1968: Aquel desafío juvenil

sábado, 4 de agosto de 2018 · 08:33
El próximo 2 de octubre se conmemora el quincuagésimo aniversario de la matanza de Tlatelolco. En su más reciente libro, El 68: Los estudiantes, el presidente y la CIA, el investigador de El Colegio de México Sergio Aguayo expone una detallada cronología de los antecedentes, el nudo y el desenlace del movimiento estudiantil, junto con sus contextos interno y externo. Aquí se adelantan fragmentos sustanciales de los capítulos 3 y 4, relativos a los convulsos días que van de principios de agosto al 2 de octubre de 1968, la emblemática fecha en la que fueron ahogadas en sangre las protestas de los jóvenes que exigían al presidente Gustavo Díaz Ordaz un diálogo público en el Zócalo. El volumen fue puesto en circulación por Ediciones Proceso y la empresa Ideas y Palabras.  La movilización estudiantil de 1968 creció en agosto, fue cercada en septiembre y masacrada en octubre. Fue derrotada, pero dejaría sobre el campo de batalla un pliego petitorio que sería la bandera de quienes se empeñaron desde entonces en construir un régimen democrático con métodos pacíficos. El 4 de agosto presentaron el pliego petitorio de seis puntos y un transitorio. En media cuartilla, aparece el México deseado: libertad a los presos políticos; destitución de jefes policíacos capitalinos; derogación de unos artículos del Código Penal que permitían encarcelar por el ambiguo delito de “disolución social”; indemnización a las familias de los muertos y heridos, y esclarecimiento de las responsabilidades de los principales actores. En un punto transitorio se exigía un “diálogo público”. En suma, fin a la violencia y a la opacidad, respeto a la libertad de expresión y manifestación, transparencia y rendición de cuentas. Cuatro días después se instaló el Consejo Nacional de Huelga (CNH) con 59 representantes estudiantiles de escuelas públicas y privadas. Era un liderazgo colegiado que representaba legítimamente a sus comunidades. Un rasgo fundamental es que la mayoría era recién llegada a la vida pública. Un estudio sobre 130 integrantes del CNH encontró que sólo 36 habían participado previamente en política. Eran unos desconocidos para los servicios de inteligencia mexicanos y estadunidenses. A los pocos días se sumó una coalición de maestros “con académicos de cerca de medio centenar de escuelas del valle de México y provincia”. Esa unidad de docentes y estudiantes era poco común y sería un indicador del deseo de transformaciones. Díaz Ordaz era un represor que, en agosto, se moderó. La mesura era resultado de la legitimidad y pluralidad de una movilización que lo desconcertaba por innovadora y de la atención internacional que estaba recibiendo México por ser el anfitrión de las Olimpiadas, a inaugurarse el 12 de octubre de 1968. El Movimiento creció rápidamente en número y audacia. Comparemos las manifestaciones del 1 y del 13 de agosto. El Ejército y las policías frenaron a la primera en el sur. En la segunda, se duplicó el número de inconformes y pudo llegar al Zócalo caminando desde el Politécnico, ubicado al norte de la ciudad. Los informes de los servicios de inteligencia confirman que las dos marchas fueron pacíficas. Sin embargo, en la del 13 de agosto aparecieron chispazos de agresividad verbal. Los estudiantes quemaron en el Zócalo la “efigie de un gorila” que, según un diario, estaba vestido de policía y, según otro, llevaba uniforme militar. También le gritaron al presidente: “¡Sal al balcón, pinche hocicón!’” (Díaz Ordaz tenía una boca muy grande y sus labios eran incapaces de disimular una dentadura portentosa). Se derrumbaban los tabúes que prohibían criticar al señor presidente y al Ejército. El Movimiento recibió tanta simpatía debido a varias razones: a. Su mayor fuerza estuvo en la zona metropolitana de la Ciudad de México, que tenía en el 68 la población más urbanizada y educada del país, era sede de los principales medios de comunicación y contaba con el tejido social más grande y autónomo. b. Sus líderes no competían por cargos ni peleaban por reivindicaciones económicas. c. El liderazgo colectivo impedía la aparición del típico caudillo con soluciones para todo. d. Los métodos utilizados para romper el control del régimen sobre los medios fueron el mimeógrafo, las brigadas y las marchas, que les permitieron comunicarse directamente con la sociedad. e. Sus exigencias eran moderadas y la mayor parte del tiempo utilizaban métodos pacíficos. Sin embargo, había una corriente convencida de que la fuerza era la única forma de cambiar al país. El régimen había construido o afinado una máquina capaz de mediatizar, controlar, hostigar y eliminar a quien lo criticara o intentara modificar el orden establecido. Hasta el 68, los servicios de inteligencia –acompañados por la CIA– tenían la capacidad para vigilar a las élites políticas y a sus opositores. Cuando lo consideraban necesario, tenían los recursos para desprestigiarlos, hostigarlos o eliminarlos. En el centro de aquel sistema estaba un presidente, Gustavo Díaz Ordaz, mal preparado para entender al Movimiento cívico-estudiantil de 1968. Era un personaje con los rasgos del paranoico convencido de conocer la verdad. Acumulaba evidencia para confirmarla (no para contrastarla). Tenía una mente profundamente lógica, pero con premisas falsas, porque sólo incorporaba aquellos hechos que encajaban en su visión del mundo. Díaz Ordaz estaba obsesionado con la estabilidad porque “el desorden abre las puertas a la anarquía o a la dictadura”. Estaba convencido de que sobre la patria y su sistema político se cernían amenazas de todo tipo, pero que él tenía la astucia e inteligencia necesarias para detectarlas y desmontarlas. En su Informe a la Nación de 1967 aseguró que “el gobierno no puede dejarse intimidar” por quienes tenían “capacidad de escándalo”. En diciembre de 1970, Jorge Carrillo Olea fue nombrado jefe de la Sección Segunda (los servicios de inteligencia) del Estado Mayor Presidencial. Él pudo observar cada día las “400 o 500 páginas” que enviaba cada mañana al presidente el director de la DFS (Dirección Federal de Seguridad), el capitán Fernando Gutiérrez Barrios. El presidente rara vez las consultaba porque describían “hechos sin ningún análisis, ninguna reflexión, ninguna recomendación”. La “síntesis de intercepciones telefónicas” eran “conversaciones transcritas, palabra por palabra, de las que sólo eventualmente podría derivarse alguna vaga conclusión”. La pobreza de estos informes es consecuencia de la baja preparación intelectual de quienes dirigían la DFS y de sus agentes. Según pruebas psicológicas aplicadas a 72 miembros de la Dirección, “la media general de inteligencia (era) baja”, al igual que su “comprensión y fluidez verbal”. La Secretaría de Gobernación contaba con otro servicio de inteligencia, la Dirección General de Investigaciones Políticas y Sociales. De todo el país llegaban constantemente informes, algunos en tiempo real, que constituyen una fuente valiosa y sin censura. Es material muy útil para el investigador interesado en reconstruir los hechos, pero de escasa utilidad para los gobernantes, porque tampoco separan lo relevante de lo superfluo. Conocían los detalles, pero no su significado. Jorge Carrillo Olea también describe el desorden que encontró en el área de inteligencia del Estado Mayor Presidencial (EMP). El “trabajo de supuesta inteligencia de ese equipo” consistía en un “cúmulo de tarjetas” con la fecha y las “actividades personales, y hasta íntimas, de miembros del gabinete, legisladores, generales, almirantes, gobernadores, miembros de la iniciativa privada y demás tipos de personas relevantes”. Sus “fuentes de información” –continúa– eran los “periódicos, la especulación, los soplos y chismes que corrían en los salones presidenciales”. Washington era el aliado gubernamental más estrecho y, como decía anteriormente, la CIA tenía en México su principal base de operaciones en el Hemisferio Occidental. Sus informes sí procesaban la información, aunque en el 68 mostraron sus limitaciones. Gustavo Díaz Ordaz recibía de la CIA “un resumen de inteligencia diario que incluía las actividades de las organizaciones revolucionarias mexicanas”. La CIA también “ayudaba a los mexicanos en la planificación de operaciones, arrestos y acciones represivas”… Winston Scott (‘jefe de la estación’ en México durante esa época) estaba muy cerca de Díaz Ordaz, a quien asesoraba y de quien recibía la información más delicada. Era una relación informal que escapaba a los canales normales. El embajador Fulton Freeman intentó convertirse en el interlocutor del presidente mexicano, pero dio marcha atrás porque Díaz Ordaz “prefería tratar con Scott”. Buena parte del Movimiento veía con admiración (algunos con veneración) a la Revolución cubana, una oda al voluntarismo y la heroicidad. Fidel Castro había demostrado que bastaba un puñado de hombres decididos y generosos para transformar un país y enfrentarse a la mayor potencia militar de la historia. Una de las grandes debilidades del Movimiento era que sus aliados internacionales más lógicos –Cuba y la URSS– eran cómplices o respaldaban a Gustavo Díaz Ordaz. La lógica de la Guerra Fría, la rigidez de la élite gobernante, las intrigas asociadas con la sucesión presidencial y la determinación con la cual los jóvenes defendieron el pliego petitorio hicieron que Díaz Ordaz y su círculo terminaran transformando el Movimiento en enemigo. Categorizándolo de esa manera, pensaban legitimar el uso de la fuerza. El momento crucial de ese proceso se dio el 27 y 28 de agosto. Terminaba agosto de 1968. El diálogo entre el Movimiento y las autoridades seguía paralizado y el gobierno guardaba silencio sobre las peticiones incluidas en el pliego petitorio. El Movimiento buscó forzar una definición organizando una gigantesca marcha que sacó a relucir sus dos caras, la pacífica y la violenta. La tarde del 27 de agosto salió del Museo de Antropología e Historia una multitud enorme; las estimaciones oscilaron entre 100 mil y el millón de personas. Caminaron hacia el Zócalo. Una parte de los manifestantes eran tan sensatos y mesurados como sus pancartas: “Queremos democracia”, “La Constitución nos apoya y nos da garantías”, “En los cuarteles debe haber escuelas, no en las escuelas cuarteles”. Insistían en acabar con la violencia estatal y lograr respeto a la Constitución. Otro sector repudiaba al régimen. Al ejército y a los granaderos, al secretario de Gobernación, al regente capitalino y a los jefes de policía los tildaron de “asesinos” mientras repetían, con imaginación y humor, las muchas formas que tenemos los mexicanos de insultar a las madres de nuestros enemigos. A los granaderos les adaptaron una canción infantil mexicana: “Qué nombre le pondremos, matarili rilirón,/ le pondremos asesino, matarili rilirón”. Las mayores agresiones verbales se las llevó el presidente Díaz Ordaz: “Asesino”, “Igual a Hitler”, “Apestas”, “Gorila”; “La prueba de la parafina a la mano extendida (del presidente)”. A su esposa, Guadalupe Borja, la llamaron “La Changa Lupe” comparándola, además, con “La Bandida”, la dueña del prostíbulo más exclusivo de aquel México. También hubo peticiones más extremas. “No queremos olimpiadas; queremos revolución”; “Derroquemos, derroquemos”. La multitud llenó el Zócalo y las calles aledañas. Líderes estudiantiles y magisteriales pronunciaron mensajes conceptualmente fuertes, pero sin injurias. Luego intervino un polémico líder del Politécnico, Sócrates Amado Campos Lemus. Su historial está lleno de sombras y, aun cuando nunca pudo demostrarse que fuera agente gubernamental, actuaba como si lo fuera, su comportamiento la noche del 27 de agosto le dio al presidente un pretexto para usar la fuerza. Uno de los líderes más lúcidos del Movimiento, Luis González de Alba, capturó el momento: “Otra vez dueño del micrófono (Sócrates) preguntó a una multitud de un millón de personas en dónde quería el diálogo público y cientos de miles de gargantas corearon ‘¡Zócalo!’, ‘¡Zócalo!’. Sócrates decidió en ese momento que estaba bien, se haría como lo habían pedido y puso fecha: nos quedaríamos ahí hasta el 1 de septiembre”, el día del informe sobre el país que Díaz Ordaz presentaría a unas cuantas calles. El “diálogo público tendría lugar en esas condiciones y con el presidente en persona”. Al terminar el evento, empezaron 24 horas de enfrentamientos en el Centro Histórico de la capital. A las 22 horas del 28 de agosto terminaron los enfrentamientos. El Movimiento demostró su capacidad de convocatoria y la facilidad con la cual podía pasar de la protesta pacífica a la agresión para retar, en público, al presidente y al sistema. Mientras una parte del Movimiento pedía reformas, la otra quería revolución. La jornada lanzó un mensaje al régimen autoritario: una parte de la población había perdido el miedo a la autoridad. La marcha pacífica del 27 y los enfrentamientos violentos del 28 de agosto modificaron percepciones y estrategias de la comunidad internacional, del estudiantado y del presidente Gustavo Díaz Ordaz y su equipo. La prensa internacional reflejó la diversidad de aquella época. The New York Times y Le Monde informaron con bastante precisión lo sucedido. El primero destacaba que los “manifestantes gritaron ofensas contra el presidente y su gobierno”, el segundo reproducía algunos de los insultos: “¡Fuera de Palacio gorilas!” y “¡Díaz Ordaz, hijo de Johnson!”. Granma, de Cuba, guardó silencio sobre las ofensas al presidente centrándose en el antiimperialismo de los jóvenes y en que la policía mexicana tuviera que dar protección al edificio de la embajada de Estados Unidos. Para el periódico Alerta, de Guatemala, lo importante era que “México ha principiado a pagar su alcahuetería con el comunismo y más específicamente con el régimen castrista de Cuba”. Al embajador de Estados Unidos en México le preocuparon, y mucho, los “ataques verbales tan fuertes contra el gobierno y el presidente”. El liderazgo del Movimiento tenía sentimientos encontrados. Había satisfacción por la demostración de fuerza y persistía la esperanza de que el régimen haría alguna concesión. Otros estaban preocupados por la reacción que habría a los insultos lanzados al presidente. Horas después de la manifestación del 27 de agosto, la DFS interceptó una conversación telefónica entre uno de los líderes del Movimiento, el profesor Heberto Castillo, y Mario Menéndez, director del influyente semanario de izquierda Por qué? En esa plática, Castillo reconoció que “los muchachos se salieron de la tranca”. Las élites políticas y económicas mexicanas eran profundamente conservadoras y elaboraron diversos argumentos para defender el orden establecido del cual dependían sus privilegios. La prensa de aquellos días está repleta de voces indignadas con las “turbas” que se habían burlado del presidente, de su gabinete y de su familia. El presidente odiaba profunda, intensamente, el Movimiento y centraba su odio en el líder magisterial más conocido, Heberto Castillo, a quien llamaba despectivamente “¡el presidentito!”. Díaz Ordaz necesitaba disimular su rencor con un relato que legitimara el uso de la fuerza. Hay suficiente información para reconstruir la manera en que fue construyendo al enemigo. Este adelanto se publicó el 29 de julio de 2018 en la edición 2178 de la revista Proceso.

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