Armando Herrera: El teatro del rostro

miércoles, 17 de marzo de 2010 · 01:00

MÉXICO, D.F., 17 de marzo (Proceso).- El Fondo de Cultura Económica puso en circulación un volumen que recoge las imágenes de la gente del espectáculo en México a lo largo de 60 años, obra de Armando Herrera. María Félix, Agustín Lara, Cantinflas, Jorge Negrete, Pedro Infante, Tongolele, Tin Tan, Pedro Armendáriz, Rosita Fornés, Emilio Tuero, Rosa Carmina, Los Panchos... Un desfile amplísimo que capturó para siempre el llamado “Fotógrafo de las estrellas”.

El Fondo de Cultura Económica publicó hace un par de meses Armando Herrera. El fotógrafo de las estrellas, un libro con 255 imágenes de celebridades de la farándula mexicana –de Agustín Lara a José José– hechas entre 1934 y 1996 por uno de los mejores retratistas de estudio del México del siglo XX.

Diseñada e impresa con excelencia, esta muestra del vasto trabajo que Herrera realizó durante 62 años brinda una clara idea de su calidad y valor, y es una oportunidad para meditar sobre la importancia que nuestra sociedad concede a los rostros de quienes habitan el mundo de los espectáculos. Así lo hace Carlos Monsiváis en el delicioso ensayo que abre el libro: Armando Herrera retrata a las estrellas, en el cual explica cómo el cine le proporciona facciones a nuestra sociedad, rostros para soñar e identificarse, prejuicios para distinguir el bien y el mal, para saber de qué lado está la razón, porque –apunta– “un rostro bello es un argumento irrefutable”.

Y quién no quiere identificarse con el bien y la belleza, tener a su alcance las estrellas y tratarlas de tú.

La razón por la que los paparazzi persiguen e importunan hoy a los famosos sigue siendo más o menos la misma que hace 75 años, cuando Armando Herrera hizo sus primeros retratos de celebridades. El escritor Fabrizio Mejía Madrid, con base en una larga entrevista con Herrera, y quien escribió buena cantidad de las páginas del libro que ayudan a apreciar mejor las fotografías de éste (y a entender sus relaciones con los personajes a los que retrató), aporta un dato que dice mucho sobre lo que esas imágenes significaban para el público que las admiraba y compraba:

“En el instante en que esas fotos fueron tomadas... la gente que escuchaba las voces de cantantes, compositores y actores en la radio tenía pocas oportunidades para conocer sus rostros.”

El periodo en el que Armando Herrera consolida la reputación que le permite anunciarse en el escaparate de su estudio como fotógrafo de las estrellas, ocurre entre el auge del cine nacional y la popularización de la televisión entre la sociedad mexicana.

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Cadete en el Colegio Militar de 1926 a 1931, donde fue condiscípulo de Humberto Mariles (campeón olímpico en equitación en 1948) y Jorge Negrete, y luego –inspirado por la visita que Charles Lindberg hizo a México en diciembre de 1927– piloto aviador de la entonces incipiente Fuerza Aérea Mexicana, Herrera optó por convertirse en fotógrafo en 1933, después de un aterrizaje forzoso que le ocasionó un desprendimiento de retina y, a la postre, le llevaría a perder la visión del ojo izquierdo.

La fotografía era un medio literalmente familiar para él. Su padre, José María Herrera, había establecido un estudio fotográfico en 1906 en la calle de San Miguel, casi esquina con San Juan de Letrán (hoy Izazaga y Lázaro Cárdenas), y fue con la cámara paterna que hizo sus primeras tomas.

Al poco de casarse, en 1934, él y su esposa, Esperanza Isunza, abrieron un estudio en Victoria número 6, en el que trabajaron durante más de 15 años.

Al comienzo, según le contó a la periodista Cristina Pacheco en una extensa entrevista hecha hace 23 años, las mujeres de la vida galante que vivían y trabajaban en el Centro de la ciudad formaban la mayor parte de su clientela. Querían ser retratadas como “muchachas decentes” para enviar esas imágenes a sus parientes en provincia o conservarlas como recuerdo. Se las mostraban unas a otras y así contribuían a acrecentar la popularidad del fotógrafo.

“A esas muchachas –de las que he olvidado nombres y rasgos, pero por las que aún siento ternura y agradecimiento– no solamente les debía la mayor parte de mis ingresos; gracias a ellas llegó a mi estudio el hombre que fue para mí como una especie de talismán de la suerte: Agustín Lara.”

Con Lara comenzaron a desfilar otros músicos y artistas, y Herrera comenzó a adquirir renombre. Los editores del semanario Vea, que –como anota Armando Bartra en el ensayo Papeles ardientes. Publicaciones galantes y censura en el medio siglo–, “es la extensión en papel de la vida nocturna” del México de los años treinta y cuarenta, lo invitaron a encargarse de las portadas de la publicación.

“Todas –le señala Herrera a Cristina Pacheco– tenían el mismo tema: mujeres en traje de baño que entonces eran una audacia y que hoy son auténticos hábitos de monjas.”

Consciente de que su asociación con Vea merma sus posibilidades de hacer fotografías “familiares” (bodas, comuniones, bautizos, etcétera), a finales de los años cuarenta Herrera decide concentrarse en la fotografía de artistas. Por esa misma época traba amistad con Mario Moreno Cantinflas, quien también se convertiría en uno de los impulsores de su carrera, y en un amigo muy querido. Cantinflas le ofrece un espacio en el edificio Rioma, una construcción de siete pisos que compra en Insurgentes 377, donde Herrera tiene su estudio de 1951 hasta 1957, año en que el mismo terremoto que derriba el Ángel de la Independencia derrumba el inmueble.

Sin embargo, en 1957 se encuentra en el apogeo de su vida profesional: ha realizado ya la mayor parte de sus fotografías más célebres –los retratos de María Félix, Lara, Cantinflas, Pedro Infante, Jorge Negrete, Tongolele, Tin Tan, Pedro Armendáriz, Rosita Fornés, Emilio Tuero, Rosa Carmina, el trío Los Panchos–, y muchos de quienes lo buscan para que fije y adorne sus rasgos se han convertido o están a punto de convertirse en amigos suyos (de algunos, como Infante, lo era desde mucho tiempo atrás).

Los artistas más jóvenes quieren que él los fotografíe para que les dé suerte. Y cuando se miran los retratos del propio Herrera en esos años, es fácil advertir que, de haberlo querido, él mismo podría haber probado fortuna en la actuación o en el canto, ya que le gustaba tocar la guitarra y componer canciones.

Para 1957, su red de relaciones es muy extensa. Incluye a políticos y escritores. Existe la posibilidad –dice Héctor Herrera, su hijo mayor, impulsor de la edición del libro– de preparar una colección de retratos de estos últimos.

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“El martes cumplí años, cosa indebida. Y a ruego de mis alumnos (…) asistí a las 12 a la muy simpática fiesta que organizaron en mi honor en el propio salón de clases. Tengo aquí el programa: Debí saber, canción con letra mía y música de Chuchy, cantada por el trío Monte Albán (…) canción ranchera, cantada por la señorita Norma Herrera, una chiquilla muy bonita y graciosa, hermana de un gordito, que andaba por ahí, hijos ambos de un fotógrafo muy famoso que retrata estrellas de cine y las mejora considerablemente.”

Estas líneas forman parte del artículo que Salvador Novo publicó el 17 de agosto de 1957 en el diario Novedades, crónica de su cumpleaños, celebrado el 30 de julio.

Tres años antes él mismo había posado para la cámara de Armando Herrera a fin de realizar el retrato que lo presenta como una versión mexicana de Oscar Wilde: un dandy con chaleco y corbata de seda, un grueso anillo en el dedo anular de la mano izquierda; entre el pulgar, el índice y el cordial, un cigarrillo que no parece producir humo y, por encima de la mano, el rostro casi de perfil, en el que se advierte una mirada entre divertida y desafiante, propia de quien es consciente de ser retratado.

Al contemplar esta imagen (página 72) es inevitable divagar en torno a la percepción que los seres humanos tenemos de nosotros mismos, y en el papel del fotógrafo en la concepción de dicha imagen, particularmente del fotógrafo de estudio, dispuesto a retocar, mejorar, embellecer.

Resulta curioso, por ejemplo, pensar que, mientras para la mayoría de los retratistas la mejor toma es aquella en la que captan al sujeto retratado con la guardia baja para aprehenderlo y mostrarlo como realmente es, para Herrera, como para muchos otros fotógrafos de estudio, el arte de su trabajo radica en lograr “el mejor ángulo” de la persona a la que retratan.

El sujeto así captado, ¿es menos real?

Monsiváis se pregunta, frente a las imágenes de Pedro Infante hechas por Herrera: “¿Para qué necesitaría esas fotos donde usa afrentosamente la elegancia, el caché (vocablo que se fue junto con los sastres de gran fama sectorial), las bufandas, las corbatas presumiblemente de seda que nunca usó en sus películas?”.

Lo interesante sería saber si ésa era la manera en que Infante se imaginaba a sí mismo y si era así como deseaba que lo conociera el público. Y si ese hubiera sido el caso, ¿no habría que admitir que en esas fotos Infante está más cerca de su verdadera personalidad que en las imágenes que encarnaba en sus películas?

Gisèle Freund, la destacada fotógrafa franco-germana –autora de conocidos retratos de André Malraux, James Joyce, Virginia Wolf y Frida Kahlo–, decía: “El retrato es obra de dos personas: la fotografiada y la que realiza la foto. Si se entienden, el fotógrafo consigue que el modelo olvide que lo están fotografiando. (…) Una vez realizado el retrato, el fotógrafo debe desaparecer modestamente detrás de la imagen. Lo importante es la fotografía, no quien se encuentra detrás del objetivo. En este aspecto, el fotógrafo no es un artista, sino, en cierto modo, un traductor”.

Pero en los casos de las celebridades, es muy difícil saber si en una fotografía uno está mirando a María Félix o a “una loca que se cree María Félix”, como le dijo a la doña el poeta Jean Cocteau cuando la conoció en 1951.

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Hubo otros maestros del retrato fotográfico que también cosecharon imágenes memorables de artistas del espectáculo durante el periodo en el que Armando Herrera estuvo activo. El más notable de ellos es Simón Flechine (1894-1981), mejor conocido como Semo, exiliado ruso que llegó a México en 1941 y estableció poco tiempo después un estudio en la calle de Artes (hoy Antonio Caso). No hay espacio ahora para abordar aquí su obra ni su extraordinaria vida, pero para el lector interesado en el tema debe señalarse la existencia de un libro de autoría colectiva que es complemento importante del volumen dedicado a Herrera: Semo, fotógrafo. 1894-1981, publicado en 2001 por la Fototeca Nacional del Instituto Nacional de Antropología e Historia.

Cristina Pacheco: “Desde 1934, Armando Herrera es el fotógrafo de las estrellas”. Siempre!, número 1764, 15 de abril de 1987, pp. 32-34, 85.

 Armando Bartra: “Papeles ardientes. Publicaciones galantes y censura en el medio siglo”. Luna Córnea, número 11, enero-abril de 1997, pp. 81-91.

Salvador Novo: La vida en México en el periodo presidencial de Adolfo Ruiz Cortines. T. III, Dirección General de Publicaciones, Conaculta, 1997, p. 138.

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