Estampas de un asesino
En 1977 Gustavo Díaz Ordaz fue nombrado embajador en España, cargo que abandonó al poco tiempo para regresar al país sólo para enterarse de que tenía cáncer. Murió dos años después. Aquellos días y otros episodios de la vida del expresidente son recreados en forma de biografía novelada por Fabrizio Mejía Madrid, quien entreteje la ficción con los datos de una amplia investigación en torno al responsable de la matanza de Tlatelolco en 1968. Díaz Ordaz. Disparos en la oscuridad es el título de este libro que ya empezó a circular bajo el sello de Santillana. Con la autorización de la editorial y del autor, se adelantan aquí algunos fragmentos.
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Durante los primeros veinte días de julio de 1977 las cortinas de la habitación 137 del Hotel Ritz de Madrid permanecieron cerradas. Adentro, en la oscuridad, el expresidente de México, Gustavo Díaz Ordaz, ahoga sus gritos contra una almohada. La luz le duele, se queja. Como lo había hecho el 15 de abril de 1969: tras la matanza del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas, le operan el ojo derecho por desprendimiento de retina. (...)
Hace una semana, temprano por la mañana, se asomó por última vez a la ventana del Hotel Ritz para mirar a un grupo de gente que lo saludaba desde la explanada, alrededor de la fuente. Sonrió con todos los dientes, con esa cara cerrada a todo lo que da para abarcar la boca, las encías, el gesto de una puerta que nunca se abrió. Traía los lentes en la mano, un ojo vendado. Mientras se calzaba los anteojos, subió el brazo para saludar a los entusiastas, sólo para descubrir que llevaban una manta con la palabra: “asesino”.
Detiene la mano en el aire y le pide un revólver a su guardaespaldas, el mayor Luis Bellato.
–Cierra esas cortinas. Me duele la luz –le ordena. Camina encorvado, como en medio de un tiroteo imaginario, y se resguarda recargando la espalda en el colchón, como si se tratara de una trinchera. Sentado en la alfombra de espaldas a la ventana, suda a mares. Con la pistola entre las piernas, se quita los lentes, se talla con cuidado el ojo detrás de la gasa, y asegura:
–Quieren entrar al hotel para matarme, Luis. Tienes que evitarlo. Necesitamos traer acá un batallón del rey, le tengo que decir que no podemos estar expuestos de esa manera a los asesinos.
El mayor Bellato, como siempre, asiente. (...)
Se levanta de la alfombra. Toma por primera vez en todo el día el teléfono y marca a México. El secretario de Relaciones Exteriores, Santiago Roel, no está –es la medianoche allá en Tlatelolco–, le contesta un encargado del despacho:
–Habla Gustavo Díaz Ordaz desde España. Necesito dos boletos de avión para México.
–¿El secretario Roel le ha mandado llamar, embajador?
–A mí no me ha llamado nadie. Me voy. Y no vuelvo.
–No, señor embajador, usted no puede irse así nomás. Fue recibido por su majestad Juan Carlos. Por lo menos tiene que hacer una visita protocolaria para despedirse.
–No me despido de una chingada, ni del rey ni de nadie. Usted no discuta. Haga lo que le digo y basta. (...)
Una profesión “bastante sangrienta”
No tenía amigos médicos porque los había encarcelado. Ni amigos ferrocarrileros, porque los había mandado golpear y arrestar. Ni maestros, ni telegrafistas, ni universitarios. No le tenía confianza a ningún gremio: todos habían atentado contra la paz y la estabilidad de su gobierno. Los primeros en hacerlo fueron los médicos. Habían estallado una serie de paros en los hospitales públicos del país a sólo cuatro días de su toma de posesión como presidente de la República.
Por eso cuando entró al Hospital Francés ese sábado pensó que, en realidad, no respetaba a los médicos, ni sus procedimientos. Desnudo debajo de una bata ridícula, con zapatos de tela azules, Díaz Ordaz tiritaba en espera de que llegara el doctor Dutilleaux, director del hospital, quien le preguntaría por su dieta, sus “evacuaciones”, su digestión. Había escogido a un doctor francés sobre cualquier médico militar porque pensaba que cualquier mexicano lo mataría por lo que había pasado en el primer año de su presidencia.
Cuatro días antes de tomar posesión, él no planeaba recibir a nadie en sus oficinas de Palacio Nacional. Pero tuvo que doblarse. Le tenían detenidos los hospitales públicos por todo el país sólo porque querían un aumento de salario. ¿Cómo el presidente iba a recibir a unos médicos hambreados? Pero lo hizo. Los anunció su secretario privado, Joaquín Cisneros, una mañana del 8 de diciembre de 1964. Los podía escuchar en el Zócalo haciendo filas en batas blancas, con zapatos blancos, con cofias, con estetoscopios al cuello. Igual que el doctor Dutilleaux que ahora le estaba enterrando una jeringa para sacarle sangre. Sintió el borbotón arrancarse de su vena.
–Esta profesión es bastante sangrienta, ¿no doctor?
–¿Y la suya no, licenciado? (...)
Ahora el doctor francés le está tomando placas radiográficas para saber por qué le sale sangre del intestino. Díaz Ordaz mira el techo iluminado, blanco: es un lugar donde se espera la salvación inmediata. Los médicos tienen esa aura de santos que nos curan, esa mano salvadora. Y cuando no pueden, te exigen resignación. El ex presidente no cree ninguna de sus explicaciones.
–No quiero adelantar sin antes hacer más pruebas –le dice Dutilleaux–, pero usted podría tener cáncer de colon. (...)
“Sólo soy un pasajero armado o desarmado”
Díaz Ordaz apaga el puro contra el brazo de la mecedora. Va a llamarle a su chofer para regresar a la Ciudad de México, pero ya no tiene teléfono, está en el fondo de la alberca. Decide tomar el tren. Quiere ir al Panteón Jardín a visitar a su esposa Lupita que cumple tres años de muerta. Ya, al final, en un viaje por Europa que la calmara de los nervios, tenía tanto miedo que salió corriendo. Tanto pavor que le dio un infarto. Su esposa murió como un canario. Ahí también están enterrados su madre y su padre. Los irá a visitar, pero no se atreve a manejar su auto, con los dolores en el estómago, con el asma, con eso de que, a veces, se le nubla la vista, se le quiere volver a desprender la retina.
Así que decide tomar el tren. No sabe si en la estación los ferrocarrileros lo reconocen o no. Se sube y se sienta con los músculos tensos, la quijada apretada. No, tampoco los ferrocarrileros son sus amigos. Quizá traten de asesinarlo adentro del vagón. Díaz Ordaz se palpa la pistola entre el cinturón y la camisa. Ahí está y viene cargada, para cualquier eventualidad. Salimos adelante. Lo de los ferrocarrileros ya está olvidado, se trata de tranquilizar. Son otros trabajadores. Pero seguro conocen la historia. Ahí está la pistola por si la conocen. (...)
Un ferrocarrilero le pidió el boleto del viaje para perforarlo. Díaz Ordaz se sintió amenazado y, al sacar el papel, se le cayó la pistola al pasillo, a los pies del verificador.
–¿Usted no es Díaz Ordaz, el que fue presidente? –le preguntó el ferrocarrilero con su perforadora en la mano.
–Para usted, sólo soy un pasajero armado o desarmado, como usted escoja –le contestó Díaz Ordaz.
El corazón le latía con fuerza. En cualquier momento, el ferrocarrilero podía agacharse, tocar la pistola y él tendría que aventarse a disputarla para que no lo asesinara, doblegarlo –se saldría un disparo al techo del vagón–, la gente gritando, aullando: “Es Díaz Ordaz, el asesino con su pistola”. El ferrocarrilero pateó la pistola de sus pies a los suyos y le entregó el boleto perforado.
–Cuídese, licenciado –se despidió para seguir agujerando boletos. Díaz Ordaz tomó la pistola y se la volvió a enfundar en el cinturón.
“Cuídese.” Eso era una amenaza flagrante. ¿Cómo se atrevía a amenazarlo un pinche empleado de tren? Claro, era uno de esos ferrocarrileros de Vallejo. Estaban de vuelta. Había que haberlos exterminado, borrar el hueco que habían dejado cuando él y López Mateos los metieron a la cárcel de Lecumberri. Con ellos habría que haber hecho lo de Tlatelolco. Leña verde. (...)
“Por andar con un casado”
Muchas veces pensó en aquella vez que Irma Serrano, La Tigresa, su amante, la actriz y cantante, le fue a llevar serenata a Los Pinos. Era el cumpleaños 53 de Lupita. Lo hizo a propósito para vengarse de él, del presidente de México: la había cortado encima de una cama en forma de corazón rojo que él mismo le había mandado a hacer. Todavía estaban desnudos y sudorosos y él le dijo a ella:
–Se acabó, Irma. Mi esposa resintió lo que sucedió el año pasado y debo cuidarla.
La Tigresa llegó a las ocho de la mañana, vestida como piñata, los ojos pintarrajeados como alas de un pájaro tropical, el vestido abierto hasta el pubis, con un mariachi detrás a cantar: “Por andar con un casado”. Furioso, Díaz Ordaz la miró por la ventana de su recámara en Los Pinos, donde Lupita se había despertado a vomitar de la impresión del primer trompetazo. Y el presidente bajó en bata a reclamarle. Ella lo abofeteó tan fuerte que los lentes volaron y la retina del ojo derecho se le desprendió. Los soldados en la casa de Los Pinos, los guardias presidenciales, cortaron cartucho y le apuntaron a la cantante. Fue el final de ese amor de cinco años, no muy sexual –sólo tenían una posición, de lado, porque el sexo abierto de una mujer le daba vértigo a él, y a ella el sexo le importaba menos que comprar muebles, joyas, propiedades, animales disecados– y que significó para Díaz Ordaz una eterna preocupación por perder la vista, a tal grado, que ahora los médicos decían que no tenía nada malo, que todo estaba en su cabeza. Al carajo con los médicos. Todos son como el sabelotodo de Ignacio Chávez. Al carajo con Chávez. (...)
“Dos de octubre es la fecha”
Desde que se había obtenido la sede de los XIX Juegos Olímpicos, Díaz Ordaz creyó que peligraba la soberanía nacional, la presidencia de la República, la estabilidad. Le daban terror porque cualquier error podía hacernos quedar mal. Entonces, pensó en cancelar los juegos, “sin deshonor”. Fue el empresario Juan Sánchez Navarro el que le advirtió:
–Si cancela la Olimpiada, señor presidente, los créditos internacionales se vendrán abajo y, con ellos, las inversiones. Y la decepción para la gente que los espera con ansias. Imagínese las consecuencias del desánimo. Habrá otra revolución.
–Habrá otra revolución si los llevo a cabo.
–Pero ésa es una revolución que usted puede aplastar, señor presidente.
No canceló la Olimpiada. Mandó llamar al regente Corona del Rosal y al secretario de Gobernación, Echeverría, a su oficina de Los Pinos para informarles:
–Tendremos una conjura contra México en estos días. Encuéntrenla.
–¿Y si no la encontramos? –preguntó Corona del Rosal.
–El presidente tiene razón –intervino Echeverría–. Sería muy extraño que no hubiera una conspiración contra México.
Al salir del acuerdo, Corona del Rosal le preguntó a Echeverría qué se suponía que tendría que hacer la regencia de la ciudad. Echeverría le contestó con una historia que sabía de la infancia de Gustavo Díaz Ordaz, cuando vivía con sus padres y hermanos en Oaxaca, arrimados con la rubia familia del tío Demetrio Bolaños Cacho.
–Resulta que el tío Demetrio va a tener invitados a unos extranjeros. Llegarán por la noche y le pide a su hermana, doña Sabina, la mamá del presidente, que los niños ayuden a limpiar y arreglar la casa. No quiere quedar mal. A Gustavo, al presidente, digo, le toca barrer las recámaras de los invitados. Él lo siente como un deber de importancia, como una responsabilidad. Estamos hablando de que el presidente debe tener en ese entonces ocho, nueve años, a lo máximo. Y se le ocurre al niño tirar los basureros de las recámaras al suelo y barrerlos. En su lógica de niño cree que entre más basura saque, mejor hizo su trabajo. Pero es artificial: simplemente ha barrido lo que él mismo ha tirado. Por supuesto, la historia acaba mal, con la mamá regañando al presidente y él llorando. Lo que nos pide ahora es lo mismo: tiras la basura al piso y luego la barres.
–¿Y tú cómo sabes esa historia? –le preguntó Corona del Rosal.
–No por él. (...)
Las discusiones entre los miembros del gabinete con Díaz Ordaz son de miedos, iras y confusión. Entre el 2 de agosto de 1968 en que se forma el Consejo Nacional de Huelga de los estudiantes, la Coalición de Maestros de las universidades y la primera de las marchas al Zócalo (ciento cincuenta mil personas en una ciudad de seis millones), no saben qué hacer: la conjura no ha intentado asaltar las armerías, está desarmada, en suéter y minifalda, a ritmo de rockanrol. Sus peticiones son sencillas aunque inaceptables: liberación de los estudiantes presos; desaparición de las policías que no cuidan, sino reprimen; derogar los artículos que se inventaron contra la publicidad nazi y ahora se usan contra cualquier insulto al presidente; la destitución de los jefes policiacos que empezaron este movimiento. No hay lucha proletaria, ni socialismo, ni derrocamiento del Estado burgués. No hay toma del Palacio de Invierno. Sólo demandas. Y eso hace más difícil todo.
–Si libero a los presos políticos, acepto que no son delincuentes –reflexiona Díaz Ordaz, haciendo una lista en su despacho–. Si despido a los jefes de las policías, daño a la autoridad. Si castigo funcionarios, acepto que no tengo el control del país. Si termino con el delito de disolución social de la Segunda Guerra Mundial, dejo al país a expensas de la propaganda subversiva.
–Hay que tratar de que los estudiantes se armen, para contar con una justificación como para dispararles –concluye el secretario de Gobernación, Luis Echeverría.
–O que traten de tomar el Palacio Nacional –añade Corona del Rosal, a quien el presidente ha pedido que blinde las patrullas de la policía: “Haga usted tanquecitos: agarre las patrullas, blíndelas con placas de acero y éntrele”.
–Tengo a un elemento que puede ofrecerles armas a los estudiantes –dice Fernando Gutiérrez Barrios, acomodándose el pañuelo morado que combina con su corbata y los zapatos. Él le entrega al presidente a diario cien páginas de reportes de lo que se dice en las asambleas universitarias, pero eso no les ayuda a entender nada.
–Este consejo no tiene líderes –repite Díaz Ordaz, perplejo–. Si hay que detenerlos, ¿a quién detenemos?
–Son dos por escuela y se rotan.
–¿Cuántos son del Partido Comunista?
–Según las fichas de las que disponemos, tres o cuatro, señor presidente. (...)
–¿A cuántos hay que meter a la cárcel, capitán? Ésa es mi pregunta.
–Mil, dos mil. No sé. (...)
–Ya no podemos salir sin exponer nuestras vidas –se quejó el presidente–. Hay gente por todos lados gritando, haciendo esas obras de teatro callejeras que hacen, pidiendo dinero, repartiendo propaganda. Es una vergüenza con la prensa extranjera. Estamos dando la impresión de que en este país no existe el orden. No podemos sostenerlo más tiempo. Echeverría: hable con el rector Barrios Sierra y amenácelo. No escatime los insultos.
–¿Y si no funciona, mi presidente?
–Les tomamos la Universidad y el Politécnico, para que me vengan con sus pinches mariconadas de la autonomía universitaria –dice Díaz Ordaz.
–Tenemos que poner una fecha límite –interviene el general García Barragán, vestido de militar, pero arremangado y sin corbata: no se ha bañado en días–, señor presidente. ¿Cuántos días antes de la Olimpiada tomamos una decisión final?
–Diez días antes. No más –dice Díaz Ordaz.
Echeverría saca un calendario:
–Dos de octubre. Ésa es la fecha. (...)
“Lo que hicimos y callamos”
Entre 1970 y 1979, año en que murió de cáncer en el colon, Díaz Ordaz alcanzó a brincar a la altura del hueco del único ladrillo sin poner. Era cuando veía lo que la política le había hecho a su esposa Lupita. Nerviosa desde joven, preocupada por la limpieza, luego, por las amenazas, terminó oyendo voces imaginarias después del 2 de octubre de 1968. Las que él mismo jamás alcanzó a escuchar en la realidad. Viéndola abatida por los murmullos, con los ojos pelados en la cama que era ya un panteón, decidió llevarla a conocer Europa.
–Los dos nos vamos a calmar, cielo, en París, en Madrid, en Florencia, en Atenas –le dijo, y le regaló un disco, en el que él mismo le cantaba “Somos novios”, de Armando Manzanero, y “Dios nunca muere”, a la que precedía un grito suyo: “¡A llorar, oaxacos!”. Era 1972. Cumplían treinta cinco años de matrimonio.
Delante de la Catedral de Chartres, Lupita comenzó a gritar al cielo como si alguien estuviera tratando de asesinarla. El campanario y la torre de la iglesia medieval se le presentaron como las piernas de Jesucristo en la cruz. Bajaban los dos enormes pies hacia donde el ex presidente Díaz Ordaz y su esposa estaban parados contemplando la fachada.
–¿Qué le pasa a Lupita? –la abrazó el ex presidente, pero ella se soltó y se echó a correr por la escalinata, lejos de la explanada.
Se le zafaron ambos zapatos. Corrió descalza.
Ya en el manicomio, sedada, Lupita le explicó al psiquiatra:
–Las piernas de Dios se abalanzaron sobre nosotros y querían aplastarnos. Bajaron como torres sobre nosotros, como un castigo.
–Un castigo, ¿por qué?
–Por lo que hicimos y callamos.
–¿Qué fue lo que hicieron?
–No puedo decirlo. Dios me robó las palabras.