René Magritte y su señuelo: la realidad (no) es esto

sábado, 20 de marzo de 2010 · 01:00

MÉXICO, D.F., 20 de marzo (apro).- No cierre los ojos. Sueñe despierto. Entre a Bellas Artes, salga del México surrealista para entrar al paraíso surreal de René Magritte. Comience en la sala Orozco, en el segundo piso, donde se esboza el origen del artista belga. Allí se explica el ideario estético de Magritte: las palabras pueden ocupar el lugar de las imágenes.

Los óleos que se presentan, poco tienen que ver con la explicación. Treinta años de su vida se resumen en un par de pinturas con influencias cubistas y algunos trabajos publicitarios. De la relación entre palabra e imagen no hay óleos que lo ejemplifiquen.

Desilusionado, salte a la sala Rufino Tamayo, donde a modo de biografía se expone un recorrido fotográfico por la vida de Magritte. Al otro lado, la sala González Camarena contiene algunos de los oleos de Magritte realizados entre 1930 y 1949, donde se exhiben pequeños bocetos en papeles amarillentos y una pieza de una mujer pintada en una botella.

Si usted sigue sin entender el absurdo cotidiano de Magritte, hay un área didáctica donde los niños son capaces de mover a voluntad los objetos que sobrevuelan por el imaginario de Magritte.

Imanes de ojos, jaulas, notas musicales, pies, sombreros, personas suspendidas en el aire, sombrillas, velas y pipas conviven en un sistema solar donde el centro es una manzana y las órbitas son líneas de gis.

La mayor parte de la obra se concentra en las salas Nacional y Diego Rivera, en el primer piso, donde no le llevará más de una hora adentrarse en el irónico mundo del surrealismo…

Para entender a Magritte

René Magritte encontró la muerte en su pintura. Porque según Bretón, el surrealismo te  introduce en la muerte, que es una sociedad secreta. “Os enguantará la mano, sepultando allí la profunda M con que comienza la palabra Memoria”, decía su manifiesto.

Magritte murió en 1967 a los 69 años. Acababa de pintar Le fils de l’homme, un óleo donde hay un hombre de traje. Corbata roja. Camisa blanca. Sombrero de bombín. Con orejas disparejas. Las manos apretadas, los brazos tensos. Una manzana verde le arrebata la identidad. La redondez de la fruta no deja sino ver los ojos, también verdes, del sujeto que se multiplica como lluvia en Golconde.

Ambas obras se presentan en la exposición. Por un lado una cromolitografía de Le fils de l’homme firmada por la viuda de Magritte. Al margen de la reproducción hay algunas líneas escritas con lápiz que lo confirman.

En la misma sala convive con Golconde, un óleo repleto de hombres con rostros idénticos que no son sino reproducciones en serie de ellos mismos. Y que se reflejan en los espectadores.

René Magritte firmaba sus lienzos de manera diminuta. Tal vez delataba lo que dicen las cédulas la exposición El mundo invisible en el Palacio de Bellas Artes: que era un hombre discreto y honorable, al margen de cualquier movimiento artístico de su época. Un hombre de una sola mujer, sigiloso y leal.

En 72 oleos en Bellas Artes, hay un Magritte que estanca las nubes y cuestiona la realidad pictórica. Muchos críticos encierran a Magritte en el ámbito de la copia naturalista del sueño o de la irracionalidad concreta.

Por ejemplo, la crítica de arte Ida Rodríguez Prampolini dice: “El mundo de Magritte posee reminiscencias de la pintura metafísica de De Chirico, donde lo inesperado surge con un aplastante realismo, provocando una intelectualizada pero siempre lírica irrealidad”.

En su manifiesto surrealista Breton criticaba, basado en Sigmund Freud, la escasa atención en los sueños, pues decía: “El sueño de los periodos en que el hombre duerme, no es inferior a la suma de los momentos de realidad, o mejor dicho de los momentos de vigilia”.

En la Sala Nacional aparece Magritte relegando los sueños al interior de un paréntesis, igual que la noche. Como en su obra L'Empire de la Lumière, II donde el cielo no decide sus luces, pero la farola de una casa se enciende. Noche y día en contradicción eterna.

Esa obra resume en gran parte el planteamiento del surrealismo: la armonización de dos estados aparentemente contradictorios: el sueño y la realidad. Porque en general el sueño, al igual que la noche, se considera irrelevante.

Entre los sueños de Magritte caen pipas, rocas y manzanas virtuales que rebotan sobre un par de sombrillas negras. A la instalación la rodean varios óleos como El mundo invisible, donde una roca ocupa una habitación con una ventana hacia el mar.

Siguiendo el recorrido se puede apreciar El espíritu de la familia, una pintura donde un pescado, una esfera y dos siluetas diminutas permanecen estáticas en un espacio abierto.

Max Ernst, coetáneo de Magritte, planteaba el surrealismo como “un acoplamiento de dos realidades en apariencia inconciliables en un plano que, en apariencia, no conviene a ninguna de las dos”. Es decir, un pescado y una pareja juntos en una obra.

Según Mario de Micheli, en su libro Las vanguardias artísticas del siglo XX, “el surrealismo se define como actitud del espíritu hacia la realidad y la vida, no como un conjunto de reglas formales ni de medidas estéticas.”

Por su cuenta Breton pugnaba por “subvertir las relaciones de las cosas”. En ese contexto, la fusión de la realidad y el sueño, le devolvería a los hombres su integridad. Sin embargo, el problema fundamental de la obra de Magritte es la relación entre sueño y representación.

Le viol. Una mujer lleva el sexo por boca, los senos por ojos, el vientre por nariz. El cuerpo por rostro. Los tonos rojizos en el cuello serpentean el cabello dorado con tonalidades azules y verdes. Una mujer imposible pero igual violada. Fue hecha en 1945 y pertenece a la colección del museo Pompidou de París.

¿No cabe acaso emplear el sueño para resolver los problemas fundamentales de la vida?, se preguntaban los surrealistas. En Bellas Artes, los marcos delatan el paso del tiempo. Dorados, rojizos, otros cuarteados.

René Magritte rechazó a ultranza que se interpretara su obra. Rechazaría entonces las cédulas que tratan de orientar al espectador. En dado caso quienes mejor conocen los sueños, son los oleos. Tal vez convenga apuntar la última frase el manifiesto surrealista de Bretón: “La existencia está en otra parte”.

Breton, en su libro El surrealismo y la pintura, colocó a De Chirico a la cabeza de los artistas surrealistas. También ubicó el movimiento entre el alma del romanticismo y el alma de la revolución socialista. Magritte es siempre figurativo, en él no cabe lo abstracto.

Más bien la pintura de Magritte no quiere ser la representación de un sueño, quiere ser sueño. Luis Buñuel en una entrevista con Raquel Tibol en noviembre de 1953, lo definía:

“El surrealismo no es algo inexistente que se agrega a la realidad, no inventa la realidad, la ve más completa; no es algo que hay que buscar, está ahí. El surrealismo era lo que faltaba para completar nuestra visión de la realidad, ya que ésta encierra un sentido extraordinario que hay que descubrir.”

Entonces, las imágenes de Magritte podrían verse reflejadas en la época actual en el descrédito de la realidad por los sueños. Por la conquista de la hiperrealidad. Por la imposición de las imágenes en directo. Si lo vemos por la televisión entonces ocurrió, si lo podemos repetir cien veces en YouTube se vuelve un predicamento.

En un mundo de imágenes comestibles, donde se imponen como simulacros capaces de suplantar a la realidad, aparece Magritte como un señuelo: la realidad (no) es esto.

Con una inversión de 16 millones de pesos y en un esfuerzo por conjuntar la obra de Magritte expuesta en museos y galerías de todo el mundo, El mundo invisible de René Magritte se presenta hasta el 11 de julio en el Palacio de Bellas Artes.

 

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