Farah, encargado de esa visitaduría. (…)

 

Coatzacoalcos

 

(…) Un grupo de migrantes sostiene junto a las literas una especie de reunión en la que el tema central es lo difícil que está la ruta debido a los secuestros. Unos relatan, otros solo observan con el interés del que escucha lo que le puede ocurrir. “A aquel compadre lo levantaron aquí y ahí va de vuelta, pero yo me quedo”, señala el hondureño a un hombre que descansa solo en la cama baja de un camarote. Se llama Pedro, tiene 27 años y también es hondureño. Se ve triste. 

Cuenta que fue hace tres meses. Todo empezó aquí, en Coatzacoalcos, en una casa frente a las vías. Dice que fue un engaño bien orquestado. Asegura que lo intentará de nuevo porque no le queda de otra. Sugiere que el que tenga parientes en Estados Unidos no lo diga en el camino. A nadie. Nunca. 

“Fue una señora a la que le dicen La Madre, que ofrece coyote que lo lleva a uno por 2.500 dólares. Así lo llevan engañado a uno hasta la frontera, Reynosa. Hasta ahí te tratan bien, pero ahí te secuestran. Ahí te amenazan con pistola, te agarran a golpes. Creo que son de Los Zetas. Me sacaron 800 dólares y 2 mil 500 a mi esposa. Y de ahí te sueltan. Un mes y 18 días me tuvieron ahí. Y los policías están con ellos”, dice, y vuelve a encogerse en la cama para ya no salir de su silencio. 

Hay sitios donde se respira el miedo. Para un migrante Coatzacoalcos es uno de esos lugares. Un testimonio desencadena otro: “A mí me secuestraron en mi anterior intento”; “yo me escapé ayer de un secuestro”; “yo vi hace tres meses cómo levantaron a dos muchachas”. Esta mañana, del grupo de diez reunido junto a las literas han surgido siete historias de secuestros vividos en carne propia o como testigos. 

Le cuento a Ortiz, el encargado de la CNDH, que en el cuarto contiguo hay muchas víctimas de secuestro, que incluso hay gente raptada a unas cuantas cuadras, en alguna casa de la marginal por la que serpean las vías. No se sorprende, aunque habla con contundencia. Es su pan de cada día. 

–El dominio de las bandas organizadas –dice Ortiz– ha incrementado, por decir, un 200%. Tenemos muchas denuncias, el modus operandi es igual aquí que en Tierra Blanca. Hay secuestradores que van y cobran hasta 15 rescates, lo que me hace pensar que las compañías de remesas saben a quién le pagan, no es posible que alguien vaya por 30 envíos. Y hemos tenido casos fidedignos donde los policías municipales han detenido a un migrante y lo entregan a los delincuentes. 

–Tengo tres testimonios –le cuento– donde alguien que fue secuestrado asegura que de su grupo alguno se escapó y que al volver, muy golpeado, les dijo que venía de denunciar a la policía local que en la casa quedaban migrantes, y que la policía los llevó a entregarlos a los secuestradores. 

–Sí, si ya no es cuestión de omisión. Nosotros sabemos que los entregan, no hemos escuchado de esa mecánica de que los devuelven, pero eso es lo de menos, hay coparticipación. Con los cónsules de El Salvador y Honduras en Veracruz y el delegado del INM hemos estado reunidos con el presidente municipal de Tierra Blanca, y es común que nos desconozca el hecho, y hay malestar cuando hablamos de casos de secuestrados. De hecho, al mes siguiente de que me dijeran que eso no pasaba, hace un mes, el Ejército incursionó en una casa de seguridad y rescató a 28. Desde hace unos meses actúan a la luz del día, haya o no presencia de la autoridad, eso no los inhibe. Hay migrantes que nos han dicho: “¡Iba pasando la patrulla, voltearon, vieron cómo nos tenían apuntados con pistolas, en el piso, y siguieron de frente!”. ¡Es un hecho real, hay testigos que han visto hasta a 100 personas en la misma casa! Todos los vecinos le pueden decir cómo es el modus operandi, todos lo han visto, y nadie dice nada. ¡No pasa nada! Va a seguir pasando a los que vengan. Nadie nos quiere oír. 

Erving Ortiz, el cónsul salvadoreño en Veracruz, denunció en agosto de este año que “unos 40 indocumentados son secuestrados cada semana” en todo el estado. Lo hizo luego de que el Ejército incursionara en la casa de seguridad de Coatzacoalcos. Esta vez los dos periódicos más influyentes del país, Reforma y El Universal, lo publicaron. 

Intento por décima vez contactar al presidente municipal de Tierra Blanca, Alfredo Osorio, pero nunca contesta. Su secretario particular, Rafael Pérez, me prometió unos minutos al teléfono para hoy, pero ya no responde su celular. En la alcaldía, una secretaria contesta el teléfono y asegura que ambos funcionarios estarán fuera una semana. Marco al despacho de prensa del INM y me contesta la misma encargada que lleva cinco días diciéndome que busca al funcionario ideal para hablar sobre los secuestros. Sin embargo, hoy actúa como el secretario de Osorio y me dice que la persona indicada –de quien nunca supe el nombre– está fuera del trabajo y lo estará varios días. Dice que no sabe cuándo volverá. Mientras, varios continúan secuestrados a unas cuadras de donde marco los números del presidente municipal y el INM. Es tan cotidiano que no necesito hablar con ellos para estar seguro de que si fueran honestos y hubieran aceptado mis llamadas, tendrían que haber contestado con un rotundo sí a mi pregunta: ¿saben que aquí se secuestra de forma sistemática a migrantes? 

El 4 de abril de este año, la jefa del INM, Cecilia Romero, recibió el mismo documento que el secretario de Gobernación, Juan Camilo Mouriño. Era un documento de 40 páginas, y su segundo capítulo se titulaba “Secuestros y crimen organizado”. Contenía una explicación general de lo que ocurre y tres testimonios de víctimas. Lo envió Leticia Gutiérrez, directora de la Dimensión Pastoral de la Movilidad Humana, organismo de la Iglesia católica que coordina 35 albergues del país, entre ellos los de Tierra Blanca, Coatzacoalcos y Reynosa. Los destinatarios nunca respondieron. 

La pregunta oculta en las palabras del cónsul Ortiz es evidente: ¿cómo es posible que siga pasando algo que conocen los alcaldes, los países de origen, los medios de comunicación, el Estado mexicano y hasta el gobierno de Estados Unidos? 

(*) Este texto se publica en la edición 1765 de la revista Proceso, ya en circulación.

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