El uso político del racismo

jueves, 26 de julio de 2018 · 21:55
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- El futbolista alemán de ascendencia turca, Mesut Özil, renunció el domingo 22 a la selección de Alemania aduciendo racismo y falta de respeto hacia sus raíces. La tormenta en torno del actual jugador del Arsenal se desató después de que en mayo pasado se tomara una fotografía en Londres con el líder turco Recep Tayyip Erdogan, en plena campaña por la Presidencia, lo cual se interpretó como un gesto de propaganda política. Las críticas le llovieron al mediocampista y arreciaron con la eliminación de la Mannschaft en la primera ronda del mundial de Rusia. Parece que “soy alemán cuando ganamos, pero inmigrante cuando perdemos”, se quejó Özil, quien jugó con la selección germana cuando ganó la copa en 2014 en Brasil. Ahora, algunos medios y directivos alemanes lo acusaron inclusive de “falta de lealtad a la camiseta”. El jugador, nacido en Alemania pero hijo de padres que como otros 3.5 millones de inmigrantes llegaron de Turquía, sostiene que ha sido injustamente acusado de hacer propaganda a favor de Erdogan, y que sólo se tomó la foto –junto con Ilkay Gundogan, otro futbolista de origen turco– porque negarse se habría interpretado como “una falta de respeto hacia mis raíces turcas”. Insistió en que él era un deportista y no un político, y dijo que se fotografiaría con quien quiera que fuera el representante del país de sus ancestros. Pero por muy concentrado que esté en el deporte, parece improbable que Özil sea tan ingenuo como para no darse cuenta de que su fama futbolística se puede instrumentalizar políticamente. Ya ocurrió en 2014, cuando después del triunfo alemán la canciller Angela Merkel se hizo fotografiar con él desayunando y en los vestidores, como una muestra de que la integración racial que había en la selección era un reflejo de lo que sucedía en la sociedad alemana. Ahora ocurrió exactamente lo contrario. Ya consagrado presidente de Turquía, Erdogan llamó de inmediato a Özil para apoyarlo en su renuncia. “Este tipo de actitudes racistas hacia un joven que trabajó por el éxito de la selección no deberían ser aceptadas”, dijo el mandatario; y echó más leña al fuego al deslizar que ello se debía “especialmente a su religión”. El futbolista acusó al presidente de la federación alemana, Reinhard Grindel, de alimentar una campaña “en contra de los jugadores musulmanes”. Merkel también se apresuró a salir en defensa de él. “Özil ha hecho mucho por la selección alemana y debemos respetar su decisión”, declaró. Pero el tema de la discriminación en Alemania y el pleito entre la canciller y el dirigente turco, debido a sus actos autoritarios, volvieron a ocupar el debate en la prensa y la política de ambos países. Cabe destacar que la deserción de Özil se dio en medio de una serie de choques previos entre Ankara y Berlín. Ya antes de censurar cualquier acto de propaganda en favor de Erdogan en las presidenciales de este año, en 2017 el gobierno alemán prohibió dentro de la comunidad turco-alemana todos los actos de proselitismo relacionados con el referéndum que debía cambiar en Turquía un régimen parlamentario por otro presidencialista. Erdogan denunció racismo y discriminación por parte del gobierno alemán. Pero no sólo eso. En un inusitado acto de injerencismo pidió luego a los electores alemanes de origen turco no votar por ninguno de los partidos de la coalición en el poder; es decir, la Democracia Cristiana, la Socialdemocracia y los Verdes. Aislar la fotografía de Özil y el manejo sesgado del concepto de racismo de un fin político, parece por lo tanto poco plausible. También en la estela del mundial de futbol, y ante la controversia de si la diversidad racial que ostenta en sus filas el nuevo campeón se refleja en la sociedad francesa, la Asamblea Nacional de Francia votó un cambio inédito en su Constitución, al sustituir en su Artículo 1 el término “raza” por el de “sexo”. Así, la igualdad de todos los ciudadanos franceses ante la ley queda ahora como “sin distinciones de sexo –antes raza–, de origen o de religión”. La reforma, impulsada por el presidente Emmanuel Macron, fue aprobada con 199 votos a favor y ninguno en contra. Y el debate parlamentario subrayó que con ello se buscaba eliminar un concepto, el de raza, cuestionado por la ciencia, y en cambio elevar a categoría de ley la igualdad entre hombres y mujeres. Considerado un lastre de la época colonial, cuando los conquistadores europeos fueron apropiándose de territorios poblados en los que buscaron imponer su superioridad incluso sobre la base de características físicas, el vocablo raza empezó a ser debatido en Francia después de la II Guerra Mundial, en la subsecuente época de descolonización, pero se mantuvo en la Carta Magna. Inclusive en 2012, durante las campañas presidenciales, el entonces mandatario Nicolás Sarkozy manifestó ante una inciativa en ese sentido que era “absurdo” querer suprimir la palabra raza, cuando el verdadero problema era el racismo que practicaba la gente. Y sí, el racismo es una construcción cultural que no se eliminará sólo por decreto. Así lo reconoció Mario Stasi, presidente de la Liga Internacional contra el Racismo y el Antisemitismo, una de los principales organismos defensores de la reforma constitucional. La eliminación de un vocablo, dijo, “no hará desaparecer el racismo, pero ayudará a deconstruir el concepto de raza, que ha servido para justificar los peores crímenes contra la humanidad”. En sentido contrario, y como si la sociedad que representa no hubiera sido justamente víctima de uno de estos crímenes, el Parlamento israelí aprobó una ley que define oficialmente a Israel como el “Estado Nación del pueblo judío”, reservando a este colectivo el derecho de autodeterminación; reconoce el hebreo como única lengua oficial y designa a Jerusalén “completa y unida” como capital del país. Con esta normativa se establece de jure lo que ya se venía ejerciendo ampliamente de facto, y se deja en un limbo jurídico a 1.1 millones de árabes-israelíes, alrededor de 20% de la población total. Ante ello, los diputados de la Lista Conjunta Árabe denunciaron una “etnocracia” y abandonaron el pleno de la Knesset al grito de “apartheid”. La iniciativa, presentada por la coalición de gobierno del primer ministro Benjamín Netanyahu, no salió adelante sin controversias. De hecho, en la comisión parlamentaria encargada de su redacción apenas fue aprobada por ocho votos a favor y siete en contra; y en el pleno el margen fue de 62 diputados por el sí y 55 por el no. Antes, el presidente Reuven Rivlin, que sólo tiene un papel protocolario, había enviado a los diputados una carta pidiendo se modificara un artículo de la ley que preveía la creación de localidades exclusivas para judíos sionistas. El texto planteaba que “el Estado pueda autorizar que una comunidad de personas que tengan la misma religión o identidad nacional mantenga su carácter de asentamiento separado”. Esto no sólo excluiría de pueblos y ciudades a los árabes-israelíes, sino a todos aquellos judíos que no comulguen con las ideas ultranacionalistas o ultrarreligiosas de un grupo. Y es aquí donde subyace el factor político. El partido Likud del primer ministro Netanyahu no cuenta con las curules suficientes para sostener su gobierno, por lo que ha tenido que aliarse con pequeñas formaciones radicales que condicionan su apoyo al avance de sus propias agendas. Así, además de esta ley discriminatoria, han limitado la competencia de la Corte Suprema de Justicia, legalizado la persecución de organizaciones no gubernamentales que denuncian abusos y penalizado la divulgación de información relativa a las fuerzas de seguridad. Sin una oposición real que pueda hacer contrapeso, algunos hablan ya de “la muerte de la democracia israelí”. Y otros, como el destacado director de orquesta argentino-israelí, Daniel Barenboim, se dicen avergonzados de ostentar esa nacionalidad, ante la evidencia de que su gobierno “acaba de aprobar una nueva ley que sustituye el principio de igualdad y valores universales por el nacionalismo y el racismo”. Con contadas excepciones, son las mismas tendencias políticas que avanzan a nivel global.

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