Myanmar: la inutilidad de un Nobel de la Paz

viernes, 22 de septiembre de 2017 · 13:32
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- En 2015 el mundo presenció un fenómeno migratorio con tintes dantescos: decenas de miles de miembros de la minoría musulmana rohingya, provenientes de Myanmar, flotaban a la deriva hacinados en destartaladas barcazas en las aguas del Índico, porque ningún país de la zona los quería recibir. Hambrientos, deshidratados, muchos murieron, otros fueron asesinados y algunos más se suicidaron. La crisis sacó a la luz una red de trata de personas, que desde al menos un decenio transportaba a familias enteras de este grupo marginado a Malasia y Tailandia, con la promesa de una vida mejor. Pero ésta pocas veces llegaba. En el camino sufrían extorsiones, violaciones, maltratos y ejecuciones. En la batida impulsada por la presión internacional, decenas de campos de detención y cientos de fosas clandestinas fueron descubiertos sobre las rutas migratorias terrestres. La complicidad oficial de los países involucrados se hizo patente. Hoy hay una nueva crisis. Ahora los rohingya no huyen por mar, sino por tierra hacia Bangladesh, y lo hacen por cientos de miles. Escapan de la embestida del ejército de la antigua Birmania, que ha quemado sus aldeas y dispara indiscriminadamente contra la población civil que huye despavorida. Se calcula que en sólo dos semanas 400 mil fugitivos han llegado a suelo bangladesí, sumándose a otros 300 mil que ya vivían ahí en campos de refugiados, desplazados por otras persecuciones anteriores. El detonante de esta última fue un asalto, el 25 de agosto, del Ejército de Salvación Rohingya de Arakan (ARSA, por sus siglas en inglés) a varios cuarteles militares y policiales birmanos. Se trata de una guerrilla que, harta de la discriminación y el maltrato que sufre su etnia, optó hace un año por tomar las armas. Pero dada su filiación musulmana, el ejército de Myanmar no ha vacilado en calificarla como “grupo terrorista” y aun vincularla con Al Qaeda y el Estado Islámico (de lo cual no existe prueba alguna). En realidad, el conflicto es de larga data. Los rohingya llevan al menos dos siglos asentados en la occidental provincia de Rajine (hoy Arakan), fronteriza con Bangladesh. Pero a diferencia de las otras 135 etnias reconocidas como oficiales en Myanmar (un país de mayoría budista), a ellos ni siquiera se les ha concedido la ciudadanía, ya que se les considera como simples inmigrantes ilegales de origen bengalí. El problema es que el gobierno de Dacca tampoco los reconoce como sus ciudadanos. Instalados en un limbo jurídico que los priva de toda clase de derechos y servicios, las tierras que habitan alrededor de 1.1 millones de rohingyas tampoco son de su propiedad y se han convertido en una reserva militarizada de la que el gobierno birmano sólo los deja salir con permisos especiales. Los suministros y la ayuda externa, que en gran parte corren a cargo de organismos internacionales, son precarios, el desempleo es casi total y la miseria generalizada. La exclusión social y la animadversión de la mayoría budista, por lo demás, han llevado a múltiples choques interétnicos. Los últimos y más sangrientos se produjeron entre 2012 y 2013, y además de centenas de muertos generaron el éxodo de unos 140 mil rohingyas. Desde entonces, el hostigamiento de la restante población birmana ha sido constante, y cada choque se salda con una represalia del ejército. En este contexto se ha dado un éxodo contínuo de rohingyas, a veces por goteo y otras en grandes corrientes, como durante el drama de los barcos errantes y la huída masiva actual. Los militares birmanos dicen que se van porque quieren y hablan de provocación, pero su asalto indiscriminado a la población civil y su técnica de tierra arrasada evidencian que lo que en realidad desearían es que esta minoría musulmana se fuera de la exBirmania para siempre. Una “limpieza étnica de manual”, la ha llamado el comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Zeid Raad al Hussein; mientras que el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, ha exhortado a las autoridades de Myanmar a detener sus operaciones militares, entre ellas la colocación de minas antipersonales en la frontera, y permitir el ingreso de la ayuda humanitaria a la población rohingya que todavía se encuentra atrapada en suelo birmano. En medio de esta tragedia humana, la mayor expectativa y también la mayor decepción la ha constituido la actual consejera de Estado y Premio Nobel de la Paz 1991, Aung Sang Suu Kyi. De ella se esperaba no sólo una apertura democrática para Myanmar, sino también una postura propositiva para solucionar la irregular e injusta situación de los rohingya. Pero “La Dama”, como la llama el pueblo, no sólo ha guardado un ominoso silencio, sino que se ha puesto en sintonía con los militares. Y muchos se preguntan si es por prudencia política o porque su rancia estirpe birmana la hace también despreciar a esa minoría bengalí y musulmana. Aunque debido a las presiones internacionales el régimen militar de Myanmar ya había mostrado cierta apertura, no fue sino hasta 2015 que aceptó unas elecciones libres, que ganó masivamente la Liga Nacional para la Democracia (LND), encabezada por Suu Kyi. Por disposición constitucional ella no pudo ocupar la presidencia, pero dejó muy claro que estaría “por encima del presidente”. Es cierto que los militares se reservaron los tres ministerios encargados de la seguridad, el 25% de los escaños en el Parlamento y el derecho de veto a cualquier cambio constitucional, con lo que conservaron la llave para abrir o cerrar cualquier iniciativa del poder civil. Pero en ningún momento Suu Kyi ha aprovechado su carisma y su capital político, nacional e internacional, para hacer avanzar la agenda de los rohingya, y en realidad la de los derechos civiles en general. Ante las repercusiones mundiales de la batida militar y el éxodo masivo, “La Dama” anunció que cancelaba su viaje a Nueva York para hablar ante la Asamblea General de la ONU, para, según dijo, “gestionar la ayuda humanitaria” y tratar “las preocupaciones de seguridad”. A cambio, el martes 19 pronunció un discurso ante el Parlamento birmano, en el que no sólo estaban presentes todos los funcionarios civiles y militares del gobierno, sino diplomáticos y periodistas extranjeros. Fuera de lugares comunes como el respeto a los derechos humanos y a la diversidad étnica y religiosa, sus palabras fueron desconcertantes. Nunca se refirió a los rohingya por su nombre, porque ese término ni siquiera está reconocido en Myanmar. Y luego espetó que todavía ni se sabía “por qué se está produciendo este éxodo”, ya que, según ella, había “denuncias y contradenuncias que tienen que investigarse”. De nada sirvieron los múltiples testimonios contra el ejército birmano, ya que Suu Kyi aseguró que éste se adhiere durante las operaciones a un estricto código de conducta, que lo obliga a “comportarse con la debida mesura y adoptar las medidas necesarias para evitar daños colaterales y perjudicar a civiles inocentes”. Los militares presentes en la sala ni siquiera parpadearon. Pero el polvo que levantó “La Dama” entre diplomáticos, periodistas y organizaciones internacionales llegó hasta la Fundación Nobel. Muchos han pedido que se le retire este galardón, que en su momento le fue otorgado por su lucha pacífica para reinstaurar las democracia y abolir la ley castrense. Eso no sucederá, porque lo prohiben los estatutos. Y en Myanmar tampoco cambiará la realpolitik, incluidos los rohingya.

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