Benjamín "El Min" Arellano: Confesiones de un capo

miércoles, 22 de octubre de 2014 · 07:07

Una historia con las vicisitudes del narcotraficante Benjamín Arellano Félix es lo que Juan Carlos Reyna ofrece en El extraditado. Escrito en colaboración con Farrah Fresnedo, este libro incluye una serie de revelaciones hechas a los autores por El Min Arellano, otrora líder del Cártel de Tijuana, que llegó a ser la organización criminal más poderosa en México. Las relaciones del capo con el poder político, confesiones sobre sus actividades ilícitas y pormenores de su “injusta” extradición a Estados Unidos son expuestos en ese volumen, que ya se encuentra en circulación. Con autorización del Grupo Editorial Penguin Random House, se adelantan aquí fragmentos de ese testimonio.

MÉXICO, D.F. (Proceso).- (Benjamín) Arellano Félix nunca ha puesto dedo a sus trabajadores, socios ni enemigos en sus declaraciones ante los tribunales de ambos lados de la frontera. Todos los miembros de la organización capturados hasta la fecha sí han declarado en su contra, incluidos su hermano Javier y su sobrino Luis Fernando. Algunos episodios en su carrera delictiva involucran a personajes que todavía pertenecen a liderazgos políticos o del crimen organizado. Decidí no cuestionarlo directamente sobre sus trabajadores, socios ni enemigos, tampoco sobre aquellos personajes. Aun así le dije que me interesaba hablar sobre sus nexos con las cúpulas políticas de la época. A pesar de que el Cártel de Tijuana se originó al amparo de la gubernatura del priista Xicoténcatl Leyva Mortera, fue en las administraciones panistas que se afianzó. En los sexenios presidenciales de los priistas Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo Ponce de León, la empresa gozó de impunidad federal y adquirió una dimensión operativa trasnacional. “A mí me extraditó el PAN –fue lo único que respondió–, porque a mí el PRI no me extradita”.

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El hermano desobediente

El Señor (tengo claro que es así como también le llamaban sus sicarios) entró con un custodio afroamericano que lo miraba con indiferencia; reportó su identificación roja en el umbral de la sala, luego miró hacia donde estábamos y sonrió. Se acercó caminando a un ritmo que atrapó mi curiosidad: no era el ritmo corporal de un hombre de 61 años que había pasado 12 en prisiones de seguridad máxima. Lo que supuse que sería un caminar apretado y angustioso, más bien era un andar ligero, desenfadado. Lo miré saludar con ademanes parcos a algunos presos y custodios, y cuando llegó nos dimos un abrazo templado: ni abúlico ni efusivo. Se disculpó por el asunto de mi acreditación tardía, yo le aseguré que todo estaba bien y agradecí que aceptara recibirme. “Me da pena no poderles ofrecer algo de beber”, confesó sin perder el buen humor. “Cómo cree –le dije–, permita que nosotros le invitemos una soda”. Farrah (Fresnedo) me dijo: “Yo voy, tú quédate a platicar”. Le pregunté cómo se llevaba con el resto de los internos; aseveró que tenía muchos amigos, pero había unos pocos que no le “tenían respeto”: Pochos, dijo, gente que no es ni de aquí ni de allá. ¿A qué se refería con que no le “mostraban respeto”? ¿Debían los reos latinos mostrarle consideración especial? “Respeto no nomás a uno –me aclaró–; respeto a todos en general”. Detalló que una pandilla de chicanos había zurrado a golpes a uno de sus amigos; El Min intentó detener la golpiza, pero no hicieron caso de su intervención. ¿Su trayectoria no infundía docilidad en las entrañas criminales? ¿Eran demasiado jóvenes para conocer la historia del Cártel de Tijuana? ¿Quizás habían trabajado con los contras? “No es por ahí –replicó–, es gente maleducada que no respeta a mis amigos”. ¿A qué se refería exactamente cuando decía “amigos”? ¿A gente que lo cuidaba al interior de la cárcel? “Sólo es gente con la que tengo afinidad en este lugar”... Fragmento del adelanto del libro El Extraditado que se publica en la edición 1981 de la revista Proceso, actualmente en circulación.

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