El auge electoral de los 'hombres fuertes”
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- Donald Trump llegó a la presidencia de Estados Unidos como una locomotora a la que nada pudo detener. Arrasó con sus 17 contrincantes del Partido Republicano y se hizo de la mayoría de votos en el colegio electoral, derrotando así a la demócrata Hillary Clinton, pese a que ésta lo superó con casi tres millones de sufragios directos. Su partido ganó en las dos cámaras y sólo se espera que nomine al juez faltante en la Suprema Corte de Justicia, para que redondee su círculo de poder.
Agresivo, irascible y soez, durante su campaña abrió frentes por todas partes. Se confrontó no sólo con la oposición política, sino con la prensa, los organismos civiles, la academia, las agencias de seguridad, las instituciones nacionales e internacionales, varios gobiernos y, en fin, con cualquiera que discrepara de sus posturas. Pero mientras más atacaba, descalificaba y mentía, más adeptos iba ganando entre los estadunidenses que admiran a los “hombres fuertes”.
Ya en la Casa Blanca, designó a un equipo en el que menudean los improvisados, entre los que se cuentan varios socios de negocios, amigos y familiares, sin importar si están capacitados o si se incurre en nepotismo o conflictos de interés. Muchos fueron nombrados por prerrogativa presidencial, pero tampoco el Congreso ha rechazado a ningún miembro de su gabinte. Sentado en la Oficina Oval, durante su primera semana Trump empezó a gobernar mediante órdenes ejecutivas, es decir decretos que no requieren de la aprobación del legislativo.
Así, el magnate encabeza un gobierno que está muy lejos del sistema de “pesos y contrapesos” que tanto enorgullece a la democracia estadunidense y semeja más una autocracia en la que un hombre, un clan o una casta acaparan el ejercicio del poder.
Pero Trump no es el único que actualmente ejerce un gobierno personalista y autoritario por elección popular. Aunque muchos dictadores –tanto de izquierda como de derecha– emanados de la guerra fría han ido desapareciendo, en los últimos lustros una nueva camada de “hombres fuertes” se ha ido abriendo paso ya no por vía armada, sino a golpe de urna, creando un entramado legal e institucional que les permite asegurar sin rubor que lideran una democracia.
[caption id="attachment_437281" align="aligncenter" width="702"] El presidente ruso Vladimir Putin. Foto: AP / Alexander Zemlianichenko[/caption]
Putin y Erdogan
El más conspicuo, sin duda, es el presunto “amigo” de Trump, Vladimir Putin, que lleva 17 años en el poder. Elegido por primera vez en 2000, se reeligió en 2004; pero al no poder presentarse en 2008 a un tercer mandato consecutivo por disposición constitucional, impulsó a la presidencia a su primer ministro, Dmitri Médvedev, con quien intercambió el cargo.
Luego, en 2012, con una reforma a la Constitución que amplió el plazo de la presidencia a seis años, con posibilidad de reelegirse para otros seis, Putin volvió a postularse y ganó. Se espera que este escenario se repita en 2018, ya que no ha surgido ninguna figura ni fuerza política que le haga sombra y sus índices de popularidad siguen siendo altos.
Promotor de “devolver a Rusia su grandeza”, unificó las leyes de la federación bajo un poder central, eliminando el voto universal y directo de sus gobernadores. Ahora Moscú los designa y las asambleas locales sólo los ratifican. En la Duma se eliminó la representación proporcional y se prohibieron los bloques electorales, lo que garantiza la llamada “la vertical del poder”.
Putin también reconstruyó el ejército y reformó el aparato de justicia. Y ha censurado, reprimido o neutralizado a críticos y opositores. Los escándalos por corrupción, violaciones a los derechos humanos y asesinatos selectivos han traspasado las fronteras y muchos disidentes han huido al exilio. Pero nadie ha sido llamado a cuentas.
El líder del Kremlin tampoco ha vacilado en utilizar la fuerza militar dentro y fuera de sus fronteras, como en Chechenia o Georgia. El apoyo a las fuerzas prorrusas de Ucrania sigue siendo flagrante y la anexión de Crimea es un hecho consumado. Y sobra decir que la intervención de Rusia en Siria ha puesto la resolución del conflicto en sus manos.
Apodado “el sultán”, uno de sus vecinos se comporta de manera similar. Líder del Partido para la Justicia y el Desarrollo (AKP), Recep Tayyip Erdogan ganó tres elecciones sucesivas que lo mantuvieron como primer ministro de Turquía de 2003 a 2014. Pero luego decidió cambiar a un régimen presidencialista. Él mismo se presentó como candidato a ese cargo y nombró a un primer ministro, en un enroque muy parecido al que hizo Putin con Médvedev.
Este cambio de régimen fue aprobado por el parlamento el 21 de enero pasado y deberá ser ratificado por un referendum a principios de abril. La reforma elimina el cargo de primer ministro y da al presidente el poder de nombrar a su consejo de ministros, a los miembros de los tribunales y a los jefes de todas las demás agencias gubernamentales. Contará con facultades para gobernar por decreto y declarar el estado de emergencia; y además podrá imponer el veto presidencial a las decisiones parlamentarias.
Tanto el voto parlamentario como el popular se llevan a cabo bajo la declaratoria de emergencia, derivada del intento de golpe de Estado de julio pasado, que después de su fracaso llevó a una cruenta represión y a la purga de miles de oficiales civiles y militares del gobierno.
Definido como islamista moderado, el AKP emprendió al principio una serie de reformas democráticas, en vista de una incorporación a la Unión Europea, que le exigía mejoras en materia de libertades civiles y derechos humanos. Pero luego se fue endureciendo y virando gradualmente hacia un conservadurismo islamista, algo muy sensible en un país que ha luchado por el secularismo en la política.
Las divisiones y el descontento afloraron en mayo de 2013, cuando las protestas por un parque en Estambul se convirtieron en reclamos a las políticas de Erdogan. La represión fue brutal; los medios fueron censurados, los partidos opositores atacados y cualquier crítica criminalizada. Se acabó la tregua con los kurdos y volvieron las acciones militares.
Después de la intervención rusa en Siria, Turquía se vio además obligada a modificar su estrategia, que buscaba más golpear a los kurdos sirios que a los yihadistas. Eso le significó en los últimos meses terribles atentados. Sin embargo, Erdogan no ha perdido el apoyo popular mayoritario y conserva la llave para frenar el flujo de refugiados de esa zona hacia Europa.
[caption id="attachment_467693" align="aligncenter" width="702"] El primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu. Foto: AP / Dan Balilty[/caption]
Netanyahu y Merkel
Otro duro en el vecindario es Benjamín Netanyahu, el primer ministro de Israel que cursa su cuarto mandato, después de unas elecciones en las que todos lo daban por derrotado (2015). Formado en Estados Unidos, ha ocupado numerosos cargos en el estamento gubernamental israelí, pero sobre todo se ha destacado como líder del conservador partido Likud y jefe de gobierno, cargos a los que ha vuelto una y otra vez sumando una de las dirigencias más largas en la corta historia del país.
“Bibi”, como lo llaman los israelíes, no es un represor con sus propios ciudadanos como Putin o Erdogan. Tampoco ha intentado cambiar las leyes para mantenerse en el poder. Pero tiene la piel sensible y descalifica, amedrenta, judicializa o simplemente usa al dinero para acallar a sus críticos. Acusado de corrupción, en días recientes se develó que había negociado con el Yediot Aharonot para que “hablara bien” de él, ante lo que ha calificado como una “persecución” en su contra por parte de la prensa liberal.
Pero donde Netanyahu se ha mostrado más intolerante es en su política hacia los palestinos y frente a cualquier postura internacional que no lo favorezca. No importa si bombardea Gaza, construye un muro en Cisjordania, encarcela o mata a miles de palestinos, siempre lo hace en defensa propia y cualquier censura es vista como inamistosa hacia Israel o, peor aún, como antisemitismo.
Sus últimos dos enfrentamientos han sido por el acuerdo nuclear con Irán y la condena en el Consejo de Seguridad de la ONU por la ampliación de asentamientos judíos en el este de Jerusalén y Cisjordania. Vistos ambos como una traición del ahora expresidente Barack Obama, Netanyahu advirtió que no se sometería a ninguno. Y ya empezó a hacerlo…
Tan pronto Trump tomó posesión, “Bibi” autorizó la expansión de asentamientos en las zonas mencionadas, sabedor de que Jared Kushner, yerno del mandatario, y David Friedman, el nuevo embajador de Washington en Israel, ambos judíos ortodoxos, no lo impugnarían. Inclusive se ha hablado de mover la embajada estadunidense de Tel Aviv a Jerusalén, lo que en sí mismo constituiría una violación al derecho internacional.
Otra figura “fuerte” en el escenario actual no es un hombre, sino una mujer: Angela Merkel. Ella tampoco ha reprimido a los alemanes ni intentado censurar a la prensa o cambiar las leyes para concentrar el poder, pero ha mostrado una firmeza que ha llevado a muchos de sus compatriotas a llamarla “Mamá Ángela”.
Particularmente inflexible se vio al respaldar una férrea política de austeridad y disciplina financiera para las economías que requerían de un rescate en la zona Euro, lo que le valió el apodo de “The Decider”. Presidente del G-8 y del Consejo de Europa, es considerada la líder de facto de la Unión Europea y la revista Forbes la ha calificado como “la mujer más poderosa del mundo”.
Proveniente de la Alemania del Este, fue apoyada políticamente después de la reunificación por el entonces canciller Helmut Kohl (1982-1998), pero no dudó en distanciarse de él cuando estallaron los escándalos de financiamiento ilegal a la Unión Cristiano Demócarta (UCD). Con esa postura se hizo de la presidencia del partido en el 2000 y llegó a la Cancillería en 2005. Desde entonces se ha reelegido dos veces (2009 y 2013) y ya anunció que va por su cuarto periodo, con el que sumaría 16 años de gobierno.
Esta semana, la socialdemocracia anunció a su candidato, Martin Schulz, un burócrata del campo europeo desconocido en Alemania y con poca capacidad de negociación que no le hace sombra a Merkel. Ella, pese a la crisis de refugiados que alentó a la derecha xenófoba, mantiene su popularidad, que se acrecentó tras el atentado de Berlín. Además, es la única que puede hacerle frente a Trump, a quien ya le advirtió que “los europeos tenemos nuestro destino en nuestras propias manos”.
[caption id="attachment_457777" align="aligncenter" width="702"] Rodrigo Duterte, presidente de Filipinas. Foto: Bullit Marquez / AP[/caption]
Maduro, Ortega, Morales, Correa, Duterte
Con menos influencia internacional, en América Latina también quedan todavía “hombres fuertes” que se han mantenido en el poder por vía electoral; todos de izquierda. Nicolás Maduro no es uno de ellos, pero sí ha usufructuado el modelo que instituyó en Venezuela el fallecido Hugo Chávez, y que también copiaron sus pares de la Alianza Bolivariana para las Américas (ALBA).
Chávez, quien dio un golpe de Estado en 1992 y sufrió otro en 2002, ganó sus primeras elecciones en 1998 y se ratificó en el cargo mediante el referéndum constitucional del 2000. Luego se afianzó con un referéndum revocatorio en 2004 y se reeligió en 2006 y 2012, aunque ya no llegó a asumir nuevamente, porque murió antes.
Con el control casi total de la Asamblea Nacional, el Tribunal Electoral, la Corte Suprema de Justicia, los juzgados y las dependencias administrativas de gobierno, Chávez con frecuencia gobernó mediante las leyes habilitantes que le otorgaba la nueva Constitución.
Luego organizó otros dos referendos constitucionales para establecer la reelección indefinida. El de 2007 lo perdió y el de 2009 lo ganó, pero con un porcentaje muy bajo y un alto índice de abstención. Estas son las herramientas que Maduro ha utilizado para mantenerse en el puesto, pero sin el carisma y la inteligencia del comandante.
Tal modelo lo ha llevado al extremo el mandatario de Nicaragua, Daniel Ortega. Si se cuentan los años desde que fue presidente de la primera Junta de Reconstrucción Nacional (1979-1990) y los que lleva desde 2007, suma 21; y en 2016 fue por cinco años más. Con un agravante: nombró a su esposa Rosario Murillo como vicepresidente, de modo que ésta lo sucedería si por algún motivo él tuviera que dejar el cargo.
Acusado de corrupción en la llamada “piñata sandinista”, el exguerrillero se fue alejando gradualmente de la revolución que lo llevó al poder, para convertirse en un populista demagogo que ha abrazado las peores causas. Y ahora se encamina a instaurar una dinastía familiar como la de los Somoza, que él mismo combatió y cuyo derrocamiento costó al pequeño país centroamericano más de 70 mil muertos.
Desde 2011 se cuestionó si podía presentarse a la reelección como presidente en funciones y habiendo desempeñado ya el cargo por dos veces. Pero la Corte Suprema lo avaló en contra de la disposición constitucional. En 2016 este escenario se repitió, además de que por orden judicial la oposición quedó disuelta y Ortega fue el candidato único.
En Bolivia, Evo Morales sigue un camino similar. En la presidencia desde 2005, se reeligió ya dos veces en 2009 y 2014. Y aunque la Constitución promovida por él mismo establece que el presidente sólo puede reelegirse una vez, en la última elección Morales pudo evadir esta norma con el argumento de que su primer periodo había sido previo a la nueva ley y ésta no era retrocativa.
En 2016 su partido, el Movimiento al Socialismo (MAS), intentó cambiar otra vez la Constitución para establecer la reelección indefinida, pero perdió por breve margen el referendo al que convocó. Evo denunció una conspiración de la prensa –a la que califica como “el cártel de la mentira”– ya que en fechas previas reveló el tráfico de influencias en que incurrió una expareja sentimental, con la que habría tenido un hijo.
Pese a esa derrota, el oficialismo contempla ahora varias vías para que el presidente y todos los cargos de elección popular puedan reelegirse indefinidamente: realizar un nuevo refrerendum, que Evo renuncie seis meses antes de las elecciones o que el parlamento haga una reforma por cuenta propia. Morales cuenta todavía con el apoyo de casi 60% de la población, pero más de 70% se opone a un cambio constitucional.
En Ecuador, Rafael Correa se resistió a la tentación de hacer lo mismo. Si bien en 2015 la Asamblea Nacional aprobó la reelección indefinida de todos los cargos de elección popular, el propio presidente dispuso una clásula transitoria que le impide postularse para un tercer periodo en las elecciones de este año.
Y aunque se formaron colectivos en pro de un referendum que permitiera a la Corte Constitucional derogar esta disposición, Correa mantuvo su palabra. En su lugar el oficialismo postuló a Lenin Moreno, quien por el momento lleva la delantera en las encuestas. De ganar, muchos piensan que el actual mandatario mantendría su influencia tras bambalinas y podría postularse a una elección posterior.
Finalmente, y aunque todavía no lleva ni un año en el poder, hay que mencionar a Rodrigo Duterte, quien llegó a la presidencia de Filipinas con una campaña llena de insultos y la promesa de acabar a cualquier costo con la corrupción y el crimen. Lo ha cumplido: en sus siete meses de gobierno han muerto más de siete mil personas a manos de la fuerzas de seguridad o de “hombres armados no identificados”.
Apodado “el Donald Trump de Filipinas” por sus constantes exabruptos, llamó a olvidarse de los derechos humanos y amenazó con disolver el Congreso si se oponía a su guerra contra el crimen. También advirtió que podría salirse de la ONU por “inútil”, llamó al papa Francisco y a Barack Obama “hijos de puta” y calificó a la Unión Europea como “hipócrita” por su trato a los refugiados.
Duterte, quien confesó que cuando fue alcalde de Davao mató personalmente a delincuentes y a otros los arrojó desde helicópteros, no tolera ninguna crítica y recciona de inmediato. Su último blanco ha sido la Iglesia Católica local que pidió parar la carnicería; está “llena de mierda”, dijo. Pero en un país mayoritariamente católico, sigue contando con 76% de apoyo popular.