Contra el cáncer, de la arrogancia a la desesperanza

sábado, 5 de noviembre de 2011 · 18:35
Desde hace cuatro mil años, cuando se registró el primer caso de cáncer en el Egipto de los faraones, este padecimiento se ha convertido en el enemigo principal de la comunidad científica. No en vano el oncólogo Siddartha Mukherjee lo denomina “El emperador de los males” en su monumental biografía sobre este singular “personaje” que ataca sin tregua al ser humano. En el libro de 703 páginas, puesto en circulación por Grupo Santillana en su sello editorial Taurus, el autor utiliza el lenguaje militar para definir a este insidioso, invasivo y letal enemigo en el que el cuerpo humano es el campo de batalla.       "En la guerra lo más importante es conocer al enemigo”. Dicha por un estratega militar, la frase suena banal. Pero en boca de Mickey Goulian, un científico que somete a quimioterapia a las mujeres con cáncer de mama en Estados Unidos, cobra su verdadera dimensión, toda vez que esa milenaria enfermedad destroza innumerables vidas de manera cotidiana, más aún de las que provocan las confrontaciones bélicas. La metáfora es inevitable. Frente al cáncer, la guerra es total e interminable, pues el enemigo es escurridizo, algunas veces casi imperceptible, que se camufla en la piel, en la sangre, en los huesos; que en ocasiones aparece como un simple tumor en el pecho, el cuello, la cabeza, la espalda, los brazos; que invade músculos y tejidos y aniquila las células con una avalancha de mortíferos ataques hasta diezmarlas, dejando al cuerpo cada vez más exangüe, abandonado ante lo inefable. En esta lucha el cuerpo humano es un campo de batalla emblemático, “nuestra trinchera y nuestro búnker”, insiste Goulian. Hoy, innumerables ejércitos de biólogos, hematólogos, patólogos, oncólogos, radiólogos, genetistas y enfermeras lanzan sus baterías contra el mal que en 2010 cobró más de 7 millones de vidas en el mundo, de las cuales 600 mil ocurrieron en Estados Unidos. Durante seis años, Siddhartha Mukherjee, un médico de origen indio especializado en oncología en universidades estadunidenses, recabó material para escribir su monumental libro El emperador de todos los males. Una biografía del cáncer, publicado por Simon & Schuster a fines de 2010 y recién traducido y puesto en circulación por el Grupo Santillana en su sello editorial Taurus. Para el autor, quien recibió el Premio Pulitzer 2011 por su acuciosa investigación de 703 páginas, dividida en seis capítulos y un apartado final, el cáncer no es una sola enfermedad, sino muchas, de ahí que optara por reunir todo el material posible en clínicas, documentos y recogiera testimonios entre pacientes suyos como Carla, quien durante un lustro se sometió estoicamente a un tratamiento contra la leucemia. Al final salió victoriosa, dice Mukherjee. “El cáncer no es una sola enfermedad, sino muchas. Las llamamos ‘cáncer’ porque comparten una característica fundamental: el crecimiento anormal de las células. Y más allá de ese factor común biológico, hay profundos temas culturales y políticos que recorren las diversas encarnaciones del cáncer y justifican un relato unificador. No es posible considerar las historias de todas sus variantes, pero he procurado destacar los grandes temas que atraviesan esta historia cuatro veces milenaria”, escribe Mukherjee. Y añade: “Pero mi objetivo último, más allá de una biografía, es plantear una interrogante: ¿puede imaginarse en el futuro un final del cáncer? ¿Es posible erradicar para siempre esta enfermedad de nuestro cuerpo y nuestras sociedades? “Para un oncólogo en formación la leucemia también representa una encarnación especial del cáncer. Su turno, su agudeza y su pasmosa e inexorable trayectoria de crecimiento fuerzan a tomar decisiones rápidas y a menudo drásticas; es terrorífico observarlo y terrorífico tratarlo. El cuerpo invadido por leucemia es empujado a su frágil límite fisiológico: todos los sistemas, corazón, pulmones, sangre, trabajan en la más extrema de las exigencias.” Un mal paradigmático Siddhartha Mukherjee rastrea los orígenes de su personaje a lo largo de la historia para entenderlo. Ubica su primera manifestación en el año 2 mil 500 a. C. en una clínica del antiguo Egipto, donde un jeroglífico del sabio Imhotep “que no sabemos pronunciar” da un diagnóstico implacable sobre el cáncer: “no hay tratamiento”. Dos milenios después aparece otro caso de la entonces desconocida enfermedad en Persia, donde la reina Atosa, hija de Ciro y esposa de Darío, aquejada de un extraño tumor en uno de sus senos, pide a uno de sus esclavos que se lo extirpe. Y es el de Atosa, que Heródoto narra ya en sus historias, el ejemplo paradigmático que utiliza Mukherjee a lo largo de su trabajo para dar cuenta de los avances y retrocesos en la investigación científica sobre el cáncer. Atosa se convierte en la figura emblemática que encarna todas las vicisitudes de la ciencia en su lucha por combatir al cáncer en esta guerra sin fin. “El caso de Atosa –escribe el autor– nos permite recapitular los avances pasados en la terapia del cáncer y considerar su futuro. ¿Cómo han cambiado el tratamiento y el pronóstico de la reina en los últimos 4 mil años, y qué le pasará a Atosa más adelante, ya en el nuevo milenio?” Ello se debe, según Mukherjee, a que el cáncer explota la lógica fundamental de la evolución como ninguna otra enfermedad. Y sostiene: “Si nosotros, como especie, somos el producto final de la selección darwiniana, también lo es entonces esta increíble enfermedad que acecha dentro de nuestro cuerpo”. Sin embargo, insiste, en el cáncer abundan imágenes más contemporáneas: “La célula cancerosa es un individualista desesperado: ‘un inconformista, en todos los sentidos posibles’, según escribió el cirujano y autor Sherwin Nuland. La palabra metástasis, utilizada para describir la migración del cáncer de un sitio a otro, es una curiosa mezcla de meta y stasis –más allá de la quietud, en griego–, un estado sin amarras, parcialmente inestable, que hace eco a la singular inestabilidad de la modernidad. “Si la consunción mataba otrora a sus víctimas por medio de la evisceración patológica (el bacilo de la tuberculosis ahueca gradualmente el pulmón), el cáncer nos asfixia al llenar el cuerpo con demasiadas células; es consunción en su significado alternativo, la patología del exceso.” También expone: “El cáncer es una enfermedad expansionista; invade los tejidos, establece colonias en paisajes hostiles, busca un ‘santuario’ en un órgano y luego migra a otro. Vive desesperada, inventiva, feroz, territorial, astuta y defensivamente; por momentos, como si nos enseñara a sobrevivir. Confrontar el cáncer es ponerse frente a una especie paralela, quizás aún más adaptada que nosotros a la supervivencia”. La primera aparición de una palabra para designar el cáncer en la literatura médica data de la época de Hipócrates, alrededor de 400 a. C.: karkinos, “cangrejo” en griego. El tumor, con el racimo de racimos de vasos sanguíneos inflamados a su alrededor, recordaba a Hipócrates un cangrejo enterrado en la arena con las patas extendidas en círculo. La imagen era singular –pocos cánceres tienen una verdadera semejanza con los cangrejos–, pero también vívida. Autores ulteriores, tanto médicos como pacientes, la adornaron aún más. Para algunos la superficie apelmazada y endurecida del tumor evocaba el duro caparazón del cuerpo del cangrejo. Otros sentían que un cangrejo se movía debajo de la carne a medida que la enfermedad se propagaba a hurtadillas por todo el cuerpo. Y para otros la repentina punzada de dolor producida por la enfermedad era como quedar atrapado en las pinzas de un cangrejo, relata el autor de El emperador de todos los males. “Hoy –añade– sabemos que el cáncer es una enfermedad causada por el crecimiento sin control de una sola célula. Éste es desencadenado por mutaciones, cambios en el ADN que afectan específicamente a los genes encargados de estimular un crecimiento celular ilimitado. En una célula normal, poderosos circuitos genéticos regulan la división y la muerte celulares. En una célula cancerosa estos circuitos se rompen, por lo que ésta no puede dejar de crecer.” Y reitera: “En el cáncer, el crecimiento desenfrenado da origen a una generación tras otra de células. Los biólogos utilizan el término clon para describir células que comparten un ancestro genético común. El cáncer, hoy lo sabemos, es una enfermedad clonal. Casi todos los cánceres conocidos tienen su origen en una célula ancestral que, tras adquirir la capacidad de dividirse ilimitadamente y sobrevivir, genera una cantidad sin límite de descendientes; el omnis cellula e cellula e cellula de Virchow repetido ad infinitum”. Pero el cáncer no es simplemente una enfermedad clonal: es una enfermedad clonalmente evolutiva. Si el crecimiento se produjera sin evolución, las células cancerosas no estarían imbuidas de su potente capacidad de invadir, sobrevivir, hacer metástasis. Cada generación de células cancerosas crea un pequeño número de células que son genéticamente diferentes de sus progenitores. La enfermedad y sus metáforas En su recorrido histórico, Mukherjee pone énfasis en los esfuerzos de científicos e investigadores que durante la primera mitad del siglo XX dedicaron su vida a diseñar técnicas para atender a los enfermos de cáncer, entre ellos el matrimonio de Pierre y Marie Curie en la aplicación de terapias radiológicas a los enfermos; Sidney Farber, el incansable patólogo pediátrico que diseñó métodos y fármacos para atender a los infantes con leucemia, por lo que se le considera el padre de la quimioterapia, así como a infinidad de especialistas, algunos de los cuales ofrendaron su vida en la implacable lucha contra el letal enemigo. Mary Lasker fue también una figura destacada por su activismo, que la llevó incluso al Congreso a impulsar programas de salud para atacar el cáncer. Tras la muerte de su madre en 1940 a causa de un derrame cerebral, luego de años de una agonía derivada de un ataque cardiaco que la postró en una silla de ruedas, Mary y su esposo Albert Lasker lanzaron una cruzada evangélica para impulsar programas de salud en el propio Congreso estadunidense y buscar que apoyaran la investigación. Pero incluso más acá de las metáforas, la Segunda Guerra Mundial exigía una drástica reorganización de las prioridades a la comunidad científica, a los laskeritas, a las fundaciones y a la misma clase política estadunidense. El Hospital de la Armada de Estados Unidos en Baltimore, que el National Cancer Institute (NCI) intentaba convertir en un centro oncológico, tuvo que ser habilitado como hospital de guerra. La asignación de fondos para la investigación científica se suspendió o se canalizó a proyectos directamente relacionados con el conflicto bélico. “Científicos, grupos de presión, médicos y cirujanos desaparecieron de la pantalla de los radares públicos: ‘en el mayor de los silencios’, como recordó un investigador, ‘y con los aportes reducidos de ordinario a un resumen en los obituarios’.” Los Lasker y sus seguidores, dice Mukherjee, “eran extraordinarios en el ámbito de las relaciones públicas, mediadores; tenían el don de gentes, eran buenos conversadores, seductores, escritores de cartas, organizadores de cocteles, negociadores, conocían a quién había que conocer y cerraban tratos. Llevaban la misión de recabar fondos –y, más importante, amigos–, y la extensión y amplitud de sus contactos sociales les permitían llegar a lo profundo de la mente –y los bolsillos de los donantes privados y del gobierno”. Y aun cuando a finales de 1971, tras décadas de activismo, los laskeritas lograron que la Cámara de Representantes aprobara por mayoría abrumadora –350 votos a favor contra 5– un proyecto impulsado por Paul Rogers, un congresista demócrata por Florida, que dio origen a la Ley Contra el Cáncer, los resultados eran desalentadores para controlar a ese enemigo que atacaba por doquier, recuerda Mukherjee. “La compleja intersección de la radiación con el cáncer –en algunas ocasiones lo curaba, en otras lo causaba– enfrió el entusiasmo inicial de los científicos oncológicos. La radiación era un poderoso bisturí invisible, pero no dejaba de ser un bisturí. Y por diestro o penetrante que fuera, un bisturí sólo podía llegar hasta cierto punto en la batalla contra el cáncer. Era necesaria una terapia más selectiva, en especial contra los cánceres no localizados. “Matar una célula cancerosa en un tubo de ensayo no es una tarea particularmente difícil: el mundo químico está lleno de venenos malignos que, aun en cantidades infinitesimales, pueden deshacerse de una célula cancerosa en cuestión de minutos. El problema radica en encontrar un veneno selectivo, una droga que mate el cáncer sin aniquilar al paciente. La terapia sistémica sin especificidad es una bomba indiscriminada.” Mukherjee menciona el caso de la escritora Susan Sontag, quien murió de mielodisplasia, una enfermedad precancerosa que adquirió a causa de la quimioterapia recibida los años previos para controlarle un cáncer de útero y de mama. A partir de las memorias de David Rieff, hijo de Sontag, Mukherjee relata el desgarrador testimonio: “La idea del cáncer como una aflicción que pertenece de manera paradigmática al siglo XX recuerda, como Susan Sontag sostuvo con tanto vigor en su libro La enfermedad y sus metáforas, otra enfermedad considerada antaño emblemática de otra era: la tuberculosis en el siglo XIX. “Ambas, como Sontag señaló con agudeza, eran parecidamente ‘obscenas en el sentido original de la palabra; de mal agüero, abominables, repugnantes a los sentidos’. Ambas agostan la vitalidad; ambas extienden el encuentro con la muerte, y en ambos casos es la agonía, aun más que la muerte, lo que define la enfermedad.” “Para la terapia del cáncer, los años ochenta, desde mediados a finales de la década, fueron una época extraordinariamente cruel, que mezcló promesa con decepción y aguante con desesperación”, resume el autor de El emperador de todos los males. No obstante, retoma lo que escribió Abraham Verghese años después, en 1994, cuando el sida –otro cáncer difícil de erradicar– irrumpía en el campo de batalla: “Decir que en la medicina occidental este fue un momento de confianza irreal y sin paralelos, cercana a la presunción, es decir poco. (…) Cuando el resultado del tratamiento no era bueno, se debía a que el anfitrión era mayor, el protoplasma era frágil o el paciente había acudido demasiado tarde, nunca a que la ciencia médica era impotente”. Tiempo de definiciones En 2005, Mukherjee y seis de sus compañeros oncólogos residentes en el hospital se enfrentaron a una disyuntiva: continuar en el nosocomio, darle seguimiento al trabajo de clínica y atender a los pacientes, o bien dedicarse a la investigación científica en el laboratorio. Tres optaron por permanecer al lado de los enfermos; el resto, incluido Mukherjee, optaron por la ciencia aplicada. “Pondero el tipo de cáncer que voy a estudiar en el laboratorio y me inclino por la leucemia. Y si bien puedo llegar a escoger el laboratorio, hay una paciente que determina el tema de mi investigación. La enfermedad de Carla ha dejado su marca en mi vida”, escribe Mukherjee. Y así lo ha venido haciendo desde entonces, según explica a lo largo de su libro, sin dejar de ver a sus pacientes. Hoy es profesor adjunto de la Universidad de Columbia y ejerce en el Presbyterian Hospital de Nueva York. Estudió medicina en la Universidad de Harvard y un doctorado en la de Oxford. Con frecuencia publica artículos de divulgación científica en revistas especializadas como Nature, The New England Journal of Medicine, así como en The New York Times y The New Republic. Con la vista siempre en el futuro y luego de sondear los sinuosos recovecos de la historia, vuelve a la médula de su quehacer científico, vital. En las páginas finales de su voluminosa investigación Mukherjee sintetiza la cuestión: “Las herramientas que usaremos para combatir el cáncer en el futuro se modificarán, sin duda alguna, de manera tan espectacular en 50 años que la geografía de la prevención y la terapia oncológicas podrían llegar a ser irreconciliables. “Los médicos del futuro tal vez se rían de nuestra mezcla de primitivos cocteles de venenos para eliminar la enfermedad más elemental y magistral conocida por nuestra especie. Pero mucho, en esta batalla, seguirá siendo igual: la implacabilidad, la inventiva, la resiliencia, la inquieta oscilación entre el derrotismo y la esperanza, la pulsión hipnótica de búsqueda de soluciones universales, la decepción de la derrota, la arrogancia y la desmesura.”

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