El cancerbero del sexo

viernes, 26 de febrero de 2010 · 01:00

Infierno

“Me siento como en el infierno y yo soy el único que tiene la ley sabiendo que en el infierno no hay ley. Todos hacen lo que quieren. Se drogan. Tienen sexo. Siempre.”

Eso dice Iván como si la luz de neón fuera fuego y él un cancerbero del deseo. Él se encarga de repartir los boletos entre las chicas que salen de los “privados”. Él cuenta los cinco minutos de fugacidad de los “clientes” con las bailarinas. Él las ve “borrachas, drogadas y cogidas”.

Iván es un tipo con ojeras profundas, desgarbado. Hosco con la clientela pero delicado con las mujeres. Es el capitán de un reservado bar al sur de la ciudad de México. Cuenta que ellas son muy reservadas, sobretodo las extranjeras. “No se sienten en su pueblo para poderse descarar”.

Iván estudió computación pero prefiere catar mujeres. En ocho años han pasado por sus manos mujeres de nacionalidad argentina, checa, brasileña, turca… “Todo el tiempo las estoy viendo (a las bailarinas). No puedo estar con ellas. Eso es muy duro” confiesa. Reloj en mano es el cronómetro de las bailarinas. “Tiempo mi niña”, le dice a una rubia que rápidamente se ajusta su vestidito y un antifaz salpicado con diamantina morada.

—¿Otro boleto caballero?

—¿De a cuánto?

—200 pesos caballero, por el placer de tener a Sofi.

Detrás de la mampara Sofi lo anima. Le pone la mano encima de la bragueta.

—Ándale, te va a gustar— anticipa.

Su pantomima erótica provoca erecciones entre los solitarios asistentes. Ella bate su trasero a ritmo de convulsiones. Coquetea. Roza las entrepiernas con su cabeza. La mayoría de los hombres tiene manos inexpertas y ansiosas. Ellos pellizcan los senos, persiguen su aroma. Ella cobra. Ellos pagan.

“Vamos a agarrarnos a una buena bestia”, se regodean un par de mujeres con las cejas delineadas. Son Paula y Paris. Su voz huele a tabaco adulterado con vodka. Entre las mesas son valquirias que acechan a su cliente y luego le ofrecen su cuerpo.

Paula le pidió a Juan Carlos dos mil pesos por “tirársela” en un hotel. Ya compró tres bailes privados. Sus manos están manchadas de diamantina y su lengua probó la línea de sudor que se empantana en medio de sus “tetas”.

Según Paris, una “chica de variedad” es el sueño de todo hombre. Por las noches intercambia el delantal por los tacones altos. “Después de las 8 de la noche somos muñequitas de fantasía y antes de esa hora somos amas de casa”, resume.

Iván dice que la mayoría del tiempo va gente muy adinerada. También revela que la Exposexo sirve para intercambiar modelos exóticas. Una suerte de supermercado ilegal donde los dueños de los bares ofrecen salarios que van de los 30 mil a los 50 mil pesos mensuales.

Detrás del biombo que separa la estridencia de los “guagüis” Brenda esnifea cocaína con una cucharita tan delicada como sus uñas postizas. Aspira. Después guarda el dosificador en su diminuta bolsa, donde se revuelve con los boletos que lleva acumulados. Iván lo tolera, en el infierno no hay reglas.

En una noche normal Brenda junta entre 20 y 30 boletos. Por cada uno le reembolsan 100 pesos, son las 6 de la tarde y ya cuenta más de 25. Se le perturba la mirada y balbucea: “Pues si, todas somos unas putitas, queramos o no, somos putas”.

Justifica el cerbero de Lucifer: “Siempre al terminar me quedo un momento con ellas y lo único que escucho es que están hartas de esto. Pero es por necesidad”.

Limbo

Su sexo está húmedo. Su entrepierna brilla. La cámara hace un extreme close-up. Su vagina adquiere las dimensiones de tres pantallas gigantes. En su piel ondulan los reflejos rojizos. Con ese contoneo se presume como sibarita del deseo, del baile y del sexo.

Una fila de solitarios aguzan su mirada en el pecho de las mujeres. Algunos hombres se acercan discretamente a rozar traseros con el dorso de su mano. Los focos azules dilatan sus pupilas. Líbidas. Perversas. Sus labios se entreveran como esperando un beso.

Una malla hace rombos en su piel acanelada. El lunar en su glúteo derecho se ilumina con el flasheo indiscreto de las cámaras. El pubis depilado, terso. Su tanga que sostiene al mundo. Sus tacones que son anzuelo de la fantasía. De su cintura cuelgan las herramientas propias de la construcción. Entre los hombres apuntan miradas con lujuría desatendida.

—¿Te sirve chiquito o lo quieres grandote?— le gritan, refiriéndose al desarmador en su cintura.

Su poca ropa lame la pista de atrás para adelante y de un lado a otro. La luz tenue desdibuja las estrías y la celulitis. Sus pechos rugosos se adhieren al tubo enclavado en el Palacio de los Deportes. En las mesas, los vasos no tintinean porque son de plástico. Poca bebida y mucho hielo, dicen.

“Mia Fox” se deja tocar “mientras no le falten el respeto”. Tiene una hija de 8 años. Gana en 30 mil y 40 mil pesos al mes. Utiliza un vestido color mamey que revela su entallada gordura. Dice que algunos hombres son muy “enfermos”, y confiesa que es la primera vez que baila en lo que presume ser el “table dance más grande del mundo”.

En los asistentes abundan las corbatas desanudadas y esa mirada de quien pasa más de ocho horas sentado frente a un monitor.

—¿Y sí son de a de veras?— inquiere un cliente.

—Tócale cielo— le dirigió Mia con sus manos perdularias.

“René” tiene un niño de 5 años. Piensa que los hombres son arrogantes. Dice que es modelo pero le ofrecieron bailar por única ocasión. Gana entre 40 y 50 mil pesos al mes. Los flashes revelan las cicatrices de sus múltiples operaciones: una mamoplastia y una lipoescultura.

—Qué ricura, esto no se ve en las películas porno— confiesa un asistente con mirada invasiva y perversa. Sus pómulos cacarizos se iluminan con la luz de las tramoyas. Utiliza una playera polo tan deslavada como sus ilusiones. Sus zapatos tienen el mismo color que los charcos de agua sucia.

Algunos de los solitarios se resignan al onanismo en alguno de los baños públicos. Otros se restriegan con los codos debajo de la mesa. Quien puede paga 200 pesos por un baile privado en medio de los gritos de pe-los-pe-los y las cámaras voyeuristas y las soledades rijosas. 

Con los oídos reventados por la estridencia del lugar un grupo de amigos corre de pista en pista con el teléfono celular en la mano. Exigentes comentan: “Guanga pero ya qué. Mientras más chapotee mejor.”

Se desconoce cuánto dinero mueve hoy la prostitución en México, pero la trata de personas, un problema asociado al table dance, genera ganancias anuales por 9 mil 500 millones de dólares y según un informe de la ONU “está conectada al lavado de dinero, al narcotráfico, a la falsificación de documentos y al tráfico ilegal de personas”.

El 18 de febrero de este año el senado de la República catalogó la trata como una de las “conductas más crueles que existen en la actualidad” y reconoce que es un negocio redituable a nivel mundial. Tan solo la Organización Internacional del Trabajo estima que el número mínimo de personas víctimas de explotación laboral y explotación sexual como consecuencia de la trata de personas es de 2.5 millones a nivel mundial.

Cielo

“Lluvia” promueve productos sexuales al mismo tiempo que exhibe su cuerpo. Con una mano detiene los dedos inquietos que no dejan de frotar sus pezones. Con la otra sostiene Retardex “un liquido eficaz para retardar la eyaculación”. Las instrucciones en la caja son precisas: “Moje la yema de su dedo índice y aplique en el glande 5 min. antes de la penetración”.

Son productos con efectos tan falsos como los penes de chocolate. “Lluvia” no se moja, ni abre los productos. Detrás de ella un grupo de mujeres adulteradas bailan con sombrillas plateadas y sombreros de bombín. “Lluvia” se deja fotografiar con sus aureolas al aire, su vientre, su naturalidad.

En los pabellones de la Exposexo se venden dildos tan grandes como el optimismo de una pareja que pregona: “Mi novio la tiene más grande que esa chingadera”.

En otras tiendas grupos de amigas auscultan penes de plástico y consoladores discretos en colores chillantes. Algunos hombres dudan sobre la textura de vaginas de plástico que son réplica de las estrellas porno del momento. De las que bailan en el escenario.

La publicidad tiene un despliegue casi infinito. Un conglomerado que abarca revistas, agencias de modelo, franquicias de juguetes sexuales, distribuidoras de películas, canales para adultos, páginas web, productoras de películas XXX, moteles, bares y table dance. Son parte de un industria millonaria que involucra autoridades, traficantes y clientes. Mafias trasnacionales.

En el infierno, Iván está contento. Tal vez esta noche enmiende su corazón. Dice que sale con una bailarina. “En el fondo son más abiertas”, asegura. En el limbo, ellas bailan como marionetas. En el cielo, Exposexo 2010 se anuncia en los espectaculares de las principales arterias del Distrito Federal. En el metro. En los parabuses. En la radio. En la prensa. Y no importa, nadie se condena por vender placer.

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