Exiliados del santoral, abrazados por el pueblo

sábado, 11 de febrero de 2017 · 07:53
Ante la incertidumbre creciente en que navega México, un fenómeno está resucitando: la devoción por personajes cuya “santidad” no está reconocida por la Iglesia católica pero que son venerados por la gente. A figuras como Jesús Malverde y el Santo Niño de Atocha se han sumado nombres como san Benito Juárez, san Emiliano Zapata o incluso san Nazario, uno de los fundadores de La Familia Michoacana… José Gil Olmos, reportero de Proceso, analiza el fenómeno en su libro Santos populares, publicado por Grijalbo y con prólogo de Javier Sicilia. Con permiso de la editorial se adelanta aquí un fragmento de la obra, que ya está en circulación. CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Desde los años de la Revolución, cuando el país se hundió en una severa crisis, no habían aparecido tantos santos populares como ahora los vemos reflejados en decenas de imágenes, efigies o fotografías en altares y capillas construidas en las calles o en algún lugar especial dentro de las casas de millones de familias. Santos populares, santos profanos, santos extraoficiales, santos bandidos o santos del pueblo son algunas de las denominaciones que se les han dado a esos personajes que, en su mayor parte, tuvieron una vida de martirio y manifestaron dones de sanación y protección para los sectores más golpeados de la sociedad. A finales del siglo XIX y principios del XX, esto es, durante la etapa que va de los últimos años del Porfiriato al final de la Revolución, surgieron algunos de estos personajes. Entre ellos podemos mencionar a la Niña de Santa Cabora, el Niño Fidencio, Juan Soldado y Juan del Jarro. Tiempo después se han sumado otros, como Jesús Malverde, Emiliano Zapata, Francisco Villa, Benito Juárez, la Santa Muerte, san Nazario, san Toribio, la Virgen Zapatista, así como la virgen y el Santo Niño de la APPO. Estos santos están presentes principalmente entre campesinos y obreros pobres, entre los desempleados y enfermos sin asistencia social, entre los jóvenes sin futuro o entre las amas de casa que luchan por mantener a sus hijos; aunque también entre aquellos que no han tenido otra opción que el camino de la ilegalidad frente a la imposibilidad de subsistir de otra manera. Por ello, algunos de los sectores más conservadores los califican como protectores de maleantes, narcos, secuestradores, violadores o delincuentes en general. El proceso que describe cómo la gente enriquece la existencia de estos personajes y los representa a partir de su fe resulta apasionante. A la Santa Muerte, por ejemplo, la visten de novia, futbolista o de charro; a Jesús Malverde lo visten con la camiseta de la Selección Nacional de futbol y la foto del Chapo en el pecho; a Emiliano Zapata le ponen querubines con bigotes y sombrero orando para que ayude en las causas justas; a Pancho Villa lo estampan en el vaso de una veladora que encienden para rogarle amparo; a Benito Juárez le rezan en un estandarte pidiendo su protección mientras desgranan una mazorca de maíz; los zapatistas le cubren el rostro a la Virgen de Guadalupe con un pasamontañas; mientras que a la Virgen de la APPO sus fieles le pusieron una máscara antigás y al Santo Niño de la APPO una playera de los Pumas, el equipo de futbol, y un casco para protegerse de los golpes de los policías. Frente a esta gama de santos populares y nuevas religiones no hay necesidad de intermediarios. Se puede hablar directamente con estos personajes y pedirles lo que el Estado mexicano debería de proporcionar como una obligación: seguridad, justicia, equidad, educación, salud, vivienda, trabajo y bienestar social. El resurgimiento de este fenómeno religioso en todo el país no es casual sino causal. De alguna forma, el Estado mexicano debería de darles las gracias a todos ellos porque se han convertido en catalizadores de la creciente inconformidad social que, en lugar de encaminarse hacia la rebelión ha dirigido sus pasos hacia las capillas. Jesús Malverde, el santo bandido “Hoy ante tu cruz postrado, ¡oh!, Malverde, mi señor, te pido misericordia y que alivies mi dolor. “Tú que moras en la Gloria y estás muy cerca de Dios, escucha los sufrimientos de este humilde pecador. “¡Oh!, Malverde milagroso, ¡oh, Malverde, mi señor!, concédeme este favor y llena mi alma de gozo. Dame salud, señor, dame reposo, dame bienestar y seré dichoso.” Anónimo Durante la última década, la figura de Malverde ha cobrado un sitio propio en el imaginario popular. Su imagen se encuentra por doquier, es identificado como el “santo de los narcos” y satanizado por la Iglesia católica. En efecto, tiene una clara influencia entre las personas dedicadas al tráfico y trasiego de mariguana, amapola y cocaína, pero esta asociación es muy limitada. Jesús Malverde también despierta la fe de campesinos y pescadores que entablan arduas luchas por su supervivencia, amas de casa preocupadas por el bienestar de los suyos, comerciantes que atraviesan grandes necesidades, policías y soldados que salen de casa cotidianamente con el temor de ya no volver. Es uno de los santos populares con mayor arraigo y no sólo en territorio mexicano. Su origen es sumamente incierto. Las versiones sobre su nacimiento parecen multiplicarse a medida que su culto se expande. Una de ellas señala que su verdadero nombre era Jesús Juárez Mazo, nacido el 24 de diciembre de 1870, y que Malverde era su apodo, derivado de “el mal verde”, dado que realizaba sus asaltos entre la espesura del monte y se escondía debajo de las enormes hojas de los platanares. En La maldición de Malverde, Leónidas Alfaro Bedolla apunta que era hijo no reconocido de don Fernando Juárez de Fuentevilla, “un hombre de mala entraña”, de carácter recio, y Rutila Mazo, de origen humilde. Según el investigador, nunca fue registrado, pero de mayor decidió emplear de todas formas los apellidos familiares. Otros afirman que nació en 1871 en Mocorito, mientras que su nombre corresponde a la fe de quienes lo invocan. Mal, porque sus fieles se dedican a actividades ilegales; verde por la mariguana. A finales de 2004, Gilberto López Alanís, director del Archivo Histórico de Sinaloa, rastreó en el acervo del Registro Civil de Culiacán. Encontró el acta de nacimiento de un niño llamado Jesús Malverde, hijo de la señora Guadalupe, con idéntico apellido. “En Paredones, a 15 de enero de 1888, ante mí, Marcelino Zazueta, compareció el C. Cecilio Beltrán, mayor de edad, soltero, jornalero y de esta vecindad, y presentó un niño vivo, nacido en este lugar hoy a las 5 de la mañana, a quien se puso de nombre Jesús, hijo natural de Guadalupe Malverde, mayor de edad, soltera, y de este punto. Fueron testigos de este acto los CC. Cipriano y Tiburcio Espinoza, mayores de edad, solteros, jornaleros.” Para la tradición oral, nació en el seno de una familia humilde y sus padres murieron en la más absoluta pobreza. De ahí que, cansado de la injusticia, asaltara a los hacendados y a las familias adineradas de Culiacán –Martínez de Castro, Redo, De la Rocha o Fernández– para repartir su botín entre los más necesitados. Se dice que trabajó de albañil, así como en el tendido de vías tanto del Ferrocarril Occidental como el del Sud­Pacífico, línea que llegó a Culiacán en 1905. Era un magnífico jinete, por lo que le resultaba natural refugiarse en lo más espeso de los montes, a donde no llegaba la policía rural. Cuando estaba en la veintena, los caciques y aristócratas de la región presionaron al gobernador Francisco Cañedo, amigo cercano de Porfirio Díaz, para que lo apresara. Pronto su cabeza tuvo precio. En este punto su historia no deja de ser nebulosa. Se afirma que uno de sus compadres lo traicionó vendiéndolo a las fuerzas federales; otros dicen que salió herido de una pierna en una refriega con las tropas del gobierno, aunque finalmente logró escapar. Sin embargo, días después la herida se le infectó y era imposible continuar la fuga, así que él mismo convenció a su compadre para que lo entregara y poder repartir el monto de la recompensa entre los hambrientos. El punto en común de esta gama tan variada de narraciones es su muerte. Sus días llegaron a su fin el 3 de mayo de 1909, día de la Santa Cruz, cuando fue colgado en Culiacán por órdenes del gobernador. La ejecución no bastaba y, como advertencia a otros forajidos, el gobierno impidió que se le enterrara. Quienes pasaban por ahí fueron dejando piedras sobre su cuerpo, que empezaba el inevitable proceso de descomposición, así que pronto se formó un montículo considerable, decorado con flores, iluminado con veladoras y acompañado con plegarias. Así nace su canonización entre los creyentes. Llegó a ser tal la importancia de su tumba que la Iglesia católica y el gobierno se aliaron para construir, en ese mismo lugar, el Palacio Municipal. La gente protestó airadamente y, como a veces sucede en estos casos, la intención de soterrar su figura y desaparecerla de la memoria colectiva sólo logró engrandecerla. La historiadora Kristin Gudrún Jónsdóttir señala: “Dicen que las máquinas encargadas de demoler la tumba no hacían más que descomponerse y los obreros tuvieron innumerables accidentes porque el ánima de Malverde no permitió tales actos, castigándoles de esa manera. Por fin, cediendo a la presión popular y ‘sobrenatural’ que ejercía sobre ellas, las autoridades donaron el terreno donde se ubica la capilla en la actualidad, a unos 100 metros de la supuesta tumba de Malverde. Es un terreno que se encuentra a la orilla de las vías del ferrocarril de la vieja estación de tren”. La figura de Malverde había echado raíces y no era posible desterrarla. A pocos metros de donde había iniciado el montículo se construyó una capilla. Los devotos donaron dinero y le dejaban envases con la primera pesca de camarón cada temporada, verduras de las hortalizas, retablos y, claro, también amapolas, goma de opio, restos de cocaína y plantas de mariguana. En esa mezcla de datos históricos y narraciones orales en torno a Malverde hay quien dice que la construcción de la capilla se debe a Eligio González, un chofer que estuvo agonizando; cuando logró salvarse, la edificó en agradecimiento por permitirle salvar su vida. Dos hombres le habían pedido que los condujera a una ranchería, pero en cuanto llegaron a un paraje solitario lo asaltaron. Además de quitarle su camioneta –a la que solía llamar “Araña pantionera”–, le dispararon al menos cuatro veces en el pecho. Le rogó a Malverde que lo dejara vivir, prometiéndole a cambio que levantaría un santuario en su honor. El milagro se cumplió, don Eligio logró recuperarse y, en 1973, mandó construir la actual capilla. En aquel momento, Malverde no era más que una referencia sin rostro ni cuerpo definido. Un ánima, una leyenda de la que no se conservaba ninguna fotografía. Así que don Eligio le pidió a un artesano crear su busto, basándose en el gran ídolo mexicano Pedro Infante, cantante y actor nacido en Sinaloa, quien murió en un trágico accidente aéreo cuando se encontraba en el pináculo de la fama. También se afirma que pretendía que el busto fuera similar a Jorge Negrete, otro ídolo popular que también tuvo una muerte prematura, por suicidio. La historiadora Kristín Gudrún, en cambio, dice que se trata de una amalgama de Heraclio Bernal, El Rayo de Sinaloa, y de Felipe Bachomo, ambos bandidos populares. Este adelanto se publicó en la edición 2101 de la revista Proceso del 5 de febrero de 2017.

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