El oro del desierto, de Cristina Pacheco

lunes, 21 de marzo de 2005 · 01:00
México, DF, 21 de marzo (apro) - Cristina Pacheco nos tiene acostumbrados, además de sus entrevistas televisivas y a sus conducciones radiales, a sus cuentos y relatos semanales Entre los reportajes nacidos con personajes llegados del campo a la ciudad, y el programa que mantuvo por dos décadas en Canal Once Aquí nos tocó vivir, se encuentra el germen de este nuevo libro, El oro del desierto Editado por Plaza & Janés, el volumen de relatos está estructurado en tres grupos: “Del campo”, “De la frontera” y “De la ciudad” En su visión desde la cual el mundo tiene una voz que presenta las contradicciones y las injusticias, sobre todo cometidas contra los desvalidos, Pacheco escoge personajes inermes pero llenos de enjundia humana, dignidad a prueba de fuego o simplemente como víctimas De ahí que el prólogo haya sido intitulado “La voz de la tierra” En él, Cristina Pacheco hace un periplo personal hasta la traspolación testimonial de sus relatos Si escribir sirve de algo o altera esa realidad lacerante de nuestro tiempo en México, sobre todo en relación con los desposeídos, es algo que Pacheco no sabemos si se pregunta; sólo sabemos que cumple su compromiso de dar a conocer esa realidad Este es el prólogo: * * * Mis primeros recuerdos --esos que forman la patria verdadera y única-- están ligados al campo La historia que abarca mi experiencia refleja temores y esperanzas La vivieron mis abuelos, la compartí con mi padre, siempre atento a los cambios de la tierra y el cielo Horas enteras lo contemplaba, temeroso y anhelante Igual que un cazador que aguarda a su presa, veía hacia el infinito rastreando indicios de lluvia La transparencia del cielo lo volvía adusto, hermético Su inquietud, que nos llenaba de pánico, era enmarcada por las voces de las mujeres de la casa, que se solidarizaban con él entonando cánticos y rezos para traer la lluvia Al fin, sin que jamás supiéramos dónde terminaba el milagro y dónde comenzaba la fuerza de la naturaleza, aparecían las nubes coronando los cerros Entonces nos concentrábamos en la inmovilidad y el silencio necesarios para oír el trueno, para ver el relámpago, para esperar la lluvia La lluvia que significaba la realización de los sueños, el retorno de la esperanza: el trabajo y los frutos Mientras escuchábamos el rumor del agua, parecían tenderse entre el cielo y la tierra los hilos de un telar prodigioso en el que iría diseñándose un nuevo paisaje, modificado por los brotes y la forma de las milpas Según iban creciendo, el aire se llenaba de ese rumor cristalino que el viento arranca a los maizales A ese sonido único se sumaban otra vez las plegarias y los cánticos para que la lluvia excesiva no acabara con los sembrados Durante ese periodo, los santos patronos de la región laboraban con la misma intensidad que los hombres en el campo Si éstos se pasaban las horas desyerbando, arropando la semilla, vigilando los surcos, luchando contra las plagas, aquéllos se mantenían perpetuamente despiertos ante la flama de las veladoras para impedir tormentas y granizadas que significarían la miseria, la humillación de los préstamos, el peligro de las hipotecas y, lo peor de todo, la necesidad de emigrar y cometer lo que mi padre consideró siempre la más alta traición: el abandono del campo Conforme la familia creció, nuestras demandas hacia la tierra aumentaron La necesidad y el patrimonio escaso impedían que se pusiera en práctica la rotación de cultivos o se respetaran épocas de descanso para los surcos Sobrevino el agotamiento de la tierra y a éste se sumó una larga temporada de sequía La miseria empobreció más nuestra mesa, disminuyó las esperanzas, acrecentó el miedo y la inseguridad Las nuestras no eran las únicas tierras asoladas y divididas Toda la región del Bajío padeció los ayunos impuestos por las malas y pobres cosechas Cansados de pedir plazos y préstamos, los hombres comenzaron a emigrar al norte De campesinos se convirtieron en braceros En las cartas hablaban de cosas nunca vistas: aire acondicionado, sueldo en dólares, comodidades, nieve Imposible imaginar todo aquello que para nosotros identificaba la vida urbana con la abundancia y el progreso Estimulado por aquellas historias, pero sobre todo ansioso de librarnos del destino miserable a que nos condenaba la tierra empobrecida, mi padre volvió los ojos hacia la capital Empezaron las conversaciones misteriosas y al fin oímos la decisión irrevocable: “Nos vamos a México” Según las convicciones de mi padre esto lo convertía en un traidor Cargó con esa culpa esperanzado en formar un patrimonio que le permitiera volver al campo y afrontar las veleidades de la naturaleza, pero también en darnos la única posibilidad de que sobreviviéramos: la instrucción Salimos del rancho y del pueblo cargados de trebejos, bultos con semillas y un puñito de tierra Mi padre insistió en que la trajéramos con nosotros En una ceremonia triste, pervertida por el alcohol, nos dio su único legado: “Estén donde estén, por lo lejos que vayan, no olviden sus orígenes Ustedes son del campo Allí están sus raíces” Como tantos otros emigrantes llegamos por Buenavista Nuestro capital eran cinco mil pesos; nuestro destino, la calle de Golfo de Siam, en Tacuba Nos instalamos en la casa que una tía ocupaba en una vecindad Allí se logró el milagro que cotidianamente realizan los cientos de miles de inmigrantes que cada año llegan a la Ciudad de México: la multiplicación de los panes y el espacio Oír el radio, hacer la caminata al mercado, ver los tranvías, los tendajones, las marquesinas, era para nosotros –recién llegados-- una novedad fascinante que daba excitación a nuestras mañanas Las tardes eran pavorosas: inactivos, sin dinero, imposibilitados de emprender nada, sentíamos el sofoco de los techos bajos, de la falta de horizonte –siempre limitado por un tinaco, un tendedero, un tanque de gas, un muro El silencio y los rumores del campo fueron desterrados por las voces de Los Panchos, por el estruendo del mambo o las pipas de gasolina que se anunciaban arrastrando una cadena y todo un prestigio de riqueza y bienestar En las noches en nuestra casa, guardábamos silencio, no en espera del trueno o de la lluvia, sino paralizados ante los rumores de la promiscuidad y la violencia Una violencia explicable por la frustración, los espacios reducidos, los presupuestos raquíticos, el trabajo interminable e infructuoso Muy pronto a las niñas nos cortaron las trenzas Las mujeres adultas soportaron el infierno bajo los secadores que en los salones de belleza les garantizaban el mejor ondulado “al Marcel” Mis hermanos olvidaron besarles las manos a mis padres por la mañana y pedirles su bendición al despedirse Aunque nuestras raíces seguían en el campo, empezábamos a cambiar Los menores perdimos la tierra y ganamos la escuela Los mayores padecieron sin nosotros saberlo: mi madre, por las carencias que se sufren cotidianamente en las zonas pobres de la ciudad: falta de agua, de privacía, de buenos alimentos, de espacio para que jugáramos libremente A fin de retenernos en la casa y protegernos contra los peligros de la calle, sólo tenía un recurso: relatarnos historias fantásticas o reales Mi padre emprendió su peregrinación en busca de trabajo sin estudios, sin más conocimiento que el de la tierra y ya cumplidos los cuarenta años, de todas partes era rechazado El poco dinero se acabó y la angustia lo arrojó en periodos de ebriedad cada vez más prolongados y sórdidos En sus delirios hablaba del campo, nombraba los cerros, las cañadas, los árboles que deseaba mirar Según él, cada hombre debería tener un árbol suyo, un árbol que le enseñara los ciclos de la vida y al mismo tiempo lo enraizara en la tierra Su obsesión era volver al campo, pero ¿cómo? Estaba lejos de haber amasado la fortuna con que pensaba rescatarlo y de nuestro capital no quedaban más que deudas No teníamos posibilidades de regreso La urgencia de sobrevivir lo hizo aceptar labores sin provecho ni futuro: se empleó temporalmente en la refinería, trabajo en el rastro, fue empleado menor de una tlapalería, atendió un puesto en el mercado y acabamos vendiendo las frutas y los huevos que algunas veces nos enviaban del rancho Mi madre cumplió con su deber de ayudarlo Para ganar un poco de dinero aplicó un poco de inyecciones, cosió ropa a destajo, vendió comida Hubo épocas en que tocamos el fondo de la miseria Entonces pedíamos prestado, íbamos al empeño Algunas veces, juntas, pedíamos limosna Íbamos descendiendo: aunque en el campo vivíamos muy humildemente teníamos la tierra, nuestro nombre estaba asociado a ella, su fuerza nos sostenía, su paisaje nos esperanzaba; en cambio aquí estábamos perdidos, oprimidos, solos Éramos ignorados, borrados: éramos pobres Mi padre fue desmoralizándose, consumiéndose en recorridos inútiles por la ciudad, a la que terminó por concebir como una trampa Los suspendía en ciertos momentos: cuando encontraba en su camino una semilla Entonces no le importaba andar grandes distancias en busca de un espacio dónde sembrarla Para él, los únicos pecados verdaderos eran la tierra abandonada y la semilla perdida Nunca volvió al campo, no recuperó su condición de dueño de tierra, jamás sintió el placer inmenso de alimentarse directamente con los frutos cultivados Cuando murió era vendedor ambulante, uno más entre los millones de mexicanos que salen a la calle con la esperanza de que se realice el milagro de la supervivencia; uno más entre los millones de mexicanos que simbolizan una advertencia aterradora Si me he atrevido a narrar esta historia personal es porque de alguna manera resume la de otros que llegan del campo a la ciudad Es una historia de pérdidas, de emigraciones y también de conquistas Muchos perdimos la tierra pero ganamos la instrucción, salimos del barrio a la colonia, fuimos a la universidad, saltamos del silencio a la palabra Sin embargo, éste no es un destino común Otros inmigrantes con menos fortuna –la mayoría, los que llegaron a la capital cuando estaba ya completamente agotada y era incapaz de dar alojamiento y ocupación-- viven condenados en una prehistoria que ignora el derecho a la salud, al conocimiento, al trabajo Es decir: a la libertad Las palabras, como las semillas, también dan frutos La escuela me dio las armas para ejercer el periodismo A través de él he podido adentrarme en la marginación y recoger allí testimonios de los desheredados, de los que fueron campesinos y hoy son parias, de los que fueron príncipes y hoy son mendigos Al transmitir sus demandas cumplo con el mandato de mi padre, con una obligación de mexicana: luchar por la tierra Sería difícil resumir aquí la historia de los marginados, esa multitud anónima que edifica las casas que no habita, que hace productos que no consume, que cultiva alimentos que no come, que paga una deuda que jamás contrajo ni la benefició Intentaré, en cambio, recoger el testimonio de quienes dentro y en las proximidades del Distrito Federal se dedican a la agricultura enfrentando diariamente el deterioro causado por las aguas contaminadas, por los mantos agotados, por los avances de la ciudad que asfixia a las que antes fueron tierras cultivables Es horrible saber que bajo los bloques de cemento, bajo los capas de asfalto, yace una tierra que podría dar flores y frutos Frutos para los hombres y mujeres que se han refugiado en este lugar y apenas pueden sobrevivir a la necesidad y el hambre La voz de estos sectores que representan el corazón doliente del país puede resumirse en una pregunta y en una advertencia: ¿para qué sacrificamos el campo? Para enriquecer a los especuladores, para tolerar asentamientos que más parecen campos de exterminio, para construir un escenario propicio a la mentira, para alimentar un espejismo y un sueño que de seguir así nos conducirá inexorablemente a la esclavitud, el hambre y el exterminio En este punto reencuentro la voz de mi padre Siento en la mano el puñito de tierra que nos entregó, escucho sus palabras: “Estén donde estén, por lejos que vayan, no se olviden del campo No traicionen a la tierra porque, después de todo, es nuestro único destino” Nota “La voz de la tierra no es un cuento, como los demás relatos de este libro, sino un texto autobiográfico escrito en 1985, poco antes de los terremotos del septiembre Abandonar el campo y aclimatarse dolorosamente a la ciudad fue una experiencia que marcó mi vida y determinó mi constante interés por describir las dificultades que, hoy como entonces, agobian a tantos millones de mexicanos Veinte años después “La voz de la tierra” puede, por desgracia, servir de prólogo y justificación a estas ficciones que hablan de miseria, exilio, desempleo, soledad, violencia, desarraigo, incertidumbre, búsqueda de amor y de esperanza Dedico, pues El oro del desierto a quienes padecen circunstancias semejantes a las que conocí de primera mano Ahora, al empezar el nuevo siglo, se han visto agravadas por el crecimiento de la desigualdad, la brutalidad de la vida cotidiana y la pérdida de confianza en el futuro

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