El misterioso caso del petrolero errante

jueves, 4 de febrero de 2010 · 01:00

MÉXICO, D.F., 4 de febrero (apro).- A Gertrudis Méndez, la lucha social le entró por un sueño. Caminaba desnudo por Huimaguillo, Tabasco, dice. La calle era tan ancha como las grietas de su frente, pero no se comparaba con la cantidad de sanitarios que había: “Tenía ganas de hacer mis necesidades y vi que las construcciones nuevas eran puros baños pero no tenían puerta”.

El techo del baño recortaba un rectángulo de cielo azul. Los muslos de Gertrudis sobre la loza eran tensos como cables. Un rumor confuso atravesaba los ladrillos grises, como de obra negra: “Me senté en la taza, vi que venía un carro colorado, así como la banda del carro rojo, igualito, ni más ni menos”.

El coche rojo se estacionó frente al sanitario, agresivo, haciendo una nube de tierra bajo las ruedas. De la oscuridad salió una vieja con un vestido tan azul como el cielo de Huimanguillo. Sus facciones eran impasibles pues apenas un rebozo negro le dejaba ver la boca.

—¿Qué haces?—le dijo la anciana.

—No entres abuelita porque estoy desnudo—contestó Gertrudis.

—Si no voy a entrar, vengo a darte una encomienda que me mandaron dejarte.

—¿Qué encomienda abuelita?

— Tú trabajas mucho y te deben un dinero que no te quieren pagar.

—Pero si yo soy el que debe.

—No, no, no seas necio, me mandaron a una encomienda y tienes que cumplir.

Aquello fue como una sentencia de muerte, según Gertrudis. Entonces su memoria se desgajó como un cerro de recuerdos.

—Acuérdate quién te debe— le increpó la anciana.

—El único que me debe es Carlos Alemán, con el problema de la demanda laboral, pero eso ya lo olvidé, meterme con esa gente es perder tiempo, ya llevo más de 10 años…

—Ese es, lo vas a ganar, pero tienes que pelear— lo interrumpieron sus manos decrépitas.

—No, yo no me meto a esas broncas, no tengo dinero, mis hijos están estudiando y lo que hago es nomás para ellos, yo no tengo dinero pa’ pleito, pa’ buscar abogado menos y hasta la ciudad de México menos.

—Por dinero no te preocupes. ¡PÁRATE!— le dijo con un eco de ultratumba.

—Pero estoy desnudo, abuelita.

Con un velo de polvo en las pestañas Gertrudis se levantó de la loza. “Cuando me paré me di cuenta que tenía como una faja de bejuco encima, eran como trenzas de pan grandes, estaba todo cubierto”, asienta.

—Eso te va a proteger y nadie te va a hacer daño, nadie—reiteró la vieja mientras regresaba al automóvil colorado.

En pleno día, Gertrudis despertó con la cabeza pesada y las piernas flojas. Su hijo estaba en la cocina colando el café que borboteaba en la parilla. Era inexplicable pero él sabía que tenía que luchar por sus derechos. Desde ese sueño.

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Un resumen ministerial diría que Gertrudis Méndez nació en Huimaguillo, Tabasco, a 747 kilómetros del Distrito Federal hace 58 años. Creció con los tímpanos inflamados por los gritos de su tío. A su madre la conoció solamente en una fotografía. Después, huyó de la violencia doméstica.

Empezó a trabajar a los 12 años pelando papas, espulgando frijoles y cociendo arroz para sus compañeros. Con sus habilidades culinarias se fue dando cuenta que el patrón no quería darle carne a la gente, “los negreaba pues”, dice.

Gertrudis era un debilucho y por eso no lo dejaban llenarse las manos de petróleo. Como cocinero en los años sesenta le pagaban 10 pesos diarios. “Me hice macizo y deje la cocina, me metí a acondicionar brechas, se corta el monte y se hace una calzada para que pase la maquinaria, después a los 18 años entré al área de perforación.”

Gertrudis trabajaba para la compañía sismológica CAA S.A., una ex empresa contratista de Pemex que perforaba pozos en toda la costa del Golfo de México. A la fecha la compañía cambió de nombre y no liquidó a ninguno de sus 840 trabajadores.

“Metíamos la dinamita debajo de la tierra para perforar. Metíamos 15 kilos de explosivos y así localizábamos los pozos”, narra como si entre las manos tuviera un picahielos gigante que le hace heridas a la tierra.

“Detrás de nosotros venían los gringos con equipos para explotar la dinamita, revelaban la profundidad y hacían un plano para localizar el petróleo, cuando sabían que había petróleo le ponían una base de concreto y la numeraban”, cuenta Gertrudis.

Cada día la cuadrilla de trabajadores cavaba entre cuatro y cinco pozos. “A veces ni nos querían pagar, a puro pleito. A veces nos daban un abono, nos engañaban con prestamos, nos decían que no había dinero, puras triquiñuelas para no pagarnos”.

“En 1986 nos quedaron debiendo tres meses de salario”, recuerda el petrolero como si todo ese magma pegajoso lo empujara con furia. Finalmente, la huelga estalló en diciembre de ese año.

Durante 10 años un hombre llamado Aureliano Sánchez los intentó organizar en Tabasco, pero murió de un embrujo, asegura Méndez. Aureliano les recogía entre 100 y 300 pesos cada semana para pagar los servicios de un abogado que arreglaría su situación. ¿Su nombre? Fernando Alfredo Cortés Velásquez.

Bajo el nombre de una asociación civil el abogado Cortés tomó el poder de dominio. Gertrudis asienta: “nos hizo firmar carta poder para que pudiera pelear nuestro derecho, entonces como nosotros somos gente de trabajo, no sabemos nada laboral”. Y se resigna: “Ahí es donde ellos se encerraron, hicieron su movimiento y nos estafaron”.

Entre el legajo de documentos que carga Gertrudis existen decenas de recibos desgastados que lejos de ser pruebas son el motor que impulsan a los compañeros de Gertrudis a esclarecer la estafa.

—¿Por cuánto dinero están peleando?—se le pregunta.

—Son 86 millones 909 mil pesos entre muebles e inmuebles. Éramos 840 trabajadores, pero muchos ya murieron, casualmente la Junta de Conciliación y Arbitraje nos dijo con dolo y mala fe que tenían que firmar los 840 obreros, y si no firman todos, no podemos cobrar—testimonia.

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Con el tedio de quien repite un nombre muchas veces Gertrudis Méndez prefiere referirse a Fernando Alfredo Cortés Velásquez como “ese señor”. En la averiguación previa FDF/T/T3/730/09-08 el abogado desconoce a Gertrudis Méndez Hernández como un extrabajador de la empresa CAA S.A.; también acepta que el número de cuenta que mencionan le pertenece, pero niega cualquier depósito a esa cuenta.

“Ellos nunca se entrevistaron conmigo, no conozco a dichas personas y menos les dije algo, por lo anterior nunca pude engañarlos y mucho menos obtener beneficio económico, si como afirman ellos depositaron en mi cuenta, nunca lo hicieron con mi conocimiento y autorización, pues no los conozco y jamás he hablado con ellos”, asienta el expediente.

Según la diputada federal del PRD, Magdalena Torres, la Junta de Conciliación y Arbitraje, sin base legal, reconoció a Fernando Cortés como representante legal del sindicato. Señala: “el abogado, en clara maquinación para defraudar los derechos de los trabajadores recibió las facturas de parte de la Junta” y denuncia: “en el expediente no aparece referencia a la entrega de escrituras por lo que hace a los bienes inmuebles”, valuados en 86 millones 909 mil 671 pesos.

En noviembre de 2009 la legisladora Magdalena Torres propuso un punto de acuerdo: “Se exhorta a la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje y a la Procuraduría General de la República, en el ámbito de sus respectivas atribuciones, a que agilicen los procedimientos para que a la brevedad los trabajadores de la extinta empresa CAA S.A., recuperen los bienes y se proceda penalmente en contra del siniestro abogado Fernando Alfredo Cortés Velásquez y sus cómplices.”

Según la diputada “la esencia del problema, es que a la fecha el abogado en un acto delictuoso dispone, como si fuera propietario, de los bienes de los trabajadores. Los cuales no han recibido ni un centavo de lo que en derecho les corresponde”.

“Tal es licenciado Cortés no está tan seguro de su atraco, que continúa con operando mediante algunos trabajadores incondicionales que le informa de cualquier movimiento de los trabajadores”, puntualiza.

Para la abogada de los trabajadores, Norma Amezcua, la situación laboral de ellos es una gangrena que se extiende por todo el país. Es un infierno viscoso que salpica a todos los trabajadores. “Urge reformar el Código Civil Federal, para impedir que la conducta delincuencial pueda permitir un medio válido para obtener la propiedad de un bien”, plantea.

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Cuando Gertrudis llegó a la ciudad, sin querer, ya era un inmolado. Metía las manos al petróleo por sus compañeros. Como con aires litúrgicos Gertrudis dice: “Sólo Dios nos da dinero, nos ayuda a seguir adelante porque las escrituras dicen: ‘sean de doble ánimo hijos míos, porque si un ánimo se desvanece el otro se levanta’”.

Gertrudis calcula que desde Tabasco hasta la Ciudad de México ha recorrido más de 149 mil 400 kilómetros. O sea más de 200 viajes.  Trae consigo el cansancio de los juzgados donde todos los días sus manos parlotean, resignadas.

Que él no está aquí por dinero, dirá. Que soñó con una vieja decrepita y que era la muerte. Que ya se cansó de que nadie le haga caso. Que de todos modos todo lo que le pasa es designio de Cristo. Que no le da miedo morir, pero igual moriría en la lucha. Que si hubiera aprendido a leer y escribir no le hubiera pasado esto. Que si…

La situación de Gertrudis suena a cliché pero es moneda corriente. Desde hace mucho algunos diarios recopilan historias de trabajadores, que por tanto trabajar, se quedaron sin trabajo y sin liquidación y sin las garantías mínimas que el Estado debe(ría) ofrecer a sus trabajadores.

Con el sigilo de quien es testigo de la impunidad, la injusticia, el poder y el analfabetismo, Gertrudis espera ante un puesto de periódicos que publican en sus portadas a una caterva de políticos y líderes sindicales que se enriquecen inmoralmente a costa del trabajo ajeno.

Hay un viento rampante en el Centro Histórico. En la azotea de un edificio del SNTE, en la calle de Belisario Domínguez, apenas se escuchan los ruidos callejeros: la digestión de los camiones, el claqueo de las secretarias, el silbato de los policías. Gertrudis tienta sus trusas que están a la altura de las cúpulas despostilladas. 

Hace lo de todos los días: esperar. Intenta que alguien le resuelva su caso. Espera sentado mientras una catarata se le extiende por el ojo derecho. Espera con un sello. Fotocopias. Otro sello. Recibos. Folders. Averiguaciones previas. Copias. Legajos de documentos que no hacen sino cansar los nudillos de Gertrudis.

En el fondo algo le fustiga, una voz le repite: tienes que luchar por lo que es tuyo. “Tenemos que seguir adelante en la PGR. Nada. No hay de otra. Tengo que cumplir el sueño”. 

A esa altura la mañana bosteza con lentitud. En los juzgados. Gertrudis empezará a hablar de su sueño.

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