"Segundo tiempo"

martes, 19 de marzo de 2013 · 14:13
El vértigo de la infidelidad y sus caminos laberínticos se nos revela con una altísima dosis de realidad en Segundo tiempo, la ópera prima de María Scherer Ibarra. Novela ágil y vibrante, confronta sin rodeos al lector: “¿Por qué las parejas necesitan amantes?” Con esta obra que el sello Plaza y Janés acaba de poner en circulación, la autora “irrumpe con una propuesta atrevida: las historias de tres amigas del alma que comparten un destino en sus respectivas vidas de pareja: la infidelidad”. Aquí, un adelanto del libro. MÉXICO, D.F. (Proceso).- Encontró a Truman en internet. El anuncio decía, llano: “Truman Investigadores Privados: infidelidades, localización de personas, garantía de resultados”. La calle de Tonalá debía estar muy cerca, pero Adriana seguía dando vueltas. No era uno de esos vecinos de la Condesa que domina la colonia y sus alrededores. Además, era desorientada. Llegó hasta Guanajuato y dobló a la izquierda, y lo mismo en Monterrey, hasta Querétaro. Ahí le preguntó a un policía. –Se pasó nomás una calle, señorita. Entre el dolor de espalda y los tacones que le aprisionaban los pies, sintió que caminaba la cuadra más larga de la Roma. “Al fin.” Tocó el timbre. Escuchó que algo tronaba y la puerta metálica se abrió sola. Cruzó un patio y llegó a una sala de espera insulsa, donde se presentó un hombre calvo, de lentes, en mangas de camisa, de estatura media y complexión regular. Le extendió la mano. –Joaquín Truman, a sus órdenes. La condujo al cuarto contiguo, otra salita con pesados sillones de piel, muy pasados de moda. Le ofreció un café o un té, que Adriana rechazó cordialmente. Truman encendió un cigarro sin disculparse y lo colocó sobre un cenicero sucio. –Si le parece, vamos al grano, señora. –Adelante. –Dígame, ¿su marido tiene antecedentes? –¿Antecedentes? –¿Ha sido infiel anteriormente? ¿En una relación previa, por ejemplo? –No que yo sepa… –Ahora dígame, ¿ha percibido usted cambios en su rutina? ¿Su carrera profesional progresa? ¿Manifiesta alguna inseguridad que pueda empujarlo a poner a prueba su virilidad? ¿Realizan actividades en pareja, o la excluye? ¿Suele responder el teléfono celular así como el de su oficina? ¿Se sale para hablar por teléfono o se cambia de habitación? ¿Utiliza frases crípticas en sus conversaciones? ¿Se acicala más de lo normal? ¿Está obsesionado con hacer deporte o asistir al gimnasio? ¿Tarda en responder cuando le hace preguntas? Adriana estaba cada vez más incómoda. No hablaba de su vida íntima con nadie. Quiso irse y dejar hablando solo a ese detective tan desagradable, pero se sobrepuso. Truman aún escupía preguntas como balas una metralleta. –La tarjeta estaba en la bolsa de un saco. Es todo lo que sé –le dijo frotándose los ojos, que le empezaban a hacer agua. Hasta entonces no había llorado. Odiaba a Truman. La estaba quebrando ese maldito tipo. El investigador le proporcionó una lista con una serie de interrogantes que era necesario esclarecer y le ofreció una segunda cita. Adriana se negó. No podía volver una segunda vez. –¿Su pareja cambia súbitamente la pantalla de la computadora cuando usted se acerca? ¿Debe ajustar el asiento del copiloto cuando sube a su auto? ¿Sus amigos se portan raros frente a usted? ¿Tiene la sensación de que los demás saben algo que usted ignora? ¿Trabaja horas extra? ¿Ha perdido el interés por el sexo? ¿Hace comentarios negativos sobre usted, sobre su pelo, su conducta, su ropa? –Yo sólo encontré una nota, señor Truman. Fuera de eso, nada. El detective le explicó que el siguiente paso era obtener evidencia, siempre y cuando estuviera lista para soportar la verdad. La evidencia podía obtenerse de manera directa o indirecta. Le costaría veinte mil pesos si se encargaba él mismo y cinco mil en caso de que prefiriera recibir instrucciones para conseguirla ella misma. –¿Qué me recomienda? –Todo depende de lo que quiera hacer con lo que encuentre, y de su manejo de estrés. Eligió hacerlo sola. Truman le enseñó que lo primordial era observar y escuchar. Le pidió que tomara notas de la información que fuera recabando y que escribiera partes relevantes de sus conversaciones, porque habría contradicciones. Tarde o temprano, le aseguró, él iba a tropezar. –Agregue el “factor sorpresa”. Apersónese sin avisar. El investigador privado subrayó que debía ser especialmente cuidadosa en la pesquisa. –Que no la atrape por ningún motivo –le advirtió. Indicó que debía apoderarse de comprobantes de venta, estados de cuenta, otras notas y fotografías, en caso de haberlas. La averiguación sería fructífera si revisaba en la cartera, en los bolsillos de la ropa, en la maleta del gimnasio, entre los palos de golf, dentro de sus libros, sobre el buró, dentro de la guantera del automóvil, en el bote de basura. –Busque cabellos pegados en su ropa y compárelos con los suyos. Adriana estaba horrorizada. Detestaba estar ahí. ¿Hasta dónde llegaría ese numerito? Hasta que lograra construir una acusación sólida, sostuvo el detective. Ella se puso de pie y le agradeció. Truman tuvo un único gesto de empatía. Le dio una palmada en la espalda y comentó: –Lamento que tenga que pasar por esto. Piénselo. No se precipite. Ya en la calle, se recargó sobre la pared del despacho de Truman y cerró los ojos. Inhaló profundo. Respiró de nuevo y se preguntó si sería mejor enfrentar a Raúl con la nota en mano. –¿Adri? –oyó–. ¿Eres tú? No puedo creerlo… Era Alejandro, su compañero de banca en la secundaria. Tenían por lo menos diez años sin verse. La última había sido en un encuentro de su generación, pero había tanta gente que casi no pudieron platicar. Alex iba de prisa pero se mostró muy entusiasmado de toparse con ella. Varias veces la había invitado a salir y ella se había negado. En unos minutos le contó su vida y obra y por enésima vez le pidió que salieran, con la tranquilidad de quien acepta el fracaso por anticipado. Para su asombro, Adriana aceptó e intercambiaron pines de Blackberry. Alejandro no estaba nada mal. Le gustó que fuera casi lo opuesto a Raúl, sobre todo en el temperamento. Lo recordaba tímido y reservado, pero ahora le había dado otra impresión. A lo mejor era cierto que un clavo saca otro clavo. –Vamos a averiguarlo –caviló. Los días posteriores fueron espantosos. Hizo todo lo que le indicó Truman, sin resultados. Sin embargo, presentía que era verdad, que Raúl se había enamorado de otra. Sentía unas tremendas ganas de golpearlo en la cara cada vez que llegaba a casa. Esa sonrisa suya, tan cínica, la encolerizaba. Necesitaba desahogarse, pero consideraba que era peor la humillación que el engaño, así que además de Clara, sólo compartió lo sucedido con su madre. Ella le dijo que la infidelidad se siente. –Se vibra, hija. Por una vez, confía en tu intuición. Sale sobrando el detective. La conversación con su madre la inquietó, pero tenía que cambiar el ánimo. Esa noche iba a cenar con Alex. Resolvió leer un rato, para despejar la mente. Ahí estaba, frente a ella, ese estupendo librero… Lo había elegido Raúl. Fue su única contribución al arreglo del departamento. Era pesado y vistoso: de pared a pared y de piso a techo, de madera fina. Aparte de sus libros, ahí estaban sus fotografías. Posaba revuelto en ese mueble lo que sabía y lo que recordaba, lo mejor que tenía. Releería Sin sangre. Estaba segura de que era Anagrama. Recorría los títulos con el índice, en espera de toparse con ese lomo amarillo y delgado. Leyó la cuarta de forros y luego lo hojeó. Una vez. Dos. ¿Dónde estaría esa línea? “Nada es más fuerte que ese instinto de volver adonde nos desgarraron.” Se le ocurrió que podía usarla en su investigación. Probablemente la impugnaría su asesor. Era literatura, le diría, displicente. Con seguridad perdería el tiempo, pero tenía que intentarlo. La predisposición a la infidelidad estaba ligada al instante preciso en que uno fue desgarrado. Al punto exacto donde, según Baricco, volvemos instintivamente, una y otra vez. La deslealtad era la huella de una vieja herida, el síntoma de una enfermedad que no sanaba. El engaño la había partido en dos. Se sentía disminuida, insatisfecha y enojada. Tenía que superar ese dolor que la atravesaba. Estaba a merced de su mecanismo de defensa. Era media tarde pero no escaseaba la luz. Se recostó a lo largo del sillón grande, que cubría con un sarape lleno de colores, para que los niños no lo ensuciaran. Se acomodó y puso el libro sobre la panza. Leyó un rato y se quedó dormida. Cuando despertó, ya había oscurecido. Tenía poco tiempo. La cita era a las nueve. Puso a Baricco a un lado y enfiló hacia el clóset. La mitad del espacio estaba ocupado por zapatos. Como la mayoría de las mujeres, Adriana los adoraba. Pero no podía decir que comprarlos fuera un vicio. Primero, porque no tenía dinero suficiente y, segundo, porque no tenía dónde guardarlos. Compraba, eso sí, los más que podía, respetando una sola regla: si entra un par, sale un par. Era una buena solución para mantener a raya la culpa y en cuanto desaparecía el par sacrificado, se sentía un poco menos veleidosa. Al arreglarse, Adriana empezaba siempre por los zapatos. Ese accesorio determinaba el espíritu de su imagen. Existía una relación entre su estado de ánimo y el par que calzaba. Si su día iba a ser agitado, escogía algo práctico: unos tenis, unas chanclas, unos de piso. Nada de tacón. Un par que le diera velocidad y dinamismo al resto de su cuerpo. Si tenía citas en el consultorio, optaba por algo cómodo pero más formal: tacones medianos o botas. El objetivo era verse seria, profesional y proyectar confianza. Pero si tenía un plan romántico o un plan autodestructivo (así calificaba las excursiones nocturnas con sus amigas), entonces tiraba a matar: unos tacones de aguja, peligrosamente altos, que le alargaran las piernas, retaran al equilibrio y convirtieran su timidez en osadía. Tenía unos veinte pares. La mayoría eran zapatos deportivos y de piso, al ras del suelo. No era una mujer que saliera a la calle para llamar la atención. Pero si se lo proponía, vaya que sabía cómo hacerlo. Ése era uno de esos días. Usaría animal print, definitivamente. Se sentía salvaje y sensual. Encaprichada, incluso, y con ganas de desquitarse. Estaba dispuesta a desafiar la quimera de la igualdad. Descolgó su vestido negro. Se revolvió el cabello. Se depiló las cejas, aplicó otra gruesa capa de rímel en las pestañas y se probó dos collares. Desistió. “Las piedras estorban.” Acordó con Alejandro encontrarse en un bistró que conocía bien porque quedaba cerca de su consultorio. Le encantaba cómo cocinaban las pastas. Al llegar, vio desde afuera que él ya estaba ahí. Apreciaba la puntualidad. Se abrazaron al saludarse y a Adriana le gustó el olor de su loción y la tibieza de su cuerpo. Hablaron sin parar, comieron delicioso y se rieron de sus respectivas anécdotas. El alcohol estaba haciendo su efecto. Decidieron seguir la fiesta y fueron a un bar. La música ochentera les cayó perfecto. Los dos se sabían la letra de las canciones. Vociferaban y saltaban, muertos de la risa. Tenían que acercarse mucho para oírse. Alejandro tenía una voz muy dulce, y conservaba ese impúdico acento caribeño. A las tres de la mañana cerraron el lugar. Había entrado en vigor una nueva disposición del gobierno local para reducir el consumo de alcohol. De golpe, se les acabó la noche. –¿Ahora adónde? –A descansar, Alex, ¿o tú mañana no trabajas? –Claro. Pero tenemos un pendientito, ¿no? –Y así lo vamos a dejar. –¿Cómo? –Pues pendientito. Mientras esperaban los coches, Alejandro se animó y la tomó por la cintura. Se besaron con los labios húmedos y anhelantes. Llegó el auto de Adriana y Alejandro se subió. A bordo, ella revisó su celular, que registraba siete llamadas perdidas de Raúl. Alejandro le indicó el camino hasta un hotel de paso, sobre Tlalpan, cerca de la salida a Cuernavaca. Transcurrieron unos días más antes de que volviera al despacho de Truman. En la misma sala de la última vez, le dijo que no había encontrado nada más, aparte de la nota original. –En ese caso, tomaremos medidas radicales. Truman se levantó y salió brevemente de la habitación. Volvió con un disco compacto. Se lo entregó a Adriana y le mostró cómo debía insertarlo en la computadora de su marido. –Le estoy entregando una copia de Keylogger Spy, un programa para vigilancia remota de correo electrónico. La impresionó. –Obtendremos la evidencia. Usted quédese tranquila. Adicionalmente, le señaló que era preciso que durante la confrontación que se avecinaba, no le permitiera al esposo la oportunidad de convencerla. –La acusará de loca, de neurótica y de psicótica. La ofenderá, le dirá que está usted enferma, que es celosa y posesiva. Se fingirá ofendido y la atacará por haberlo espiado. –¿Y entonces, qué hago? –Si su señor esposo no asume su responsabilidad, créame, su relación está perdida. búsquese un hombre y deje a ese niño.

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