Fallece el coleccionista de arte Ricardo Pérez Escamilla
MÉXICO, DF, 9 de noviembre (apro).- El investigador y curador de arte Ricardo Pérez Escamilla falleció ayer por la tarde a la edad de 79 años por causas naturales.
Creador de la Biblioteca de Arte Mexicano Ricardo Pérez Escamilla (BARPE), que él formó en su domicilio de la colonia Tabacalera, el curador fue velado hoy en la agencia Gayosso de la calle de Sullivan, informaron vía correo electrónico sus colaboradores de la biblioteca.
El promotor cultural y coleccionista dedicó gran parte de su vida a rescatar, documentar y difundir el arte mexicano. La BARPE es considerada una muestra de ello. Contiene más de diez mil títulos sobre el arte mexicano de los dos últimos siglos y está abierta a investigadores, artistas y público en general interesado en el arte.
Apenas en septiembre pasado, Proceso (1770) dio cuenta de la última exposición organizada por él como curador e investigador. La muestra ¡México, México, México! Códice de nuestros símbolos patrios, que estuvo expuesta en el marco de las conmemoraciones del Bicentenario de la Independencia y Centenario de la Revolución Mexicana en las plazas Tolsá, ubicada en la calle de Tacuba, frente al Museo Nacional de Arte, y del Palacio de Bellas Artes, en avenida Juárez y Eje Central, en el Centro Histórico.
Reunió más de cien reproducciones de obras de artistas mexicanos, colocadas en biombos en formato digital. En aquella entrevista explicó que le tomó diez años de investigación prepararla. Y expresó también su visión de la cultura mexicana:
“Nosotros no somos un país de armamentos militares, somos un país de cultura, todo lo hemos defendido con nuestra cultura. Imagínate cuando llegaron los españoles a México, con los bergantines, los caballos, los semidioses de ojos azules y piel blanca, las armas de fuego, ¿no hubo un Cuauhtémoc que resistió con nuestra cultura? El baluarte, el arma de México es la cultura. No somos un país de bombas atómicas, somos un país humanista.”
Sobre el deceso del investigador, la directora del Instituto Nacional de Bellas Artes, Teresa Vicencio, dijo en un comunicado:
“Es una irreparable pérdida para la vida cultural del país; deja un enorme vacío en el estudio de la plástica mexicana. Me unía una fuerte amistad con Pérez Escamilla, con el coleccionista, el investigador, el promotor cultural, pero sobre todo con el gran ser humano que fue”.
Fue curador de innumerables exposiciones, entre ellas, Diego Rivera, ilustrador; Estética socialista en México en el siglo XX; Raíces iconográficas. Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, y Los tesoros de la Casa Azul, la vida de Frida (2004) y Retrato de Diego, por Frida (2008).
A propósito de esa última muestra, el curador publicó en Proceso (1680), el ensayo Diego y Frida /Transgresores /Frida y Diego, inédito en ese momento, el cual se reproduce a continuación:
Diego y Frida /Transgresores /Frida y Diego
El retrato de Diego por Frida Kahlo es mucho más que una imagen. Es, ante todo, el testimonio de amor de una pareja de creadores mexicanos que con su obra y su vida cimbraron, durante la primera mitad del siglo XX, los pilares estéticos y morales de una sociedad que, como la mexicana, andaba a caballo entre las innovaciones de la Revolución y el legado decimonónico del porfiriato.
Es por lo anterior que, además de esposos y cómplices, Diego y Frida se constituyeron en los transgresores, por vocación y convencimiento, de México. Con su decálogo de transgresiones, no dudaron en enfrentarse a los arquetipos, cánones, estereotipos y tapujos propios de su tiempo al cuestionarlos constantemente en cada una de sus acciones y de sus obras para demostrar que la libertad humana no es potencia, sino un acto que está al alcance de todo aquel que decide, de una vez por todas, ser libre.
Esta postura de Frida y Diego no es un asunto baladí, menos aún en un medio como el nuestro que, presumiendo de ser muy moderno y vanguardista, se muestra incómodo cada vez que se ve forzado a echar mano de la palabra “transgresión”, término al que, sea dicho de paso, atribuye una connotación perniciosa cuando en realidad carece de ella.
La trasgresión no es positiva ni negativa, tan sólo es. Y a fuerza de ser sinceros habría que reconocer que es un factor de cambio, que gracias a ella la humanidad ha transformado con el devenir de los siglos sus maneras de pensar y de vivir. Ahí están, entre otros, Cristóbal Colón, navegante incansable que con sus viajes amplió los horizontes de Europa abriéndole la puerta que en gran medida le dio su grandeza; Galileo Galilei y Nicolás Copérnico, astrónomos que demostraron científicamente la validez del heliocentrismo; Renato Descartes, quien separó definitivamente el conocimiento científico del teológico; sor Juana Inés de la Cruz, reivindicadora de las capacidades y habilidades intelectuales de las mujeres novohispanas; Diego Velázquez, artista español que revolucionó el tratamiento de las atmósferas y las luces en la pintura; Charles Darwin, quien brindó a la sociedad una explicación racional del origen del hombre; Pablo Picasso y su manera tan peculiar de defragmentar la realidad al plasmarla en el lienzo.
Cada uno de ellos fueron hombres y mujeres que, con sus respectivos pecados, quebrantaron el orden de su tiempo para demostrar que había algo más allá de lo que el común de sus contemporáneos era capaz de percibir. Nos referimos a espíritus libres que han ido un paso adelante y que, al darlo, en la mayoría de las ocasiones sólo han sido valorados de manera póstuma, cuando la pátina del tiempo ha demostrado la valía y validez de sus acciones e ideas.
Por el contrario, Diego y Frida fueron la otra cara de la moneda, pues representan a los transgresores que no han tenido que morir para inmortalizarse; son los infractores que en vida fueron reconocidos por innovar, por mostrar lo mexicano de un modo diferente y digno, por ver la tierra virgen donde los otros observaban muerte y destrucción, por abrir brecha y estar a la vanguardia de la regeneración de un país que acababa de dejar las armas.
Sin embargo, nuestros artistas no pueden ser considerados como transgresores que nacieran por generación espontánea, como tampoco fueron dados a luz por una matriz etérea e impalpable. No, Diego y Frida son producto del tiempo y las circunstancias que les tocaron vivir: las de una nación que se debatía en una encrucijada; que deambulaba, a veces de manera errática y otras con paso firme y seguro, entre las cenizas porfiristas y las promesas revolucionarias, entre los grandes anhelos de transformación social y la cruenta realidad de un erario yermo.
Entre las cenizas de la vorágine revolucionaria, Diego y Frida vislumbraron en el suyo un momento privilegiado de la historia de México por ser fuente inagotable de retos y posibilidades. Habrá que recordar que fueron los artistas y creadores de ese tiempo quienes se dieron a la tarea de forjar un espíritu nacionalista buscando, descubriendo y redescubriendo lo auténticamente mexicano; escudriñando en los cajones del pasado para encontrar las raíces, el fundamento del nuevo ser nacional. Así, la pareja se concretó como consecuencia de una realidad donde la lucha política, la primera gran trasgresión del siglo XX, dejaba una puerta abierta para subsecuentes infracciones e infractores.
El Retrato de Diego por Frida también remite a quien lo observa a las diversas formas como ambos irrumpieron más allá de los límites aceptados de su época, se manifestaron de diversas formas y alcanzaron distintos horizontes. Al compenetrarnos en su vida, encontramos quebrantamientos en lo público y privado, en lo estético y político, en lo sexual y en lo moral, en lo arquitectónico y existencial. Así, es posible afirmar que como individuos y pareja hallaron un peculiar goce al hacer de la trasgresión un modo de vida.
La desobediencia a las convenciones sociales fue, a la par, un camino que no sólo les dio fama tanto en México como en Estados Unidos y Europa, pues también les permitió cincelar una mitología personal en la que resulta evidente que Diego, más que Frida, se regodeó al poder dar rienda suelta a una imaginación desbocada y provocativa que le llevó a afirmar lo mismo que acostumbraba comer tamales de niño o que era hijo de los zares de Rusia y descendiente de los habitantes de la Atlántida, que escribir la frase “Dios no existe” en su mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda, o presentarse en público portando un bastón de Apizaco.
Sobre el último aspecto, vale la pena hacer una observación. Pese a que el artista guanajuatense no tenía necesidad de él, lo usaba por el significado que entrañaba, pues lo mostraba a los demás como un guía que, afín a la usanza mesoamericana, portaba un bastón de mando para dejar en evidencia a propios y extraños de su jerarquía. Era así como Rivera perturbaba a las “buenas conciencias” y manifestaba el liderazgo que ejercía como artista, figura pública y luchador social.
(...)
Retrato de Diego por Frida es una muestra única por los materiales inéditos que presenta, auténticos aparadores de los mundos internos de nuestros creadores; pero también porque al conjugar lo novedoso, como los bocetos del mural Historia de la medicina en México. El pueblo en demanda de salud, con lo viejo, lo ya conocido, como las vestimentas de Frida, es factible brindar una visión más contemporánea y vivificante del conjunto de sus creaciones.
Esta es, pues, una ocasión que tenemos para dialogar con el pasado y cuestionarlo: para ver el reflejo de una obra que, aparentemente, nos había dicho todo cuanto nos tenía que decir, en el aspecto de la novedad, de esa parte de ella misma que estuvo silente y expectante por casi 10 lustros y que ahora está ansiosa por ser contrastada con lo pretérito para revelarnos más momentos de ese decálogo de transgresiones que se halla contenido en Retrato de Diego por Frida.”