"Cómo perdimos el rumbo...
“Ante el desgajamiento del país en tiempos recientes, no ha surgido una sociedad movilizada; ha prevalecido una sociedad anestesiada,” escribe Denise Dresser en su más reciente libro, Manifiesto mexicano. Cómo perdimos el rumbo y cómo recuperarlo, que la editorial Aguilar pondrá en circulación en estos días. Aguda, incisiva, siempre claridosa, la periodista y académica, también colaboradora de Proceso, disecciona la realidad política contemporánea del país junto con el actuar de sus principales exponentes, y el resultado es una vasta revisión que no deja cabos sueltos en lo que respecta a los problemas y fenómenos más dramáticos y acuciantes de México. Con el permiso de la autora, aquí se adelantan partes sustanciales del capítulo “Quienes nos quedan debiendo”.
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Cuando se anunció la candidatura presidencial de José Antonio Meade, ciertos sectores del empresariado y las clases acomodadas de México estuvieron a punto de erigirle una estatua. Estuvieron a un paso de vitorealo, cargarlo en hombros, bautizar un parque con su nombre. El hombre decente, el católico comprometido, el padre de familia. Como escribió Bloomberg sobre él: “Meade es un producto raro en los altos eslabones del gobierno mexicano, un hombre con una reputación de honestidad”. Tecnócrata, trabajador, poco pretencioso. Decente. Ese perfil de priista potable abría la posibilidad para ciertos grupos de votar por el PRI sin remordimiento. Lo harían con la conciencia tranquila, persignándose porque no avalaron a un corrupto.
Pensaron que al menos llegaría a Los Pinos alguien con las manos limpias, la casa modesta, el Prius pequeño. En la perspectiva de sus adeptos eso bastaría para hacerlo presidenciable. Es uno de nosotros, pensaron algunos oligarcas empresariales. Protegería nuestros intereses, argumentaron algunos inversionistas internacionales. No es un ladrón, insisistieron algunos miembros de la clase media. Nos salvará de Andrés Manuel López Obrador, clamaron los que temen el venezolamiento de México. Y a todos los que celebraron su elección idónea se les olvidó lo evidente, lo obvio, lo que debió descalificarlo de entrada, o llevar a cuestionamientos indispensables. José Antonio Meade es un priista.
No con credencial, no con militancia, no con cargos de elección popular vía ese partido, incluso fue secretario de Hacienda del panista Felipe Calderón. Es un priista de una forma más esencial, más fundacional. Su priismo es uno de porras, de lealtades, de genuflexión, de adn, de hacer lo que su presidente le pida aunque vaya en contra de su entrenamiento como economista y su buen juicio como hombre honorable. Bastaba con ver su cuenta de Twitter, leer sus declaraciones, examinar sus comparecencias, ver la lista de miembros del PRI que avaló y defendió. Ahí no estaba el hombre honesto, el hombre honorable. Ahí estaba el funcionario priista que ocultó las cifras del endeudamiento, que encubrió la discrecionalidad presupuestaria de la SHCP, que no habló de las críticas de calificadoras, como Standard and Poors, que guardó silencio ante el despilfarro del gasto corriente, que encubrió los desvíos multimillonarios de recursos gubernamentales con motivos políticos y electorales, que se prestó a manipular cifras y datos para que la gestión de Peña Nieto pareciera mejor de lo que fue.
Por eso afirmó sin el menor rubor que “México le debe mucho al PRI (…) y su participación activa para evitar pérdidas importantes”. En esa defensa ahistórica de su partido, Meade borró las heridas inflingidas por gobiernos priistas desde al menos 1976. El PRI culpable de crisis, creador de devaluaciones, responsable de sismos financieros sexenales, cómplice de saques sindicales, progenitor del capitalismo de cuates. México le debe al PRI la creación de instituciones y actualmente debería reclamarle cómo las pervirtió, hasta llegar a donde estamos. Con una corrupción que se come 9% del PIB . Con un andamiaje institucional que permite y crea incentivos para el enriquecimiento personal vía el erario público . Con un priismo que corrompe todo lo que toca, incluso a impolutos como Meade.
De Ricardo Anaya nos enteramos que tocaba la guitarra. Nos enteramos que hablaba inglés. Supimos que llevaba a sus hijos a la escuela. Supimos que daba discursos políticos más parecidos a Ted Talks que a plataformas de gobierno. Demostró ser ágil y articulado, con talento político y eso explica su ascenso vertiginoso en la política y en el PAN. Lo acusaron de ser un lavador de dinero mediante negocios inmobiliarios poco transparentes. Eso es lo que fue posible discernir sobre Ricardo Anaya. Lo que no pudimos confirmar es si el “joven maravilla” es realmente quien ostentaba ser . Alguien con las agallas para trastocar al régimen prianista; alguien con la independencia para romper el pacto de impunidad; alguien capaz de ser líder audaz de un Frente que enfrentara y no sólo simulara hacerlo. Alguien desacreditado injustamente o alguien que por hacer negocios irregulares se lo buscó. Los mensajes fueron contradictorios. A ratos –como cuando ofrecía una Comisión de la Verdad con asistencia internacional– daban ganas de darle una palmada en la espalda, pero en otros momentos daban ganas de propinarle un puntapié. A veces parecía ser Ricardo corazón de león y a veces Ricardo corazón de ratón.
Sus logros son evidentes. Las múltiples victorias de su partido en la elección de 2015 y procesos de alternancia panista que han llevado a exponer la corrupción priista, como en Chihuahua. La construcción de un frente opositor entre adversarios ideológicamente disímiles, ostensiblemente diseñado para emular la experiencia chilena. La resiliencia demostrada ante la campaña gubernamental para acabar con él. Cómo inicialmente tendió puentes y apoyó foros con miembros diversos de la sociedad civil para escuchar propuestas creativas y reconocer diagnósticos críticos. Su propuesta en favor del Ingreso Básico Universal y su apoyo a una Fiscalía General independiente, autónoma, que sirva. Su anuncio de crear un mecanismo de justicia transcional, con apoyo y participación internacional. Eso llevó a algunos a mirarlo dos veces, rascarse la cabeza, pensar si podría ser una opción ante la continuidad corrupta con José Antonio Meade o el aparente aval de la impunidad con AMLO, quien pareció sugerir “borrón y cuenta nueva” ante la corrupción de Peña Nieto y los suyos.
Pero aun con el reconocimiento de cada acierto, resultó imposible cerrar los ojos ante cada error . Equívocos reiterados y algunos muy graves. Anaya no logró deshacerse del tufo de irregularidades patrimoniales, financieras y de conflicto de interés que lo acompañaban. No logró refutar de manera categórica y documental las acusaciones lanzadas en su contra; algunas de mala fe y otras legítimas. Sobre él se cernió la sospecha de tráfico de influencias y enriquecimiento siendo un político en funciones. No debió repetir la práctica priista –utilizada por Diego Fernández de Cevallos– de hacer negocios millonarios siendo un político en activo. No debió comprar la nave industrial que se volvió el epicentro de los ataques en su contra. En una elección presidencial que giraba en torno a la honestidad personal, Anaya salió debiendo.
Otra puerta que tampoco se abrió fue la de Margarita Zavala. Esposa discreta, esposa leal. “The Good Wife”, como la serie de televisión del mismo nombre. Digna. Intachable. Irreprochable. Así fue Margarita Zavala como Primera dama durante el sexenio de Felipe Calderón. Siempre con la palabra precisa, el gesto perfecto, el tono adecuado. Siempre con la sensibilidad que parecía faltarle con frecuencia a su esposo. Por ello los aplausos merecidos y el respeto generado a lo largo del gobierno calderonista. Margarita tenía un lugar que se había ganado gracias a la discreción. Después de los excesos de Marta Sahagún, un papel acotado y recatado por parte de la pareja presidencial era justo lo que el país necesitaba. Margarita fue y ha sido eso: leal.
Pero esa postura de lealtad incondicional hacia su esposo fue lo que hizo inviable su candidatura presidencial. Por lo que sabía y calló. Por lo que permitió. Por el fracaso que fue la presidencia del panismo y no lo admite. Fue cómplice, colega, colaboradora, coconspiradora de la administración de Calderón. Escuchó, aconsejó y aplaudió. No fue una simple espectadora; es demasiado inteligente para serlo. Pero al no serlo, le corresponden también los cuestionamientos y las críticas.
Desde una percha cercana presenció el inicio de la guerra contra el narcotráfico y el crimen organizado, así como la devastación que trajo consigo. Vio cómo su esposo –a pesar de lo que prometió en la campaña presidencial– avaló la impunidad para Mario Marín, el exgobernador de Puebla, porque necesitaba el apoyo priista en el Congreso. Vio la operación de Estado instrumentada en la Suprema Corte para salvarle el pellejo a Juan Molinar, luego de la responsabilidad política y administrativa que tuvo en la tragedia de la Guardería ABC. Vio cómo García Luna y Televisa montaron un montaje en el caso de Florence Cassez, violando todos los lineamientos del debido proceso. Vio cómo el gobierno de Calderón salió a la defensa del entonces secretario de Gobernación Juan Camilo Mouriño y negó el conflicto de interés en que incurrió cuando firmó contratos beneficiando a su familia siendo presidente de la Comisión de Energía. Vio cómo la alianza electoral y política con Elba Esther Gordillo empoderó a un sindicato rapaz, saboteando una reforma educativa que urgía. Vio todo esto y calló. La pregunta que nunca contestó es: ¿Guardó silencio por lealtad o estaba de acuerdo?
Según el INE, Jaime Rodríguez recabó 2,034,403 firmas, pero sólo 835,511 fueron válidas, 59% inválidas. Armando Ríos Pitter recabó 1,765,599 firmas, pero sólo 252,646 fueron válidas, 86% inválidas; Margarita Zavala recabó 1,578,744 firmas, pero sólo 870,168 fueron válidas, 45% inválidas. El Bronco llegó a la boleta por la subyugación del Tribunal Electoral y ella pasó de refilón, apenas, argumentando irregularidades menores –432 firmas falsas– producidas por un infiltrado a su campaña. “Haiga sido como haiga sido”, tanto el proceso como los resultados demostraron prácticas condenables de oportunistas disfrazados de autónomos, “ciudadanos” comprando firmas, falsificando credenciales, simulando apoyos.
Candidatos fariseos por los vicios de origen que cargaron desde el momento de anunciar sus candidaturas. Jaime Rodríguez, expriista, cuya entrada a la contienda fue impulsada desde Los Pinos para dividir el voto opositor . Armando Ríos Pitter, experredista, emulando la misma estrategia. Margarita Zavala, expanista, militante toda la vida de un partido del cual se salió cuando no le permitieron contender por la candidatura presidencial. Con estos incentivos y estos antecedentes, difícil creer que iban a convertirse en un correctivo a partidos que han perdido el rumbo, que han dejado de ser puente, que han privilegiado la lógica patrimonial por encima de la función representativa. Con estas trayectorias y formas de actuar, imposible creer que iban a ser una amenaza permanente a partidos divorciados de una ciudadanía desilusionada con ellos. Independientes adulterados, independientes ficticios, independientes impostores. Tenían y tienen poco qué ofrecer más allá de la marca “independiente” que ya ensuciaron.
Más valor y reconocimiento y felicitación entonces a quienes sí lograron remontar los obstáculos para ser independientes y lo hicieron limpiamente; firma legítima tras firma legítima. Pedro Kumamoto y Manuel Clouthier y Carlos Brito, ejemplos a seguir, portavoces de lo posible. Ojalá la encarnación de fuerzas, perfiles y anhelos que los partidos acaparan o sofocan. Ojalá introduzcan más ideas, más debate, más atención a los temas álgidos que los partidos no quieren tocar, como la reducción al financiamiento público y la vinculación de ese financiamiento al voto efectivo, no al padrón electoral. Ojalá su participación demuestre por qué los partidos no deben tener el monopolio de la participación en la esfera pública. Ojalá modifiquemos la regulación exigida a los verdaderos independientes para que sea posible facilitar su presencia e impedir la llegada de más simuladores .
Y finalmente, en la lista de personajes y perfiles que han definido nuestros tiempos: Andrés Manuel López Obrador. El que responde a las expectativas de los hastiados con el panismo ineficaz y el priismo corrupto. AMLO, ayudado por la victoria de Donald Trump y la satanización de un país que el tabasqueño defiende envuelto en la bandera nacional. AMLO, impulsado por los ánimos nacionalistas que resucitan ante una globalización cuestionada. AMLO, potenciado por su defensa del petróleo ante una reforma petrolera exitosa pero quizás sólo para los mismos de siempre. Ante el bully estadunidense resurge el juarista nacionalista; ante reformas estructurales viciadas resurge la promesa de acabar con ellas; ante la corrupción extendida resurge el adalid de la austeridad. Para unos, lobo en piel de cordero. Para otros, la salvación.
López Obrador ha transitado de la República rencorosa a la República amorosa. Del puño alzado a la mano extendida. Del “Mesías tropical” al moderado presidencial. Así intentó reinventarse, posicionarse, venderse, ya no como el provocador que iba a incendiar la pradera sino como el político que aseguraba apagarla. Por eso anunció que buscaría la revisión de la reforma educativa, mas no su derogación. Por eso llegó a darle un espaldarazo a Enrique Peña Nieto, pues quería ocupar su puesto. Al abrir las puertas a miembros de partidos como el PRI, el PAN y el PRD, demostró que el purismo ha sido reemplazado por el pragmatismo. El predicador ha cedido el paso al conciliador. El líder social busca convertirse en político profesional. Quien fuera visto en 2006 como un peligro para México trata de erigirse en el único que puede salvarlo, apaciguarlo, reconciliarlo. Ayudado por Enrique Peña Nieto y la corrupción que no quiso combatir. Ayudado por quienes odian al priismo, desconfían del calderonismo y parecen estar dispuestos a darle una oportunidad al lopezobradorismo.
¿Qué podría descarrilarlo? Sus propios errores, su propensión histórica a la radicalización cuando se siente atacado, su descuido de los ciudadanos moderados, su desprecio por “los pequeño-burgueses”, su capacidad para ignorar el comportamiento corrupto de miembros de su propio equipo, su sentido de infalibilidad.
Este adelanto se publicó el 10 de junio de 2018 en la edición 2171 de la revista Proceso.