De la geometría ideológica al pragmatismo

domingo, 18 de febrero de 2018 · 09:16
Las gangas ideológicas esgrimidas durante décadas por el PRI y los viejos partidos comparsas cedieron su paso al pragmatismo. Y si bien a partir de la década de los ochenta del siglo pasado la izquierda incursionó en los comicios y luchó denodadamente para posicionarse entre el electorado, en menos de tres décadas fue fagocitada por el establishment. En su libro Manual para votantes primerizos o expertos, ilustrado por el caricaturista Helguera y puesto en circulación por editorial Océano, Fabrizio Mejía Madrid, articulista de este semanario, narra el extravío de esa izquierda que perdió de vista los fines para constreñirse exclusivamente a los medios. Proceso ofrece a sus lectores fragmentos del apartado “La izquierderecha”. CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- En esta papeleta veo varias opciones que se dicen de “izquierdas”. Como muchas cosas en la vida, ser de izquierda es, en primer lugar, una autodefinición, porque depende de cómo vemos nuestra propia posición en la geometría ideológica, en relación a los otros. Hay una izquierda, el PRD, que aparece ahora aliada al PAN, es decir, a la derecha católica. Se desliga del movimiento de Andrés Manuel López Obrador reivindicándose como “izquierda moderna”. Se quiere decir con ello que son moderados. No se entiende que la moderación, es decir, el grado de institucionalidad y la disposición a negociar, no son fines sino medios. El medio para llegar a un fin puede ser dialogar o llamar a un levantamiento popular, pero esto no afecta al fin mismo. Se puede pedir un aumento de salarios, por ejemplo, reuniéndose en una comisión parlamentaria o estallando una huelga nacional. El fin sigue siendo el alza de los sueldos. Si uno confunde el medio con el fin acaba haciendo de éste un círculo: negociar por negociar. Eso es parte de lo que le sucedió a esa izquierda partidizada que, alguna vez, fue la respuesta organizativa al fraude de Salinas de Gortari en 1988. Ahora no simboliza ni siquiera lo que la izquierda socialista llegó a encarnar en su primera contienda electoral, en 1982. Me dicen que el desmoronamiento del Partido de la Revolución Democrática se debe a “la crisis de identidad de la izquierda”. Supongo que quieren decir que, de alguna rara manera, la caída del Muro de Berlín hace 30 años tiene algo que ver con firmar el Pacto por México. La izquierda –me dicen– se hizo “moderna” en la medida en que abandonó las utopías y se dedicó a administrar la realidad. Sin “marxismo” –me dicen, aunque habría que ver cuándo y de qué tipo– la izquierda se volvió la lánguida justificadora de las reformas que terminaron de sepultar a la única utopía nacional: el cardenismo. Así, supongo, se dieron cálculos tan retorcidos como aquel que juzgaba conveniente atesorar un porcentaje mínimo de los electores para negocias posiciones en los gobiernos, cualquiera que fuera su signo. A la “crisis de identidad” habría que sumarle la culpa de que la izquierda partidista se hizo electorera y le dio la espalda a los movimientos sociales y a los ciudadanos. Hay que responder acaso que eso mismo sucedió en otros momentos: el Partido Comunista cambió, en 1979, la lucha sindical en sectores estratégicos –petróleos, electricidad, nucleares, teléfonos– por su posibilidad de competir legalmente en elecciones. O, más recientemente, habría que estimar cuantos votos significaría darle cobertura o no a un movimiento o a una demanda de consumidores, vecinos o minorías. Pero, de existir “la crisis de identidad”, creo que tendría que ver con un impulso que ha marcado las actuaciones del PRD: ganar a toda costa. En 1942, Albert Camus escribe El mito de Sísifo. Por desobedecer a los dioses, a Sísifo se le condena a rodar una piedra trabajosamente montaña arriba y, al lograr alcanzar la cumbre, perseguirla en su camino cuesta abajo. A Camus no le interesan mucho las causas del castigo: en una versión, a Sísifo se le permite regresar de su propia muerte para vengarse de una esposa que no le dio sepultura; en otras, él mismo le ordenó tal cosa a su mujer. En unas, es un vengador. En otras, un tramposo. En lo que coinciden los relatos es en que, una vez fugado de la muerte, Sísifo se niega a volver porque lo embelesa la vida. Sentado frente al mar, mira sin hastió el sol levantarse y caer. Pero los dioses lo buscan y lo aprehenden. Por desobedecer los términos del permiso, es arrojado al infierno de seguir sin descanso la piedra. El momento que le interesa a Camus es justo cuando la piedra vuelve a rodar desde la cúspide cuesta abajo, y Sísifo emprende su caminata del descenso. “Sólo en ese instante –escribe Camus– Sísifo es superior a su destino. Es su hora de conciencia. La conciencia de que no hay destino que no se supere con el desprecio”. ¿Qué es la dignidad? Es justo la conciencia del descenso. Es emprender una batalla en la que estás derrotado de antemano. Es saberlo y despreciar ese destino. La dignidad es entonces una geometría de tres: lo que deseamos, lo que el mundo nos niega y la conciencia de ese choque. Hay distintas formas de eliminar cualquiera de los ángulos de ese triángulo, pero jamás de resolverlo. Se puede eliminar, por ejemplo, el deseo y reducirlo a casi nada o –como en el caso de los “realistas”– a lo que ya se tiene debajo de la nariz. Se puede, por otra parte, abjurar del mundo y aislarse de sus embates, en una especie de resignación y esperanza religiosa. Pero la conciencia tanto del deseo como de sus límites no debiera implicar una negación, sino un choque: vivir con lo que se sabe, que, en su lucidez mayor, es que vamos hacia una derrota definitiva, es decir, que moriremos. En plena Segunda Guerra Mundial, Camus propone una ética del absurdo: “La rebelión no es más que la seguridad de que un destino agobiante, menos la resignación que debiera acompañarlo. La rebelión es justo lo contrario del suicidio. No hay nada más hermoso que el espectáculo de la inteligencia en lucha contra la realidad que lo sobrepasa. La grandeza ha cambiado de campo. Está en la protesta y en el sacrificio sin porvenir. Y eso, no por un gusto por la derrota, sino porque la victoria seria eterna y ésa yo no la tendré jamás”. La ética que Camus propone al pensar en Sísifo es el triunfo de la conciencia sobre la piedra. La escalada nueva que le espera es su mundo y su libertad. Sin dioses, sin castigos, Sísifo va bajando su despeñadero viendo en cada grano de mineral lo que antes vio en los amaneceres y atardeceres frente al mar, en esa segunda vida que les robó a los dioses. Sísifo baja la montaña desafiando su destino con la conciencia de la derrota. Agrega Camus al final de su ensayo: “Hay que imaginarse a Sísifo feliz”. […] Pero quizá sea Bertolt Brecht el que pueda explicar mejor lo que ocurrió de fondo a la izquierda. En algún momento, una rebelión contra la forma de producir se confundió con una pedagogía del “hombre nuevo”. En un “diario de trabajo” escrito en el mismo año que el ensayo de Camus, Brecht describe así lo que entiende por la propuesta más radical de Marx, la del reencuentro del trabajador con su producto: “Es el gesto del pionero, el entusiasmo por un nuevo milenio, el placer de la investigación, el deseo de liberar la productividad de todos”. Pero ve en el socialismo real lo contrario: “La gran expropiación que el capitalismo avanzado hace de sus trabajadores se presenta ahora como ideal comunista”. Añade, sin mayor comentario: “Lo que hay que hacer es una producción basada en la desobediencia”. […] Cuando me hablan de “crisis de identidad de la izquierda” pienso en Camus y en Brecht. Después de todo, es siempre la izquierda la que tiene que explicarse. La derecha, justificadora del orden habitual, jamás es retada a ofrecer una alternativa o, en caso de que no lo haga, a explicar por qué se pliega con recato a lo que “ya existe”. El desplome del Partido de la Revolución Democrática acaso se explique más porque se organizó como una serie de grupos de intereses ligados a clientelas degradadas, electoreras –los principios se deciden tras consultar las encuestas–, rentistas del desamparo; pero no dejo de pensar en una izquierda absurda. Una que tuviera dignidad e inteligencia para liberar las desobediencias creadoras. Una en que cada amanecer fuera ver a Sísifo persiguiendo, feliz, su propia piedra. Entonces, ¿votar por la izquierda es hacerlo por la derecha? Y, luego, entonces, ¿“todos son iguales”? Si esto fuera así, tendría que tomar la boleta izquierderecha y romperla. Pero no, ya decidí que eso nunca ha cambiado algo. Lo que sí puedo hacer es tratar de pensar de dónde viene esa idea de que izquierda y derecha pueden aproximarse al medio de un vaso. Dejar de ser los extremos de un eje para convertirse en un globo. En 1994 apareció un libro del filósofo del derecho Norberto Bobbio, en el que intenta definir las diferencias entre izquierda y derecha. Una buscaría como fines la igualdad y la otra, la estabilidad. Bobbio también establece otra distinción entre moderados y extremistas en cuanto a los medios. De acuerdo con su diagrama, la izquierda tendería a enfatizar lo que nos hace iguales; la derecha, a explotar lo que nos convierte en desiguales. Las razones de nuestra desigualdad –género, raza, clase– dividen los polos entre la derecha que no considera que esa desigualdad debiera abordarse con distinciones (legales, en políticas públicas, en el lenguaje) y la izquierda que sí lo cree. Al final, Bobbio enumera las culturas políticas de la derecha: tradicionalismo, conservadurismo y fascismo; y de la izquierda: socialismos y anarco-libertarismos. Extrañamente, deja fuera de su descripción –justo en el ascenso del neoliberalismo de los años noventa- al liberalismo clásico porque “es de derechas o izquierdas, según el contexto”. En una nota a pie escrita un año después de fuertes críticas, Bobbio escribió algo que me resuena con la actual “coalición” entre el PRD y el PAN: “Abandonado su mensaje mesiánico, la izquierda cayó en un pragmatismo político sin principios. La izquierda no está muerta en tanto sepa reconocer los motivos ideales, siempre actuales, de los que ha nacido”. De la derecha no podríamos decir lo mismo porque el caso es que es la izquierda la que se ha avenido a ella confundiendo los fines y los medios. Cuando la izquierda pactista habla de “modernidad” no habla de fines sino sólo de medios: ser moderado. […] Por su historia, la derecha mexicana es una combinación de conservadurismo aristocratizante, lucha contra el cardenismo y reivindicación de la ideología de la libre empresa familiar. Acción Nacional surge en septiembre de 1939 entre los grupos que se sienten afectados por la Revolución Mexicana: los campesinos sin tierra de la guerra cristera –la Unión Nacional Sinarquista–, los abogados católicos, los que consideran a Lázaro Cardenas como un “marxista” –así lo definió el fundador del PAN, Manuel Gómez Morin. Por su extremo “hispanista”, Acción Nacional apoyó a Francisco Franco contra la República Española y terminó, desde su órgano semioficial, La Reacción, tomando a Hitler como un ejemplo de valentía. En el otro extremo, la derecha mexicana proviene de los empresarios y su ideología –la idealización de lo privado– contra cualquier intervención del Estado, visto como corrupto, “clientelar”, burocrático, despilfarrador. Pero también sostiene la superioridad de las convicciones católicas por encima de los derechos de los demás; se opone a que las mujeres interrumpan sus embarazos, al matrimonio entre personas del mismo sexo, al uso del propio cuerpo como una dimensión de la autonomía individual… La otra parte de la alianza, la izquierda actual –no revisemos los altibajos del comunismo mexicano en sus debates entre planificación centralizada, obediencia a la retórica ortodoxa y la democracia “burguesa”– proviene del cardenismo y la insurrección cívica de los años ochenta. Es decir, en un origen, la izquierda y la derecha de esta boleta vienen justo de bandos opuestos. […] La derecha y la izquierda partidistas pueden anunciar el fin de sus topologías, de sus distancias geométricas en la Asamblea imaginaria, porque se han consumido en su intercambiabilidad: si es posible que firmaran juntos algo que, en lo central, implicaba que el mal iba, con el tiempo, a dar lugar al bien –“las reformas todavía no rinden sus frutos”, repite el presidente–, entonces la relatividad axial que los separaba se convierte en circular. El eje izquierda-derecha se pierde en una circunferencia en la que se pasa de uno a otro, casi sin notarlo. En medio de la ideología que se nos presenta como no ideológica, como natural –el neoliberalismo–, la izquierderecha dice ya no tener principios sino formas de gobernar la realidad, de administrarla. A eso le llama “realismo”, es decir, al dominio de los “expertos” que deciden por todos, basados en un poder que no viene de los ciudadanos, sino de la estandarización de los saberes. Con títulos en universidades norteamericanas, gráficas, ecuaciones matemáticas, los “expertos” encubren su ideología en el marasmo de “lo que tiene que hacerse”, dictado por una fuerza divina que es la economía. Si alguno es dogmático e ideológico, es el economista de Harvard o del MIT. “No hay más ruta que la balanza comercial”, repiten, encubriendo la injusticia y el sufrimiento que su ideología basada en estadísticas desparrama por doquier. […] El tema común entre Acción Nacional y el PRD es la pérdida de la esperanza. Proponer un futuro parecido al presente no es proponer verdaderamente un futuro. Ambos, derecha e izquierda, han confundido, como medios y fines, el optimismo con la esperanza. El ánimo optimista no es políticamente activo porque basta esperar para que el bien aparezca. Al contrario del optimismo, la esperanza es siempre trágica: lo que es tangible, es imperfecto y lo que está ausente, es sugestivo. En la esperanza vemos lo mal del estado actual de cosas y nos imaginamos un futuro que pudiera cambiarlo. Lo que tenemos es abominable. Lo que deseamos es cautivador pero inasible. Es, como decía Espinoza, “una alegría incierta”, pero no sólo como un estado de ánimo sino como disposición a actuar, un “compromiso activo con la viabilidad de un fin deseado”, como quería Kant. Esa “seguridad de una cierta confianza” (San Buenaventura) se opone a la simple fe por convicción de los religiosos. Pero lo que es incierto no es necesariamente imposible. Ahí es donde fallan las derechas e izquierdas que hoy se unen en un “pacto” o un “frente”. Una de las quimeras más paralizantes que comparten todos los “engallados entre papeles” es suponer que el mundo continuará siempre tal y como lo conocemos. En cambio, lo que está fuera de ese proceso de unidad en la inutilidad que es, en el fondo amargo, la izquierderecha, es la consigna de uno de los jacobinos de la Asamblea: “Lo razonable es no desaparecer de esta tierra sin haber luchado, incluso cuando, al final, no hayamos prevalecido”. Este adelanto de libro se publicó el 11 de febrero de 2018 en la edición 2154 de la revista Proceso.

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