Ahí quedó, junto al ataúd de la abuela...

martes, 29 de diciembre de 2009 · 01:00

CULIACÁN, SIN.- Su padre hubiera querido sepultarlo junto a su madre. Ella también se lo había rogado: “que nos entierren juntos, en la misma sepultura”. Y él mismo advertiría en una ocasión: “Mi ataúd, junto al de mi madre, allá arriba, en la sierra, en lo alto, en La Palma, municipio de Badiraguato”.

Era conocido como Arturo Beltrán Leyva, El Barbas, El Botas Blancas, El Jefe de Jefes, aunque su acta de nacimiento también registra el nombre de Marcos.

Llega en su traje de madera grande, lujoso, café, rectangular, al Aeropuerto Internacional de Culiacán, en el vuelo 7466 de Mexicana de Aviación, que arriba a las 18:00 horas del día 19.

Lo reciben algunos parientes, pocos. Y también los militares, muchos, cerca de un centenar, apostados en todos lados, manchando de verde olivo todos los rincones de la terminal aérea.

En las salidas esperan el personal y una carroza de la empresa Moreh Inhumaciones. Luego del papeleo de rigor, el ataúd es llevado a la carroza, y de ahí al velatorio. Tras la breve fila del cortejo y en los cerca de cinco kilómetros de camino, van los militares en varias unidades, algunas de las cuales son camionetas de modelo reciente.

En la funeraria, ubicada en el bulevar Emiliano Zapata, casi esquina con Álvaro Obregón, se instala otro operativo. Los militares tienen puntos de observación y revisión, retenes, en todos los accesos, pero sobre todo en el principal. Los vehículos que circulan por ahí –al igual que las personas– son detenidos y revisados, aunque su destino no sea el velatorio.

Unidades artilladas, conocidas como Humvee y Hummer, además de camionetas y camiones, asoman por los alrededores. Los militares son altos y jóvenes. El oficial que parece dirigir el operativo dice desconocer todo: no sabe el destino del cadáver, la hora de la misa, el momento en que los relevarán o se llevarán el ataúd. No está informado de nada. Es un tipo alto y accesible, pero de pocas palabras. Luce una escuadra colgando de su muslo derecho, y en ocasiones, después de bajar de la camioneta aparentemente blindada, con doble cabina y antena en la parte superior, empuña una ametralladora MP-5.

“No sé. No sé nada. Estoy como ustedes. No sé: sólo espero órdenes.”

 

Pocos hombres

Alrededor de las 20:00 horas ya está instalado en el velatorio. Le han dado las salas centrales, las que tienen paredes plegables para ampliarlas si hay más gente, si no caben las coronas o si tienen que oficiar misa. El nombre lo dice todo: Salas Premier.

Hasta ahí llegan los arreglos florales: monumentales, monstruosos, con cientos, miles de flores. Las rosas rojas predominan, pero también hay lirios blancos y otras flores amarillas.

Dos de estos arreglos parecen manos, uno de los cuales es cargado por cerca de 10 hombres. Avanzan rápido sobre el bulevar Zapata para que rinda el esfuerzo. Se gritan: “¡Así, así, abajo, un poco más, empuja, sale de allá”. Y al fin logran meter uno de ellos. El otro no cabe en la sala, donde ya suman cerca de 30 arreglos que parecen imponentes mausoleos policromáticos. En los pasillos hay otra docena. Y afuera varios más.

Muchas de estas ofrendas no tienen nombres en los listones. Algunas, sólo dedicatorias que contienen mensajes religiosos y cariñosos, como aquel que dice que Marcos Beltrán fue siempre “como un padre”, y los que rezan: “Dios te bendiga”, “Botas Cuadra” o “De tu amigo El Parrita”. Tienen un costo cercano a los 40 mil pesos. Pero la mayoría son remitentes discretos sin rostro, nombre ni apellidos.

Las pocas bandas de color negro engrapadas a lo ancho de las coronas han sido retiradas por una mujer. Lo único que se percibe es que hay miedo, un denso ambiente de miradas esquivas, ojos que esculcan, rostros que se agachan, como rezando, y se pierden entre los visitantes. Tantos y tan pocos en las Salas Premier.

A pesar de que hay mucho movimiento, van y vienen coronas, arreglos, empleados de la funeraria y de florerías, los hombres no llegan porque, desde hace mucho, los velorios de supuestos sicarios en Culiacán sólo son visitados por mujeres de siluetas corvas, vestidas de luto, que sufren en sillones negros y acojinados.

La visita de un hombre puede marcar su destino. Invariablemente lo señalan e involucran en actividades del narco. Queda marcado en el reporte de la policía o del Ejército, o en el informe de los capos rivales. Hay casos de jóvenes que fueron “levantados” en pleno funeral y que aparecieron muertos. Todo por haber asistido. Alimento para las listas negras. Expedientes que terminan donde empezaron: los sepelios.

 

Mujeres sonrojadas

 “Parece mentira, pero es cierto: el hecho de que estén aquí los soldados ha generado confianza; por eso ha venido gente; porque están aquí, se corre la voz, y entonces deciden venir… pero son menos, mucho menos de los que querían venir, y más de los que esperábamos”, dice con voz apurada, temblorosa y aparentemente franca, un pariente cercano de Marcos Arturo Beltrán Leyva.

Se ha hecho cargo de todo: acompañar a la hermana del capo al Distrito Federal para identificarlo. Y luego a las hijas y otros familiares, a recibirlo al aeropuerto. Para en seguida permanecer atento en la misa, los arreglos, las escasas visitas, el cementerio, la cripta.

Se le pregunta si es ese el ataúd de 1 millón 200 mil pesos que apareció en los diarios, chapeado en oro; pero él dice que no, que es lujoso y caro, pero no a ese nivel. “Ése vinieron y lo ofrecieron, pero no, ya quedamos en ese, el que traía desde allá, que formaba parte del paquete de traslado y todos los servicios que otorgó la funeraria”.

Cerca de un centenar de mujeres están en misa. Antes de salir, de soltar el ataúd, lloran. Le gritan. Alguien pregunta por qué. Otra dice que lo ama, que siempre será así. La mayoría se sonroja. Los pocos niños se acercan y abrazan la caja.

Dos hombres jóvenes, ni siquiera treintañeros, apenas se asoman, musitan algo y se van, mientras que los del Ejército toman fotos del lugar y un civil fotografía a los periodistas. Un grupo de mujeres, aturdidas por el dolor, pero engalladas, van y piden a los reporteros retirarse. Aunque los comunicadores han permanecido en los pasillos y afuera del edificio, las mujeres dicen “por favor”, y luego, enérgicamente: “Ahorita, es por favor, ahorita… retírense, respeten, déjennos en paz”. Son unas siete. Todas de negro, en bola. Y así se regresan. Compactas.

 

El cortejo

El cortejo empieza a eso de la una de la tarde. Una carroza sale de pronto, cuando se abre uno de los portones, con una patrulla militar detrás. Es un señuelo, pero nadie cae. A los pocos minutos regresa la unidad del Ejército y permanece casi escondida, en otra esquina, a pocos metros.

En seguida parte una carroza más, y entonces sí abren paso los militares y luego, entreverados en cinco vehículos de lujo de los familiares, avanzan hacia el cementerio Jardines del Humaya, ubicado en la salida sur de la ciudad, un panteón con mausoleos que parecen residencias, castillos, fincas de descanso: con vidrios blindados, aire acondicionado, balcones, salas, sillones, plantas de energía eléctrica, granito, mármol, cantera y ornamentaciones de lujo.

El cortejo avanza por la avenida Obregón, la principal de Culiacán, hasta la Calzada de las Ciudades Hermanas; luego, por la avenida Heroico Colegio Militar, hasta llegar al camposanto.

No hay banda musical ni grupo norteño, narcocorridos, tambora, y poco, muy poco tiempo queda para el reconfortante llanto colectivo. Tampoco tramos a pie, tocando la carroza y el atuendo café de la caja de madera. Todo es rápido, instantáneo. Exequias fast-track y con apenas lapsos para tomar agua y refrescos servidos por los meseros contratados por la familia, para llorar mientras cae lentamente el ataúd en la cripta familiar, dejar acomodados, suavemente, los arreglos florales a los lados, en la cabecera, y partir. Partir ya. Así, a solas, aprisa, sin sus hombres, los hombres. Rodeado de mujeres de negro, altivas, sufridas y tristes.

Su padre quería llevárselo allá, a la sierra. Él mismo, en vida, les pidió que si moría, si lo mataban, lo llevaran a su casa, su tierra, en el panteón de la serranía, donde está su madre, en La Palma.

Pero ellas no quisieron. A la hora de decidir decidieron: se queda aquí, con su familia, junto al ataúd de la abuela, en la cripta de la familia, para tenerlo cerca y llorarlo en Culiacán.

Es decir, en la ciudad que, con cerca de mil 200 asesinatos este año, desde hace tiempo libra una cruenta guerra que ya se ha extendido a casi todo el país. l

 

* Reportero del semanario sinaloense Riodoce y autor del libro, de reciente aparición, Miss Narco, belleza, poder y violencia.

 

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